Por Hipólito Rodríguez
La Jornada Veracruz
Según Fernando Escalante Gonzalbo, en su breve ensayo titulado El peso del pasado (2023), la clase política mexicana necesita ciertos márgenes de impunidad. Según el sociólogo, esta dependencia no es difícil de explicar: “La clase política necesita margen para negociar, necesita poder articular, ordenar, y con mucha frecuencia necesita negociar el incumplimiento selectivo de la ley para su clientela, disponer de recursos públicos con alguna flexibilidad y contar con garantías de una razonable impunidad para todo ello, en caso de que sea ilegal”.
De ahí, a juicio de Escalante, que la clase política busque controlar los sistemas de justicia. Para gobernar, la clase política requiere, con relativa frecuencia, apartarse de la legalidad, y para ello es fundamental contar con algún margen de impunidad. El marco jurídico no permite múltiples usos de los recursos públicos; sin embargo, los miembros de la clase política acuden con frecuencia a opciones que transgreden ese marco. La impunidad es una opción regularmente solicitada por la clase política para ejercer libremente el poder. En 2017 escribí un ensayo, “Interpretaciones en torno a la corrupción en México. Notas para salir del laberinto”, donde daba cuenta de las diversas lecturas que el fenómeno de la corrupción había suscitado en nuestro país. La propuesta de Fernando Escalante Gonzalbo era tal vez la más interesante y completa (el lector interesado puede leer el citado texto en https://clivajes.uv.mx/index.php/Clivajes/article/view/2390).
La corrupción es, en los hechos, una forma de transgresión de la legalidad: se desvían los recursos públicos de su destino aprobado por las leyes. El poderoso usa los fondos públicos para financiar sus campañas políticas o electorales, distrae los financiamientos aprobados por nuestra legislación para adquirir bienes o promover actividades que no se justifican en los presupuestos aprobados por los legisladores. Así se atienden demandas sociales, se construyen clientelas y se generan deudas con actores diversos —líderes de colonias, empresas de construcción, sindicatos— o se desactivan conflictos políticos. En los hechos, hay un uso discrecional de los fondos públicos: la clase política los emplea como si fueran su patrimonio personal. Eso explica lo que, paradójicamente, nombramos como “enriquecimiento inexplicable”: mansiones, medios de transporte (automóviles, aviones, yates), fondos de inversión, empresas, regalos y un largo etcétera.
Muchos miembros de la clase política han convertido en un arte la habilidad de eludir el marco legal para realizar este tipo de prácticas. Son pillos con inteligencia jurídica y han aprendido a disfrazar o enmascarar sus trácalas. Sus fortunas se han configurado tras años de una gestión que ha sabido simular el cumplimiento de las leyes; en la práctica, han hurtado a la ciudadanía que paga impuestos los fondos con los que han construido sus negocios. Ese robo ha hecho posible que, sexenio tras sexenio, y en cada ciclo municipal, tengamos una nueva camada de millonarios. La acumulación de capital que así se constituye no es una empresa individual: implica una red compuesta por contadores, abogados, jueces y ministros; una red de cómplices que ayudan a evitar las sanciones de la ley y permiten el traslado y lavado de los fondos, siempre contando con operadores que ocultan a los verdaderos dueños del dinero hurtado.
En México, lo singular del momento actual es que, para poder reformar el sistema de justicia —institución clave en esa red de cómplices que lubrica y hace posible la corrupción sin pena ni castigo—, se ha acudido a un procedimiento que precisamente es nuestro interés desactivar: la posibilidad de la impunidad.
En otras palabras, como todos a estas alturas sabemos, nos faltaba el voto de un senador para aprobar la reforma de ese poder que, entre otras cosas, ayuda a lavar y perdonar el pecado de los dineros mal habidos. ¿Cómo conseguimos ese senador? Haciéndole saber que era posible arrebatarle la impunidad. Así, el nuevo sistema judicial parece nacer con los mismos procedimientos que justamente se propone desactivar con la reforma. La paradoja retrata perfectamente al sistema político mexicano que queremos dejar atrás. Aquejado de un mal largamente incurable, el sistema invoca el fantasma de la impunidad para avanzar en su pretensión de exorcizarlo.
Nuestro país no está solo en este tipo de paradojas y desaguisados. La globalización ha hecho visible que ese tipo de prácticas proliferan en todos los continentes. No hay que ir muy lejos para comprobarlo. Nuestro vecino del norte observa cómo su clase política —en particular uno de sus candidatos a la presidencia— busca eludir los tribunales usando precisamente su acceso al poder ejecutivo para desactivar el peso de la ley. En Europa —en particular en España— no es raro que los magistrados se rehúsen a renovar sus estructuras para seguir sirviendo a las corrientes que se benefician de ellos para promover sus intereses, muchas veces inconfesables.
La necesidad de sancionar a los funcionarios públicos que hacen carrera medrando sobre los presupuestos ha hecho imperioso contar con mecanismos que realmente hagan viable la vigencia, sin excepción, del estado de derecho y el castigo a la delincuencia de la burocracia política. La reforma de los sistemas de justicia no debería prestarse a esta clase de regateos. Las sanciones que el estado de derecho considera necesarias para corregir a esos integrantes de la clase política que se han enriquecido al margen de la ley deben aplicarse.
La Jornada Veracruz