La medicina, como toda profesión, está llena de acontecimientos tan sorprendentes como impresionantes. Por supuesto el ingenio puede aderezar las historias agregando detalles que no necesariamente son reales; pero la vivencia y los hechos vinculados con la salud, en la medida en la que recrean situaciones con una esencia que literalmente puede competir con la ficción, nos lleva por terrenos extraordinarios y conmovedores.
El pasado 30 de abril se conmemoró un suceso admirable. Corría el año de 1961 cuando el médico cirujano ruso Leonid Ivánovich Rógozov (1934 – 2000), participaba en la sexta Expedición Antártica Soviética organizada por el Comité Soviético de Investigación Antártica de la Academia de las Ciencias de la Unión Soviética. Con 13 investigadores que integraron la base Novolázarevskaya, Rógozov era el único médico cirujano que componía el equipo.
Durante la mañana del 29 de abril, inició con síntomas abdominales agregándose náuseas, malestar general, fiebre y dolor que fue incrementando gradualmente en la parte inferior derecha abdominal, que en términos médicos se denomina fosa iliaca derecha. Para el siguiente día, logró establecer un cuadro clínico compatible con una peritonitis cuya causa más probable era la inflamación del apéndice cecal. La base de investigación más cercana (Base Mirni) se encontraba a 3074 kilómetros de distancia y por las severas condiciones meteorológicas que impedían el despegue y aterrizaje de cualquier aeronave, no había posibilidades de sobrevivir, a menos de que se operara a sí mismo, es decir, una autocirugía.
Con una valentía indescriptible y con ayuda de la anestesia local que él mismo se infiltró (pues debía de estar consciente de lo que haría), alrededor de las 10 de la noche inició el procedimiento ayudado por un mecánico de tractores y el meteorólogo, con una asistencia en la que le daban los instrumentos quirúrgicos y le colocaban un espejo para que pudiese visualizar áreas que estaban fuera de su alcance visual. Existen imágenes fotográficas que muestran a Rógozov en una posición semirreclinada con el abdomen abierto y sus manos manipulando su interior. Cerca de la medianoche terminó la operación. Inmediatamente al otro día, comenzó una franca mejoría, posteriormente con el retiro de los puntos de sutura, una semana después y la reanudación de sus actividades 14 días después.
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Curiosamente este no es el único caso documentado en la historia de la medicina.
Evan O’Neill Kane (1861 – 1932) fue un médico cirujano norteamericano quien, para demostrar las ventajas y bondades de la anestesia local, en 1921 se removió a sí mismo el apéndice, evitando la anestesia general, que en ese entonces era tan rudimentaria como peligrosa pues esta área de la medicina apenas estaba en una etapa de desarrollo y experimentación, con un alto nivel de toxicidad de los fármacos (esencialmente cloroformo y éter), además del riesgo de desencadenar graves problemas respiratorios, disminución de la presión arterial, peligro de despertar en el transcurso del procedimiento y una serie de efectos secundarios difíciles de controlar como náuseas, vómitos, confusión, delirio y otras secuelas indeseables. Pero su historia no terminó con tal hazaña, pues en 1932 se realizó una segunda autocirugía aún más arriesgada cuando a la edad de 70 años, se reparó una hernia inguinal, también con anestesia local.
En agosto de 1944, Robert Kerr “Jock” McLaren (1902 – 1956), quien era un soldado con conocimientos de medicina veterinaria, formando parte del ejército australiano se realizó una apendicectomía sin anestesia y utilizando únicamente una navaja y un espejo, en plena selva, utilizando “fibras naturales” para suturarse simplemente con lo que tenía a la mano.
Bien, pues México también cuenta con un caso documentado, realmente increíble, realizado por Inés Ramírez Pérez (1960), una mujer que alcanzó la fama mundial al practicarse una cesárea a sí misma, mientras su marido se encontraba bebiendo en una cantina y la partera más cercana estaba a unos 80 kilómetros de distancia.
A la medianoche del 5 de marzo del año 2000, después de un trabajo de parto de 12 horas sin progresar, Inés se sentó en un banco. Ingirió unos tragos de alcohol y utilizando un cuchillo de cocina, se realizó un corte diagonal en el abdomen hasta alcanzar el útero y de esta manera, sacar a su hijo vivo. Una vez que cortó el cordón umbilical con unas tijeras, se desmayó por un tiempo indeterminado. Cuando recuperó el conocimiento, presionando su abdomen herido, le pidió a su hijo de 6 años llamado Benito que buscara ayuda. Horas más tarde, Don León, un vecino del pueblo llegó encontrándola viva a ella y a su bebé. Le suturó la herida de 17 centímetros, también sin anestesia y la trasladó al hospital más cercano, donde fue examinada por dos obstetras quienes incrédulos corroboraron que ambos se encontraban bien, proporcionando tratamiento y seguimiento a lo que conlleva una atención en esas condiciones precarias de una cirugía.
Hay muchos otros casos de autocirugías, todos registrados en la historia como éxitos sorprendentes; sin embargo, efectivamente hay muchos fracasos que no están documentados. Realidad mezclada con fantasía, lo cierto es que la habilidad quirúrgica se genera con experiencia, aunque también es definitivo que la pasión por resolver un padecimiento o urgencia, se opaca y se pierde con la tristeza generada por la frustración terapéutica y en la medicina, desgraciada y afortunadamente, abundan de las dos.
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