Martes, diciembre 5, 2023

La necesaria división de poderes

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La división de poderes ha sido una consigna fijada en la mente colectiva como el manejo óptimo del gobierno. Es una figura indispensable, a tomar en cuenta, para el equilibrio balanceado del gobierno federal.


En la actualidad, la división de poderes se basa en un interactuar con el respeto debido de los deberes y decisiones de cada una de sus partes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. En ese rejuego constante, hay la virtud de extender cartas de buena o mala conducta. Pero, en la necia cotidianidad, los intereses y las pasiones van y vienen por fuera o dentro de tales poderes, que, en numerosas ocasiones, naufragan las que fueran sanas intenciones.

En el sistema de interacción mexicano y durante muchos años, el mandato inscrito en las leyes sólo fue de dorados textos. El Ejecutivo se impuso sobre los demás como algo natural: la subordinación, tanto del Legislativo como del Judicial, era una práctica hasta celebrada. El presidente de la República era entonces el poder que apabullaba a los demás. Todo ocurría a su derredor y de su voluntad derivaba el reparto de bienes, penas, servicios o justicia. Lo más grave, es la sofocante dependencia que se llega a vivir por el asfixiante y autoritario mando dictado de los grupos de poder.

Muchos de los sistemas establecidos, han caído bajo los grupos de presión. Todos accionando entre bambalinas. Esta “normalidad aceptada y actuante”, ocurre cuando los grupos llegan a acumular enormes riquezas, dominio sobre grandes empresas, que llegan a ser inaceptables. Entonces, no hay manera de evitar que el sistema completo se convierta en una plutocracia hecha y derecha. Tal es la efectiva descripción, del sistema tan presumido de equilibrios en Estados Unidos. Los que ahí mandan son los donantes, los herederos, los grandes especuladores, los directores ejecutivos que se han encaramado en la cúspide de las empresas. Todo lo demás, entonces, gira alrededor de sus mandatos y caprichos, pero, en especial de sus intereses.

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El sistema mexicano, digamos unos cinco años atrás, operaba bajo similares condicionantes. La política se hacía y guiaba con estas graves realidades. La mayor parte de los ciudadanos no participaba y menos aún recibía los beneficios por sus contribuciones. De esta realidad deriva la imperiosa necesidad que se pueda hablar de democracia. Entendida ésta, como arreglo que tiende a dar, a cada quien lo que requiera y corresponda.

No es factible imaginar que aceptar la injerencia o el dominio de los grupos de presión en la toma de decisiones sociales y políticas conllevará a un reparto equitativo o justo de los bienes y, en particular, del bienestar popular.

El actual gobierno mexicano, desde el inicio de su mandato ciudadano optó por la separación tajante, del previo arreglo metódico imperante. Se tuvo que tomar la alternativa de buscar la senda de un gobierno soberano. Y no sólo eso, sino que se usara tal capacidad para atender a los que habían sido marginados.

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Todavía ronda con dolor y escozor en el ámbito opositor sobre el manejo del conjunto de obras estratégicas para incluir al sureste en el balance participativo. Situación que, también, fue sentida como “arbitraria omisión” y de ahí las descalificaciones continuas.

La independencia conseguida entre lo público y lo privado y la verdadera división de poderes debe continuar para el bien de todos.


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