Revisé con mis estudiantes recientemente el prólogo del libro “Dignos de ser humanos” de Rutger Bregman (Anagrama, 2021). En él, Bregman analiza el poder desmoralizante que podrían haber tenido o no, los bombardeos a Londres por los Nazis o a las ciudades alemanas por los aliados en la segunda Guerra Mundial. “Quien quisiera conocer la magnitud de la catástrofe que se avecinaba -afirma Bregman- no tenía más que consultar un libro: Psychologie des foules (Psicología de las masas). El autor francés Gustave Le Bon era uno de los intelectuales más influyentes de su tiempo. Hitler había leído su libro de principio a fin, igual que Mussolini, Stalin, Churchill y Roosevelt”. Según dicho intelectual, el ser humano, en una situación de emergencia, “desciende «varios peldaños en la escalera de la civilización». El pánico y la violencia se extienden por todas partes sin ningún control y el ser humano muestra su auténtica naturaleza”. Estudios realizados durante y después de la guerra determinaron, según Bregman que, en ambos casos, el británico y el alemán, los efectos fueron totalmente contrarios. En el caso alemán, “los bombardeos civiles habían sido un fiasco. Es más, es probable que hubieran fortalecido la economía bélica alemana, por lo que la guerra había durado más de lo necesario. Entre 1940 y 1944, la producción de tanques por parte de Alemania se multiplicó por nueve, y la de aviones de combate por catorce”. En la isla, por su parte, “Después de la guerra, muchos británicos añoraban incluso los días del blitz [sesiones de bombardeo], cuando todo el mundo era solidario y daba igual que fueras de izquierdas o de derechas, pobre o rico”. Quizá la clave de tal respuesta ante semejantes atrocidades fue, precisamente, ese sentido de solidaridad. Uno de mis alumnos, con algo de suspicacia, veía el caso un tanto inverosímil y se preguntaba, no sin razón, si algo así estaría ocurriendo en Palestina en estos días en que todo el poderío israelí está volcado en la destrucción de ese pueblo, no sólo devastando sus viviendas y matando a muchos de sus habitantes civiles, sino, minando su moral. Le comenté que me parecía que la situación no era precisamente igual, pero que, a su vez, era difícil saber cómo se siente ese pueblo cuando la enorme maquinaria mediática del mundo apuntala el genocidio cometido por Israel en esas tierras. Tardaremos bastante en saber cómo es que el pueblo palestino está lidiando con ello, pero, igual que en muchos otros conflictos, en otras épocas, lo que es muy probable es que la solidaridad sea la tónica.
No obstante, considero que en los casos de los que hablamos, la solidaridad no es la única responsable de que la moral no decline y que las sociedades desaparezcan barridas por la desesperanza y el auto aniquilamiento propiciado por el descenso a la barbarie, como afirmaba Le Bon. El asunto rondaba mi mente por varios días hasta que di con una interesante reflexión publicada en Ojarasca de La Jornada recientemente: “Ciudades de la tierra. Reconstruir las instituciones del común” de Jaime Torres Guillén. Torres explora los cambios en cuanto a la concepción de la tierra que trajo consigo el sistema moderno instaurado por los europeos a estas latitudes y que propició el desarraigo, lo que, según él, “fue la clave para la irrupción de la llamada economía de mercado, ya fuera en la Inglaterra del siglo XVIII o en la conquista de lo que ahora llamamos América Latina. Ésa es la razón del actual dislocamiento de la sociedad global. En esa sociedad capitalista no existen instituciones culturales o normativas que ayuden a la gente a defenderse del desarraigo. Por eso aumenta el crimen, las violencias, la destrucción de lagos y ríos, la tala indiscriminada de bosques, la incapacidad para producir alimentos, y resurgen diversos atisbos de fascismo. En esa sociedad la gente siempre está en peligro porque no es capaz de reconocerse en el extraño mundo del capital; en él no existe moral, ni relación humana de comunión, solidaridad y reciprocidad. No existe el común porque los ideólogos de la modernidad nos han convencido de que ya no vivimos en la tierra”. En efecto, ese despojo de lo propio y de la racionalidad y emotividad vinculadas a ello, es lo que produce el vacío en que nos encontramos. Para Torres, la respuesta se encuentra en la defensa de lo “común”, que “es la forma de vida sin derecho a la propiedad de las cosas necesarias para hacer la ciudad. Por tanto, no es copertenencia, copropiedad o coposesión. Entonces hay común sólo en las prácticas sociales que parten de la idea de lo inapropiable”. No se trata, según argumenta, de lo público, sino de las relaciones humanas que se establecen de la vida cotidiana. No hay dominio de las cosas y el uso de ellas termina siendo una relación con el mundo como algo inapropiable, inasible, lo que “posibilita instituciones como forma de vida fundada en el arraigo siempre abierto a la alteridad. Por tanto, no es un derecho el que surge de las prácticas del común, sino una experiencia de descubrimiento: una relación con el mundo en cuanto inapropiable”. Tal intangible, es lo que permitió, sin duda, que los británicos o los alemanes, se pasaran por el arco los infructuosos esfuerzos de los líderes de ambos bandos por destruir su moral. Por tanto, encontramos la solidaridad sustentada en esas relaciones que se establecen a través de lo común.
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¿Pero dónde encontrar ese intangible? Existe, sin duda, en las ciudades, pero ya cada vez menos. Acaso ahí donde hay la noción de barrio, colonia o terruño; se diluye, sin duda, de aquellos fraccionamientos, que surgen en diversidad de espacios, en medio, como hongos, desvinculados del entorno a la fuerza de estar aislados, bardeados, protegidos por alambradas eléctricas. Se pierde la idea de lo común por lo exclusivo y la artificial separación entre el nosotros/adentro y los otros/afuera; ya no digamos a través del fenómeno de la gentrificación y la proliferación del “Airb&b” que brinda experiencias efímeras donde el arraigo ni siquiera está contemplado. En los pueblos (esa entelequia difícil de definir) es posible que tal intangible tenga más sentido. Me atrevería a decir que también lo podemos ver en numerosas comunidades de los pueblos originarios de nuestro país. Ojo, no busco “esencializar” a las comunidades de forma ingenua; pero es un hecho que gracias a lo común y a las redes de solidaridad, han logrado sobrevivir a estos más de 500 años de invasión, colonización, desarraigo y despojo. Lo hicieron los mayas yucatecos o los tlaxcaltecas cuando negociaron sus cacicazgos (por usar la palabra más conocida para denominar esas instituciones políticas) y su organización territorial, por mencionar algunos ejemplos. Lo han hecho barrios como Iztapalapa, Xochimilco o Cholula, a través de tradiciones y prácticas cotidianas que proveen arraigo y, sin duda, solidaridad. Claro, es cada vez más difícil plantar cara ante el aluvión de irrupciones capitalistas en todo el orbe, pero principalmente en aquellos países “tercermundistas” donde estos aspectos todavía importan, pero cuyas elites políticas y empresariales son altamente colonizadas, corruptibles y egoístas. ¿Por qué no se puede prohibir la proliferación de viviendas “AirB&B”, como ha sucedido en Nueva York? ¿Por qué no retomar prácticas de barrio o ciertas tradiciones como la forma en que debe operar el sistema? Pues porque amabas cosas conllevan enfrentarse a la moda, a la industria, a la empresa y al presente que pretendidamente construye un futuro mejor; lo que ha generado en la vida real, es una explotación desmedida de la tierra y un futuro nada apetecible. El retorno a lo común se antoja cada vez más necesario pues, “con las instituciones del común – afirma Torres- se podrían generalizar ciudades de la tierra o lugares vivibles incluso a gran escala, siempre y cuando en éstos exista la apertura a lo diferente, poroso, inacabado, incierto y comunicable cara a cara. Así podríamos comprender la ciudad e incluso disfrutarla. Ella sería legible porque nos orientaríamos en sus territorios creados y recreados en la cotidianidad de la gente. La noción de ciudades de la tierra remite a eso. A luchar contra el desarraigo mediante las instituciones del común”. Nada hay más terrorifico para el sistema que el común, pero nada hay más urgente.
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