La música de Josef Anton Bruckner (1824 – 1896), quien fue un compositor, profesor y organista austriaco, puede ser un desafío para algunos oyentes debido a la complejidad y la magnitud de sus obras. Sus sinfonías generalmente son largas, con desarrollos temáticos y progresiones armónicas extensas, lo que requiere mucha paciencia y una escucha particularmente atenta.
Por otro lado, la profunda espiritualidad y la intensidad emocional, también pueden ser abrumadoras para quienes no estén familiarizados con su estilo; sin embargo, en la medida en la que se escucha de forma repetida, de repente surge una especie de halo místico, encontrando elementos estéticos realmente sorprendentes. En este sentido, la recompensa por escucharlo durante un largo periodo, será comprender la grandeza de su música y la riqueza de su textura polifónica. Una vez sumergido en el mundo sonoro de Bruckner, se puede descubrir la belleza trascendental y una conexión emocional única con este músico del periodo romántico tardío.
Sus composiciones también se destacan por sus largas progresiones armónicas y desarrollos temáticos, lo que crea una sensación de majestuosidad y relevancia, ya que ciertamente tenía una habilidad única para combinar la tradición clásica con elementos románticos, logrando así una música que es tanto introspectiva como curiosamente expansiva.
Simultáneamente para la historia de la medicina, el caso de Anton Bruckner como paciente es también testimonio de la fortaleza de un ser humano para sobrevivir durante más de una década y media con insuficiencia cardíaca, además de todo tipo de complicaciones, como edema y neumonía que presentó en dos ocasiones en el siglo antepasado, dónde las opciones terapéuticas tenían bastantes limitaciones.
Bajo este estado, con problemas respiratorios, ataques de asfixia y semanas de agotamiento, compuso su Novena Sinfonía. Lo débil que se encontraba puede verse en el autógrafo del movimiento final, que por cierto está inconcluso, del que solo han llegado fragmentos hasta nuestros días en conmovedores y temblorosos garabatos que cubren los pentagramas.
El registro de su enfermedad, está basado en los informes de su médico de cabecera, el Dr. Richard Heller y en documentos del Instituto de Historia de la Medicina de la Universidad de Viena. Muchas cosas interesantes resaltan al respecto. Si Bruckner se hubiera tratado en 1891, con los conocimientos actuales de medicina, poco hubiese sido distinto.
Los médicos de ese tiempo, prescribían reposo en cama, la prohibición de fumar, una dieta láctea y más tarde, medicamentos como la digoxina.
En Bruckner, su larga e inexplicable supervivencia es difícil de analizar, pues el camino hacia la insuficiencia cardíaca estaba pavimentado con lo que todo médico de cabecera contraindica hoy en día a sus pacientes.
Siempre tuvo un apetito voraz. Le gustaba comer dos o tres raciones de sus platos favoritos, como carne de cerdo curada y ligeramente ahumada, elaborada con costillas, pescuezo o paletilla, a las que le agregaba col y albóndigas de sémola, que es la harina gruesa (poco molida) que procede del trigo y de otros cereales con la cual se fabrican diversas pastas como raviolis, espaguetis y fideos, entre otras. Siempre comía tres platos de sopa de cangrejo de río y se tomaba entre 6 y 8 litros de cerveza, nada más y nada menos que todos los días. A eso hay que agregar que fumaba puros, también cotidianamente. Probablemente la mayor parte de sus movimientos los realizaba cuando subía las escaleras que conducían a la galería donde estaba el órgano que tocaba o a su sala. Si no, estaba todo el tiempo sentado, mientras comía, componía o se trasladaba en el coche tirado por caballos que utilizaba como medio de transporte.
El resultado de una alimentación rica en lípidos e hidratos de carbono, el consumo de alcohol y su vida sedentaria, fue obviamente lo que detonó la calcificación y reducción de flujo sanguíneo en sus arterias coronarias, así como el agua en sus pulmones, sumado a trastornos respiratorios, acumulación de líquidos en el abdomen y piernas, junto con dificultades para caminar y tocar el órgano.
El tratamiento inmediato sería una cuidadosa reducción del edema, procurar un retorno a una tensión arterial normal, infusiones; una angiografía para determinar si hay que utilizar “stents” o un bypass que es una cirugía para crear un nuevo camino del flujo sanguíneo al corazón mediante el injerto de un trozo de vaso sanguíneo sano supliendo al enfermo. En cualquier caso, Bruckner sería un paciente delicado y con graves problemas.
Con todo lo anterior, es fácil deducir que, desde la perspectiva actual, no hay dudas de que no sobreviviría mucho tiempo.
Creo firmemente que el factor decisivo para la supervivencia de Bruckner fue que sentía una llamada interior y llevaba la música dentro. Componía con una pasión desbordante de sentimientos profundos y una generosidad ilimitada para la humanidad.
Anton Bruckner es el ejemplo de persona que necesita el arte para sobrevivir. Alguien que es completamente feliz disfrutando lo que hace. Sin embargo, no es la música de un enfermo; es una mente e ingenio increíblemente maravilloso plasmado en creaciones asombrosas sobre partituras.
Esto es música del futuro. En la Novena sinfonía, Bruckner inventó un nuevo tipo de tonalidad y miró muchos años hacia adelante, componiendo algo para el futuro. Esta música fue compuesta con la mente completamente despejada, aunque con el cuerpo enfermo. Este día es su aniversario luctuoso y debemos recordarlo. La Novena sinfonía fue su última obra y, aún inconclusa, definitivamente es testimonio de un milagro.
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