Porque al final, el amor que tendrás será igual al que hayas dado a los demás
Era un buen viejo. Tenía 94 años vividos entre el trabajo, la familia y la esposa; era de esos señores de la época anterior que sabía ser fiel y aguantaba, estoicamente, todo lo que sucedía alrededor de su matrimonio con una mujer de no fácil carácter. Como los de antes, que no son parte de las estadísticas del machismo porque decidieron no tener actitudes de machos ni formar parte del patriarcado. Fue al revés, vivían un matriarcado acérrimo donde en la casa, la calle y la educación de los hijos se hacía lo que la mujer mandaba y él lo aceptaba con feliz resignación y alegría porque “ésa es la mujer que me tocó”, decía sin dolor.
Nunca se le conoció infidelidad alguna; siempre se le encontraba en su oficina o en su casa; se le conocía el camino que recorría de ida a su negocio y de regreso al hogar, sin sabérsele desvíos o desapariciones misteriosas ni por minutos; ¡vaya!, ni para comprar el periódico, cigarros o algún dulce.
Tenía una sonrisa bondadosa que mostraba sus dientes lustrosos y naturales. Su mirada tierna y apacible, su caminar ágil y elegante, fue su identidad hasta que los años le hicieron caminar despacio. De figura delgada, así se mantuvo hasta el final.
Con la muerte de su esposa el año pasado por enfermedades propias de la edad, se le vio triste: fue la única mujer con la que convivió a su modo, por más de 70 años. Al partir ella, se sintió huérfano, sin ancla y sin alas.
La brecha generacional cobró su alta cuota y sus hijos ocupados con sus familias y actividades no supieron qué hacer con él ni con su tristeza, hasta que a alguien se le ocurrió acudir a un centro de día para adultos mayores, para que se acompañara con otros de su generación y poder ser atendido por personal especializado.
Y funcionó: lo llevaron de visita con personas de su edad, se identificó, se adaptó y no faltó la dama guapa, elegante, afable y tierna que se le acercó para ofrecerle, después de comer, una tacita de té de menta sin azúcar. Él aceptó y ella con dulzura le dijo que si quería otra, con mucho gusto se la servía.
El hombre quedó prendado. Cuando su hijo fue a recogerlo esa primera vez, lo vio cambiado: se había acomodado el cuello de la camisa sobre el suéter en señal de buen vestir y coquetería, su caminar volvió a ser ágil y pulió sus modales más distinguidos. Su hijo le inquirió cómo le había ido y al ver la luminosidad de sus ojos y su amplia sonrisa, le pareció que la pregunta era necia; lucía feliz y que volver al día siguiente, no sería problema.
A la mañana siguiente lo escucharon temprano bañarse y vestirse, cosas que podía hacer bien y de manera independiente. A las 10 de la mañana ya estaba listo para desayunar y partir a su segunda visita. Lo llevaron y cada vez que iban por él vieron que su actitud mejoraba día a día, por lo que le propusieron que si quería quedarse un fin de semana para probar dormir ahí una noche; lo que aceptó gustoso. Lo llevaron con su maletita para una muda que él cargó con elegancia y agilidad en una mano para que la mujer que le llenó la mirada, y viera llegar y lo percibiera guapo e independiente.
Después de ese fin de semana no lo pudieron sacar más de ahí. “Es que me gusta una señora, –le dijo a su hijo–, y me quiero quedar aquí. ¡Si vieras como me trata!”
Pasaron meses y el viejo sonreía, platicaba, reía, le brillaba la mirada, se acicalaba el cabello, cortaba y limpiada sus uñas pulcrísimas y salía de su cuarto bien prendidito y oloroso, con zapatos recién lustrados por su asistente. Se le acabó la tristeza, la obediencia, el silencio y la sombra. Recuperó su claridad, su brillo, su natural amabilidad y coquetería, su independencia y gracia, su alegría. ¡Recuperó sus alas y su capacidad de volar!
Así lo voy a recordar: porque al final el amor que tendrás será igual al que hayas dado a los demás.