El fin de semana, a través de las redes sociales, me enteré de un hecho lamentable ocurrido en Chihuahua. Un grupo de cinco adolescentes de entre 12 y 15 años, hombres y mujeres, “jugaron” al secuestro con un pequeño de seis años. Como resultado del “juego” lo ataron de pies y manos, lo golpearon, lapidaron, asfixiaron, acuchillaron, mutilaron, enterraron y taparon con un perro muerto para ocultar el olor.
Evidentemente la noticia me causó shock, al igual a que muchas personas a través de quienes fui enterándome de ella y a diversos medios que reportaron los hechos. Pero creo que con el paso de los días lo que más me ha causado tristeza, dolor y desesperanza no es el hecho, cruento, en sí, sino lo que éste refleja sobre lo que vivimos en la actualidad en México.
Cuando los niños y adolescentes en sus juegos aspiran a ser narcotraficantes, padrotes, personas con armas que tienen poder y control me parece que “policías y ladrones” cobra una dimensión muy macabra. Me pregunto ¿de dónde aprenden estos juegos, cómo saben que está “padre” ser un secuestrador, o un narco; que tener armas te hace el más fuerte del juego?, ¿qué es lo que niñas, niños y adolescentes están escuchando en la radio, viendo en la tele, oyendo de conversaciones de los adultos, que tienen imaginarios en los cuales los superhéroes y los secuestradores son modelos a seguir? Estamos enfrentando una normalización de la violencia y de la crueldad a través de los discursos mediáticos que, no podemos negarlo, dan cuenta de lo que está sucediendo en el país, en nuestras ciudades, en nuestros barrios. Hay secuestrados, decapitados, mutilados, desaparecidos, acribillados, masacrados, desollados y hay datos duros, números, cifras, estadísticas. Hay reportes “objetivos y veraces” que nos dicen qué pasó, cuándo, en dónde, cómo, pero no siempre nos explican por qué ni nos llevan a pensar, a reflexionar, a dialogar sobre lo cruel y terrible que es cualquier muerte a manos de quien sea. No percibo en los medios el desgarre de vestiduras por la muerte de una joven en Ciudad Juárez, por el asesinato de un niño inmigrante centroamericano, por la desaparición de un padre de familia o un nieto. Pareciera que el asesinato de Christopher está siendo el evento que recoge toda la indignación, toda la rabia, todo el horror que las demás muertes nos deberían causar también.
Niños jugando a matar, matando de verdad a otros niños ¿y los adultos? Reaccionamos los adultos indignados, pensando en lo terriblemente torcido del hecho, pero no nos espanta lo que hacemos, lo que dejamos de hacer porque eso suceda. Es indispensable que el horror nos horrorice siempre, que cualquier muerte nos cause rabia, que pidamos justicia para todas y para todos, que demostremos con acciones que la fuerza, la violencia, el poder no deben permear sobre el diálogo, la construcción colectiva, la convivencia.
El grado de descomposición social que vivimos en este país y la manera en la que lo hemos interiorizado tuvo un terrible escape, el del “juego” macabro que con dolo, saña, crueldad acabó con la vida de un pequeño. La gente pide “justicia” exigiendo que a los y las jóvenes los encarcelen o los maten. Me parece que hay que pedir justicia también para todos los niños, niñas y adolescentes del país, para que los libremos de la realidad macabra que son dolo, con saña y con impunidad, corrupción e indiferencia les está enseñando que matar es algo cotidiano y uno podría salirse con la suya sin castigo. Que el “otro” es en realidad alguien con sentimientos, con historia, con derechos, con familia, con humanidad. Las pantallas, los aparatos nos despersonalizan, hay que ponerle nombre e historia a cada muerto/a y desparecida/o de este país y enseñarle a todas las personas que cada vida cuenta y vale.