Poco después del golpe militar en Chile –ocurrido el 11 de septiembre de 1973–, Milton Friedman le entregó al dictador Augusto Pinochet, el primer programa de reformas estructurales de orientación al mercado, iniciándose así la fase neoliberal del capitalismo en América Latina. Con esta imposición, la derecha latinoamericana creó la ilusión de la renovación del capitalismo que atrajera al capital foráneo para impulsar el crecimiento de las economías de la región para salir de la crisis derivada del déficit fiscal y el agotamiento de los regímenes basados en la intervención estatal, regímenes que no lograron crear un Estado de Bienestar al cual las oligarquías criollas habían apostado su sobrevivencia y el fortalecimiento de su hegemonía.
Varias décadas después, el neoliberalismo entró en una profunda crisis y el movimiento popular en Latinoamérica logró iniciar un proceso de rescate de la democracia y del voto lo que impulsó una oleada de triunfos electorales y el establecimiento de gobiernos populares con programas alejados del neoliberalismo. El triunfo contundente de Hugo Chávez en diciembre de 1998, abrió el camino de otros triunfos en la región, donde los pueblos vieron la posibilidad de construir nuevos gobiernos y modos de producción donde los gobiernos democráticos llevaran a cabo programas encaminados al rescate de la naturaleza y a eliminar la desigualdad y la pobreza, profundizadas por el neoliberalismo en toda la América Latina.
Los triunfos populares mostraron el fracaso económico y social del neoliberalismo, porque nacido para dar un nuevo impulso expansivo del capitalismo en crisis, no consiguió hacerlo. El capitalismo internacional siguió estancado y con crisis intermitentes cada vez más profundas a pesar de la renovación tecnológica en la década de los años 90, y de los nuevos mercados potenciales surgidos con la desaparición en 1991 de la Unión Soviética y del campo socialista. Así mismo, la desregulación económica –propuesta esencial del neoliberalismo–, significó la liberación del capital para ubicarse en cualquier país y en todos los sectores, lo cual facilitó la migración del capital productivo a la esfera de la especulación financiera, que permite mayores ganancias en el corto plazo y con menores riesgos los existentes en las inversiones productivas.
Lamentablemente, si algún triunfo obtuvo el neoliberalismo, se ubica en el ámbito ideológico, triunfo cultural lo llamó Boaventura de Sousa. Lo primero, fue hacer creer no sólo que el proyecto neoliberal era el mejor posible, sino el único posible; esto se acompañó de propuestas como el “pensamiento único” y “el fin de la historia”, es decir, la democracia y el modo de producción capitalista–neoliberal habían alcanzado su máxima expresión, luego de haber vencido a su enemigo más peligroso: el socialismo. Entonces, nada había de cambiar, el fin de la historia había llegado y la disidencia ideológica no tenía sentido, los grandes relatos teóricos ya no tenían sentido pues nada había de transformarse: el capitalismo es eterno. Esta visión se impuso entre amplias capas de la clase media, guardiana de la meritocracia, el pedigrí y el éxito; entre los intelectuales promotores del individualismo y enemigos de la solidaridad y el colectivismo; de buena parte de las dirigencias sindicales, que hoy celebran el primero de mayo al alimón con diputados del PAN, sus enemigos de clase; finalmente, se fomentó el rechazo al Estado como regulador del proceso económico y promotor del desarrollo.
Los fracasos del neoliberalismo y sus victorias efímeras, forman parte de los elementos que deben ser considerados, y lo han sido, en los programas postneoliberales, sus fracasos porque ellos definen lo que no debe continuar y sus éxitos porque representan la lucha contra la hegemonía cultural, donde se agudiza la lucha de clases donde se forja el carácter y el nuevo proyecto de sociedad solidaria y democrática, por la que tato han luchado nuestros pueblos.