En un grupo sobre Arqueología Mexicana en Facebook en el que me encuentro alguien compartió una publicación de la revista México Desconocido intitulada “Las figurillas olmecas con ruedas contradicen la idea de que los españoles trajeron la rueda a México”. En ella se dice que “El arqueólogo norteamericano Matthew Stirling es famoso por haber ‘descubierto’ que los olmecas fueron la cultura madre de Mesoamérica, al dirigir excavaciones en el sitio arqueológico de Tres Zapotes, en Veracruz, a partir de 1938. Sin embargo, pocos saben que ahí, además de las cabezas colosales descubiertas, encontraría enigmáticas figurillas prehispánicas con ruedas, que generarían más preguntas que respuestas”. En efecto, quizá la pregunta más apremiante es si es que conocían el concepto de la rueda, ¿por qué no la ocuparon para algo más que juguetes?, ¿por qué no la ocuparon como medio de locomoción? Según el reportaje, algunos investigadores afirman que “la rueda era un elemento religioso y solo se usaba en ese sentido. Por lo tanto, no se trataría de juguetes sino de figuras ceremoniales. También se ha especulado que el círculo podría haber tenido un sentido mágico, emulando las figuras del sol y de la luna, por ejemplo; y por eso las culturas mesoamericanas preferían que las personas fueran los tamemes o cargadores”. Bien, hasta ahí puedo estar perfectamente conforme con las conclusiones de los investigadores. Sin embargo, lo que motiva esta entrega fue la andanada de comentarios que se suscitaron en el grupo en donde discutieron la condición civilizada o no de las sociedades mesoamericanas argumentando los avances técnicos. Un comentario afirma que “en América no había animales de carga y de tiro, con lo cual, no tenía sentido, pero esa falta de animales, también implicó el no evolucionar hacia otros usos de la rueda como la polea o la noria o una simple carretilla”; después menciona esto que resulta sumamente interesante:
“Los pueblos mesoamericanos, eran adelantados en alguna disciplina, como arquitectura, pero hay que recordar que no conocían el hierro, ni la fusión metalúrgica, ni la agricultura extensiva, sólo era de subsistencia, ni la ganadería, ni la pólvora, el sentido militar, era muy limitado al igual que el concepto político, el Uey Tlatoani (sic) era el único gobernante y aunque tenía gente, equivalente a ministros, la última opción era la del Venerado Orador, un sistema político jerarquizado, al igual que su sistema religioso, fanatizado, con un panteón gigante, había un Dios para cada cosa y para cada movimiento…” Es decir, en pocas palabras, los mesoamericanos no eran europeos o chinos y, por tanto, no evolucionaron, ¡vaya! Por supuesto, la defensa de los pueblos de este lado del mundo no se hizo esperar por parte de otros colegas que argumentaron la falta de caminos, lo accidentado de la orografía y la falta de animales de tiro lo que hacía inútil su utilización para la transportación. No obstante, ambos pensamientos se encuentran irremediablemente afectados por el pensamiento único válido en el mundo: el generado en Europa y que, en una versión sumamente perniciosa, utiliza la evolución como marca civilizatoria.
En principio, tales afirmaciones suenan coherentes si es que compartimos el pensamiento histórico, económico y social derivado del sistema mundo en el que nos encontramos. Pero como menciona Javier Urcid en el artículo “La Rueda en Mesoamérica” para la revista Arqueología Mesoamericana (2017), en “círculos de especialistas y no especialistas persiste la pregunta de por qué no se inventó la rueda en Mesoamérica, una pregunta que implícitamente presupone dos ideas perniciosas: 1) que los cambios tecnológicos son parte de un desarrollo acumulativo y unilineal del intelecto humano, desligado de un contexto social, político y económico, y 2) que el concepto que subyace al uso de la rueda sólo es aplicable a tecnologías de transporte mecanizadas o motorizadas. De ahí que la ausencia de medios de acarreo rodantes en la época prehispánica se use para comparar en forma paternalista los logros de diversas civilizaciones, perpetuando así una perspectiva occidental y colonialista en el estudio de las antiguas culturas mesoamericanas”. En efecto, con o sin intención, quien eso comenta está avalando una postura colonialista, sustentada en la ciencia y un pensamiento evolucionista centrado en un darwinismo social, se dé cuenta o no de que lo hace. Pensar que de la invención de la rueda sigue el dominio de los metales, luego la pólvora y luego el “arte de la guerra” y el abandono de religiones “incorrectas” para abrazar el monoteísmo -ese sí bien evolucionado (¡!)- es sumarse al trazo de una historia universal que, a fuerza de generalizar, ignora deliberadamente historias locales y subordina a las civilizaciones a seguir una sola vía; claro, si no sigue ese camino, esa civilización es menos evolucionada o de plano inferior y ello acaba condenándola a ser conquistada por la más civilizada para traerla al camino de la verdadera historia. Como afirma Cristóbal Gnecco en su capítulo “La Arqueología (moderna) ante el empuje decolonial” incluido en el libro “Arqueología y decolonialidad” (2015) de Gnecco, Alejandro Haber y Nick Shepherd, los “discursos disciplinarios sobre el otro no moderno se basan en la exterioridad, pero los discursos no tienen exterior. Desde la historia, la antropología o la sociología el horizonte de los seres humanos se organizó de acuerdo a conceptos trascendentes como cultura, raza y etnia –siempre marcados, siempre moldeados por el significante maestro. (…) La historia fue uno de esos campos delimitados, un campo que interesaba mucho a lo modernidad porque el pasado era una parte importante de su temporalidad, forjada por dos fundamentos filosóficos occidentales, la teleología y el evolucionismo, en virtud de los cuales el tiempo fue universalizado con una sola dirección y un solo significado”. A fuerza de sonar repetitivo, he de puntualizar, por si todavía no queda claro, que quien marcó la dirección el significado y los procedimientos para llegar a ello -y sigue haciéndolo-, fue Europa y sus herederos, ya por imposición, ya por elección.
Sin embargo, partiendo de esas mismas ideas, en el ethos, es decir, aquello concerniente con el espíritu social detrás de tal o cual comportamiento humano, vale la pena preguntarnos por las razones de que una civilización haga una cosa y no otra, en este caso, que use la rueda para transportarse o los metales para construir espadas. Como dice Urcid, citando a Francisco Javier Hernández que realizó en los años cincuenta del siglo pasado un estudio sobre el juguete mexicano, los habitantes de Mesoamérica no le dieron una aplicación práctica a la rueda simplemente porque “no quisieron en razón de conceptos atávicos muy dignos de tomar en cuenta”. Urcid explica que Hernández argumentó que se trató de conceptos relacionados con ethos mesoamericano vinculado al sacrificio y al uso de la fuerza física en honor de las deidades; yo añadiría también en función de la colectividad. No obstante, también como afirma Gnecco, el asunto se centra en la forma de concebir el tiempo desde la modernidad: “La temporalidad moderna moduló la forma de contar el tiempo, lo hizo trascendente (objetivo, neutral), llevó un colectivo (la sociedad nacional) y una singularidad (el individuo moderno) a reconocerse mutuamente como totalidad y parte y los unió en un espacio ceremo-nial, mnemónico. El tiempo moderno desempeñó tres funciones: fue una medida de progreso (la sociedad supo dónde estaba, hacia dónde iba y de dónde venía); fue un medio de control (los sujetos tuvieron que ajustarse a un comportamiento temporal que estableció un origen, una ruta y un destino); y fue señal de un intercambio simbólico (entre la sociedad y el conocimiento experto)”. Todo lo anterior nos lleva a ver que se ha privilegiado una manera de ver el mundo, desde un pensamiento único, aspecto que nos ha llevado a ubicarnos dentro de un esquema vertical donde aparentemente el centro de la Historia, la evolución, la tecnología y el desarrollo se encuentra en el Hemisferio Norte. Siguiendo esta línea de pensamiento, por tanto, los mesoamericanos fueron inferiores evolutivamente hablando y, por tanto, estaban condenados a ser conquistados por entes “superiores”. ¿En serio vamos a seguir tragándonos esas patrañas o vamos ya a repensar a estas culturas respetándolas en su tiempo y en su espacio. Por ejemplo, Urcid da cuenta de un documento escrito por Alfonso Caso en el que fija su atención no en la rueda, sino en el principio de movimiento giratorio que nos lleva a pensar en malacates para deshilar, el uso de troncos para transportar materiales pétreos de grandes dimensiones y muchas otras herramientas y técnicas empleadas por los mesoamericanos. Antes de preguntarnos qué tan avanzados estaban estos pueblos (a partir de nuestras propias perspectivas) debiéramos preguntarnos qué tan avanzados estamos nosotros para renunciar a nuestros prejuicios morales y científicos para poder empezar a comprender la forma en que estos pueblos comprendieron, explicaron y se relacionaron con el entorno que les tocó vivir; por más “retrógrado” que parezca, no fue en términos de transformación y dominación del entorno y las especies, como tanto han querido ver evolucionistas en la historia de la humanidad. ¿Es la historia del hombre la destrucción, contaminación, explotación, discriminación y dominación que nos ha mostrado Europa? No, definitivamente no es la única línea argumental. Lo he dicho en otras entregas, nos falta mucho por aprender de nuestra propia historia, pero lo que nos hace falta más, es humildad para comprenderla.