A las 12 en punto de la tarde, cuando el sol comenzaba a rendirse detrás de los volcanes, la campana María rompió el silencio de la Catedral de Puebla. No fue un repique festivo. Tampoco fue el eco de los domingos de misa. Fue un toque fúnebre, denso, solemne. Un lamento metálico que bajó desde las alturas para decir lo que muchos todavía no alcanzaban a procesar: el Papa Francisco había muerto.
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La noticia, confirmada horas antes por El Vaticano, cayó como un susurro en los portales del Centro Histórico. Algunos ya lo sabían. Otros lo intuían por el movimiento inusual en torno a la Catedral. Pero fue el tañido de María lo que lo confirmó para todos.
El sonido se extendió por las calles empedradas, por los patios coloniales, por las cocinas donde las mujeres hervían el maíz o tejían silencios.
Y entonces salieron. No hubo convocatoria. No hizo falta. La muerte de su Pontífice convocó por sí misma. Las primeras en llegar fueron mujeres mayores. Cubrieron sus cabezas con mantos y mascadas. Algunas venían solas, otras de la mano de sus nietas y esposos. Dejaron tortillas en el comal, oficios sin concluir, preocupaciones en pausa. Había que orar.
Frente a la Catedral, el zócalo se convirtió en un altar espontáneo. Una mujer encendió una vela. Otra le siguió. Para cuando el repique de la campana concluyó su primer ciclo, ya eran decenas las que ocupaban las jardineras, las bancas, los escalones del atrio. El murmullo de los rezos comenzó a crecer, como si el sonido de María hubiera abierto una grieta por donde se filtraba la fe.
El repique era lento. Tres segundos entre cada golpe. Sordo, profundo. Vibraba en el pecho. Se sentía más que se escuchaba. No era solo una señal de luto. Era también una invocación. Una forma de decir que la comunidad católica acompañaba, que Puebla también lloraba al Papa.
“Venía a comprar un pantalón y escuché la campana. Supe que era por él”, dijo Teresa, vecina del barrio de San Francisco. “Sentí que debía venir. Como cuando muere alguien muy cercano, aunque no lo hayas conocido de cerca”. La creyente cargaba un rosario de cuentas de madera, gastado por los años. Lo deslizaba entre sus dedos mientras murmuraba un padrenuestro. A su lado, una joven —su nieta, quizá— miraba la torre norte, de donde colgaba la campana que en ese momento era el corazón doliente de la Puebla levítica.
La campana María no repica todos los días. Forjada en el siglo XVIII, es la más grande de la Catedral. Solo se mueve para anunciar hechos extraordinarios: la muerte de un Papa, una guerra, una canonización. Esta vez, su voz tenía la tristeza de la pérdida y el eco de un ciclo que se cerraba.
El repique duró cuarenta minutos. En ese lapso, el número de asistentes creció. Se sumaron jóvenes, hombres, familias enteras. Algunos venían a misa en otros templos y, al escuchar la campana, cambiaron de rumbo. La procesión no fue organizada, pero sí armónica. Era como si la ciudad supiera qué hacer.
No hubo discursos. No hubo altavoces. Solo el tañido, los rezos, y el sonido de los pasos sobre la piedra. Algunos llevaron flores. Otros, fotografías del Papa. Unos más, simplemente, se arrodillaron y guardaron silencio. La escena tenía algo de antiguo, de esa religiosidad popular que no necesita rituales codificados para volverse sagrada.
Adentro de la Catedral, las luces estaban encendidas. Los vitrales devolvían reflejos tenues. Algunos sacerdotes caminaban entre los bancos, en silencio. Preparaban lo que sería una misa especial. Pero afuera, la verdadera liturgia ocurría sin palabras: en los ojos húmedos, en las manos unidas, en la vela que alguien pasó a otra persona sin decir nada.
La muerte del Papa había cruzado océanos y llegó a Puebla no solo por los medios y las redes, sino por el tañido de una campana que conocía bien su papel. María, suspendida entre el cielo y la tierra, marcaba el ritmo de la despedida. Cada golpe era un adiós. Un reconocimiento. Una plegaria.
María de los Ángeles, costurera del barrio de Xanenetla, llegó casi al final del repique. “No quería venir sola, pero sentí que tenía que venir aquí”, dijo. Tenía las manos ásperas, los ojos claros. “No sé si fue un gran Papa, no soy quien para juzgarlo”.
A su lado, otra mujer asentía. “Decía cosas que entendíamos. Que había que cuidar a los pobres, que no se podía vivir con egoísmo. Eso lo escuchaba mi abuelita, y ahora lo escucho yo”.
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Las palabras flotaban en el aire mientras el repique llegaba a su fin. El último golpe fue más pausado. Y luego, nada. Solo el eco. Solo el silencio.
La campana dejó de sonar. Pero nadie se fue de inmediato. El atrio permaneció con fieles por un tiempo. Algunos siguieron rezando. Otros encendieron más velas.
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