Los sistemas de evaluación en la educación y la academia han persistido a pesar de que diversas evidencias indican su inutilidad. En el caso de las universidades públicas de los estados –no la UNAM, que inexplicablemente queda exenta–, los profesores deben evaluarse sistemáticamente a través del Programa para el Desarrollo Profesional Docente (Prodep), lo cual implica juntar y subir en una plataforma la enorme cantidad de documentos y datos requeridos para tener derecho a la evaluación. Por ejemplo, a este programa de evaluación no le basta una copia de una publicación para demostrar que se publicó algo, se requiere la carta de aceptación, la fecha de aceptación, la fecha de publicación, la hoja legal de la revista, la carátula de la revista y, finalmente, solo la primera página del artículo –no sea que a alguien se le vaya a ocurrir leerlo. Eso, por no hablar de lo que hay que hacer para demostrar que se dirigió una tesis o se impartió un curso. Total, un formato que puede consumir más de quince días de dedicación (imaginen el número de horas de todos los profesores de la BUAP dedicadas a esta “evaluación”).
Pero hay más: pertenecer al Prodep otorga el derecho de pertenecer a un cuerpo académico y, también, a participar en la evaluación para las becas del Programa de Estímulos al Desempeño del Personal Docente que otorga la Universidad, lo cual implica nuevamente llenar tremendos formatos y aportar un buen número de documentos, en algunos casos similares a los que se presentaron para la evaluación del Prodep. En resumidas cuentas: miles de horas de trabajo de los profesores de tiempo completo dedicadas a la “evaluación”.
Al mundo académico se le ha impuesto, desde hace ya varios años, una cultura contable derivada del mundo de los negocios y del manejo de las finanzas públicas. Bajo la idea de transparentar y dar cuentas del uso de los recursos públicos, esta imposición ha devenido en una masiva papelometría justificatoria. Sí, en el mundo de la contabilidad, cualquier cosa está bien si se justifica con el papel correspondiente. En el ámbito académico, esta cultura contable tiene su máxima expresión en las prácticas de lo que se ha denominado “evaluación”. ¿Y qué se evalúa? Pues se evalúan papeles, las entidades de evaluación son enormes monstruos tragapapeles.
Esa es la realidad, cada vez se piden más papeles, y en ese maremágnum de documentos (hoy muy modernas copias en PDF) todo se diluye en una realidad alterna hecha de papel que valora muy poco la realidad convencional del trabajo académico y que homogeniza las labores sustantivas de investigación, extensión y docencia, con labores secundarias, a veces insignificantes, en las cuales se pretende que, contrariamente a la idea lógica y racional de aplicarnos en lo que mejor sabemos hacer, todos nos apliquemos en todo para poder llenar todas las casillas de todos los formatos de evaluación. – Así, al final del día, los administradores de la universidad y de la SEP podrán imaginar, sin ruborizarse demasiado, que actúan con transparencia. Pero ya lo dice el tango: “El mundo fue y será una porquería”.