Nos encontramos inmersos en un mundo inundado por productos que tienen impactos de un carácter que no podemos medir en su justa dimensión. El gran problema de este fenómeno se da cuando, en una forma imperceptible, los ingerimos sin darnos cuenta de cómo nos van afectando paulatinamente, hablando en términos de la salud.
En este sentido, el azúcar se encuentra prácticamente en todas partes. Conforma casi todos los productos extremadamente procesados, que desgraciadamente constituyen el 70% de la dieta actual y prácticamente del 100% de los que se destinan a los niños, en la mayor parte del mundo.
El impacto de este fenómeno es alarmante pues un infante de 8 años de edad en la actualidad, ya ha consumido más azúcar que un adulto en toda su vida, de hace apenas unos años.
La razón de este fenómeno no es difícil de entender desde el punto de vista fisiológico pues se sabe que el intenso sabor de esta sustancia convierte en el acto de comer en una experiencia sensorial extremadamente placentera y así, se genera un verdadero “disparo” en su consumo. Pero hablando en términos nutricionales, esta condición añade en una forma indiscriminada, su aditamento en un sistema de alimentación que, en una forma perversa, convierte a los alimentos en productos que son buenos para vender, privilegiándolos sobre los que son sanos para comer.
Lo grave del asunto es que el azúcar no aporta beneficios nutricionales, sino efectos nocivos como caries, obesidad, predisposición a desarrollar diabetes, hígado graso y enfermedades cardiovasculares.
Es un círculo vicioso complejo de analizar, pues su consumo, perturba los mecanismos orgánicos que regulan el hambre y la sensación de saciedad, condicionando el incremento del apetito y haciendo que la gente, coma más de lo necesario.
Por el hecho de que es un producto barato, beneficia en formas particularmente efectivas a la industria alimenticia, pero ese “beneficio” económico es socialmente suplido en una forma desproporcionada, por el costo que tiene en nuestra salud a nivel global.
Por supuesto existe en la naturaleza, como parte de las frutas, vegetales y leche; pero paralelamente está combinada con fibras, agua, grasas (útiles para nuestro metabolismo), minerales y vitaminas, que no solamente reducen el proceso de absorción, sino que brindan muchos elementos que nos son vitales. Sin embargo, en los productos industriales, al estar “refinada” y añadida a refrescos, dulces, galletas, jugos, y un largo etcétera, lo convierten en un producto de altísimo consumo.
El azúcar como tal, tiene un valor nulo como nutriente. No contiene proteínas, grasas, fibras, vitaminas ni minerales. Son simplemente “calorías” que efectivamente pueden contribuir a la generación de energía, lo que ha fundado el mito de que son necesarias en ciertas condiciones, como el hecho de pensar que el cerebro y los músculos funcionarán mejor, cuando se consume en condiciones de frío o ante una demanda energética, como cuando se hace ejercicio. En estas condiciones, independientemente de que se consuma, a través de un proceso que se lleva a cabo en el hígado y los músculos denominado gluconeogénesis, podemos en una forma natural, tener completos nuestros requisitos de glucosa como elemento generador de energía, pues los seres vivos la podemos producir en casos necesarios.
Pero cuando consumimos azúcar refinada, se genera un potente estímulo para que nuestro páncreas secrete insulina en grandes cantidades, lo que predispone por supuesto a la Diabetes, dentro de muchos otros problemas de salud.
Los niños son las víctimas más vulnerables al consumo de este producto y una vez que lo prueban, difícilmente lo abandonarán, por los efectos que se generan, promoviendo el apetito desmedido y “silenciar” la sensación de saciedad. Por otro lado, la saturación de los elementos sensoriales que permiten que podamos saborear la comida, son perturbados de modo que, a menor edad, se van a menospreciar alimentos con delicados sabores dulces como las frutas y las verduras. Esto provoca el consumo de productos que predispondrán a la obesidad en una forma inexorable, condicionando otro problema denominado neofobia alimentaria, que es el miedo y el rechazo a probar alimentos nuevos o desconocidos.
Se están buscando estrategias para contrarrestar este grave problema de salud pública y si bien, el hecho de etiquetar productos es un reflejo de este esfuerzo, definitivamente no es suficiente. Se requiere que en el seno de las familias existan programas y proyectos educativos para que el consumo de azúcar disminuya drásticamente, lo más que se pueda, y así poder aspirar a tener a la larga, una sociedad más sana.
Comentarios: [email protected]