Miércoles, abril 24, 2024

Lecciones y conclusiones de dos torneos

Destacamos

Qué duda cabe que el futbol que se juega en Europa es distinto del que aún se ve en canchas sudamericanas. Aunque el primero vaya a más y el segundo muy a menos, según testifican los mundiales últimos y la visión de cualquier aficionado más o menos imparcial. Pero hay vasos comunicantes entre ambos y, por lo visto últimamente, justo en eso reside el problema. Está quedando atrás la etapa áurea alumbrada por el genio de Lionel Andrés Messi y la constancia de Cristiano Ronaldo, y a ojos vistas, la revolución holandesa-catalana impulsada por el eje Cruyff-Guardiola ha pasando del tiki-taka como sistema de movimiento y ofensiva perpetuas a la generalizada manía de la posesión por la posesión, despojada de los atributos técnicos y morales de la propuesta original.

Cabe celebrar, sin embargo, el primer título de Messi con la Selección de su país. Y también la victoria en Wembley de una Italia atacante, una vez liquidado el antiguo catenaccio que, si bien significó para la Azzurra la obtención dos Copas del Mundo (1982 y 2006), al futbol le costó una era de juego reservón y de espectáculos deprimentes.

Juego conservador. Si el Barsa de Guardiola utilizó el juego a primer toque como argumento para desquiciar a los contrarios, supo entender que este efecto sólo se conseguiría a partir de la destreza de jugadores capacitados para tocar el balón con absoluta precisión utilizando cualquier superficie de ambos botines e, incluso, cualquier parte del cuerpo, para servírselo al compañero mejor colocado, estableciendo un diálogo entre diez, montado sobre la base del desmarque permanente y una intención ofensiva invariable, cuyo fundamento era la posesión de la pelota y su inmediata recuperación en caso de pérdida.

¿Qué es lo que vemos hoy con frecuencia? La reducción del complejo mecanismo descrito, un bello hallazgo, servido por la asociación dinámica de espléndidos jugadores, a un simple conservar la posesión del balón no por suficiencia técnica ni con visión ofensiva, sino a base de tocar y tocar en zonas de bajo riesgo, hasta entronizar un sucedáneo espurio del tan atractivo tiki-taka, a cambio de aburrir a los contrarios y al espectador. Y sin el aliciente de futbolistas creativos, puesto que ese toqueteo está al alcance de cualquiera que sea capaz de seguir las precautorias instrucciones de directores técnicos mediocres, primordialmente preocupados por conservar la chamba.

En resumidas cuentas, del tiki-taka hemos pasado a un juego medrosamente conservador: del balón, del terreno y del marcador. Que a menos que éste se mueva en contra, no alterará el libreto de la posesión en retroceso, la entronización de la falta técnica y el pelotazo como supremo recurso ofensivo. Donde priva la incoherencia de pedirle al jugador la multiplicación del acoso al rival –de ahí la proliferación de codazos, jalones, pisotones, faltas técnicas y demás recursos tan en boga, aplaudidos desde banca, tribuna y televisión–, lo cual pasa por signo de virilidad y entrega al equipo, con la medrosidad del toquecito sobre seguro y la falta de audacia para jugar a campo abierto.

Todo lo cual anuncia un futuro más bien opaco, presidido –como antes de la venturosa era Cruyff-Guardiola y Messi-Cristiano—por el brutal resurgimiento futbol industrial y la universal adoración del becerro de oro.

Europa-Sudamérica. Dominados por el conservadurismo descrito, los dos máximos torneos continentales no alumbraron esta vez ningún equipo impresionante. Tuvieron, eso sí, dos justos vencedores, mejor Italia que Argentina. Y decepcionantes los otros dos finalistas, que por cierto jugaban en casa –Brasil durante todo el torneo, Inglaterra porque seis de sus siete partidos se celebraron en Wembley–. Peor imagen dejan los brasileños, sin más rastros de jogo bonito que los que desperdiga sin mayor orientación un Neymar más cerca de ser cirquero que futbolista. Y tampoco buena la de los leones británicos, que en la final perdieron los papeles, completamente y echados atrás tras abrir tempranamente el marcador, sin tamaños para aprovechar el transitorio desconcierto de los ítalos hasta que éstos se les fueron encima, les empataron el partido y pudieron ganárselos porque parecía Italia el local e Inglaterra el visitante.

En cuanto a la otra final, ni ches ni amazónicos rindieron honor al clásico juego sudamericano, en flagrante dejación de los atributos que mejor lo definieron en el pasado, una situación que ya dura bastantes años, ya sea por descuido del vivero, decisión de vender cuanto antes a Europa gente formada según los rudos modos actuales o por ambas cosas a la vez. Del lado argentino los que se salvan son Messi, por supuesto, pero sobre todo Di María, demasiado veterano para trajinar 90 minutos pero en la madurez de su juego, punzante y malicioso siempre: queda ejemplo la sencillez magnífica con que, aprovechando la pifia del defensa del scratch Lodi, enfiló hacia el arco y levantó la bola por encima del arquero para clavar el gol ganador.

Entre el racismo y la homofobia. La nota nefasta tras la final de la Eurocopa acabaron dándola, además de los hoolingans con sus destrozos y asaltos callejeros, los wasp ingleses que no encontraron mejor manera de descargar su furia por la derrota del equipo de Gareth Southgate que utilizando las redes sociales para proferir insultos racistas contra los tres jóvenes británicos de piel oscura –Rashford, Sancho y Saka—por haber fallado en sus cobros desde los once metros. En todo caso, el mérito sería de Donnarumma, y la responsabilidad del DT que les asignó la delicada misión, mientras, muy orondos, permanecían al margen de los cobros veteranos como Walker, Shaw, Grealish o el propio Sterling. En cualquier caso, no hay duda que el racismo más descarnado sigue tan vivo en entre los británicos como entre los pobladores blancos de cualquier potencia colonialista. O, lo cual ya es el colmo, entre el mestizaje mexicano clasemediero.

En cuanto a la Copa de Oro, cuya calidad, de por sí precaria, continúa en retroceso, más tema da el grito homofóbico que los desacompasados encuentros futbolísticos de balón cuadrado, como bautizara el insigne Manuel Seyde a las refriegas y zafarranchos de la Concacaf. Para consolarse de la pérdida del Chucky Lozano México, sin necesidad de hacer nada extraordinario, le metió contundente 3 a 0 a la “poderosa” Guatemala, en espera del consabido clásico norteño con EU, al que en materia futbolística tampoco le sobra nada.

Sobre el grosero alarido de marras, el papelón lo están haciendo la FIFA, que apunta pero no dispara, amenaza pero no se decide a castigar al equipo nacional mexicano. Para no dejar solos haciendo el ridículo a la matrona de Zúrich, la ínclita Femexfut se atrevió a fintar con que la  suspensión que pende sobre el equipo nacional la pagaría ¡la Selección femenil!, utilizada como chivo de expiación. Como si no fuera bastante con el permanente menosprecio que aplica sobre las chicas que, en nuestro país, se atreven a entregar su entusiasmo y alegría a la práctica del deporte de las patadas, en un medio que las ha ninguneado sistemáticamente.

En el fondo, ni la FIFA ni los dueños de nuestro futbol tienen idea de cómo hacer para que el grito homofóbico desaparezca. Primero intentaron restarle importancia, llamándolo inocente entretenimiento; luego han recurrido a inocuas campañitas, llamados a la decencia y hospitalidad mexicanas, amenazas de señalar y apartar de las canchas a quienes descubra lanzando al aire las dos sílabas de la discordia, nuevas exhortaciones y excusas, pero el caso es que no tienen idea de qué hacer para quietarse de encima la sombra de una penalización en serio.

Menos mal que la FIFA siempre ha tenido a los federativos aztecas entre sus consentidos. Gracias a lo cual siguen impunes por aquí la multipropiedad, los pactos de gavilleros, el dinero público que alimenta las arcas privadas de equipos de provincia, y todas esas delicias que distinguen al balompié mexicano de los del resto del planeta.

Se encona la rivalidad Verstappen-Hamilton. El alcance de ambos apenas en el segundo giro de ayer en Silverstone, que terminó con el auto del holandés (ileso) destrozado y diez segundos de penalización para el británico, remite a la famosa rivalidad Senna-Prost que tantos dolores de cabeza causó a los altos mandos de McLaren (1988-89). La sanción no impidió que Lewis venciera, superando a última hora a Charles Leclerc para evidenciar la inferioridad de los Ferrari frente a los Mercedes (confirmación al cabnto: tercero en el podio fue Bottas).

La víspera se había experimentado, por primera vez en 72 años de F1, con una carrera sprint de 100 km. que acomodó los puestos de partida y reportó tres puntos a Verstappen, dos a Hamilton y uno a Leclerc, mientras inoportuno despiste enviaba al final de la parrilla a Sergio Pérez, que tuvo otro fin de semana negro aunque, casi al final, una llamada del pit para calzarle zapatillas nuevas a su Red Bull le permitiera fijar la vuelta rápida del día, impidiendo que el Hamilton y Mercedes se llevaran también ese punto extra.

Pero el centro de todos los comentarios se lo llevó el pique entre los dos colosos en liza, que dejó a Verstappen rojo de ira y va a dar mucho de sí en el futuro.

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