Viernes, abril 19, 2024

Identidades

Esta semana participé en el Congreso “La Semiosfera de Yuri Lotman”, celebrado en Tartú, Estonia, con motivo del aniversario número 100 del natalicio del afamado semiólogo ruso. Hace unos meses que planee mi participación con algunos colegas en el congreso, decidimos armar una mesa para abordar un tema específico y la llamamos así: “Semiosfera, conflicto e identidad”. Nuestro interés era exponer la forma en que se construyen las identidades a nivel simbólico, sean nacionales, locales o regionales, así como los conflictos que se derivan de ellas. Y decidimos hacerlo a partir varios de los conceptos acuñados por Lotman a lo largo de su trayectoria en la Universidad de Tartú, allá por la época de la Unión Soviética, especialmente su idea de la Semiosfera. Para explicar este concepto, acudo a las palabras del semiólogo ruso en su clásico ensayo “Acerca de la Semiosfera”, publicado en el libro La Semiosfera, volumen I: “El camino recorrido por las investigaciones semióticas durante los últimos veinte años permite tomar muchas cosas de otro modo. Como ahora podemos suponer, no existen por sí solos en forma aislada sistemas precisos y funcionalmente unívocos que funcionan realmente. La separación de éstos está condicionada únicamente por una necesidad heurística. Tomado por separado, ninguno de ellos tiene, en realidad, capacidad de trabajar. Sólo funcionan estando sumergidos en un continuum semiótico, completamente ocupado por formaciones semióticas de diversos tipos y que se hallan en diversos niveles de organización. A ese continuum, por analogía con el concepto de biosfera introducido por V. I. Vernadski, lo llamamos semiosfera”. En términos semióticos, al interior de esa semiosfera, existe una lógica simbólica y  se puede desarrollar la semiosis, es decir, puede existir relación entre significado (La cosa) y significante (el nombre con el que se designa). Como, por ejemplo, una superficie plana con cuatro patas y la palabra “mesa”. Siguiendo con la teoría de Lotman, fuera de la semiosfera, esta relación no tendría sentido. Por ejemplo, si viajamos a Estados Unidos, la misma superficie con patas se llamaría “table”. Dichas semiosferas son producidas por las culturas a lo largo de su historia y de manera cotidiana, no necesariamente por el acuerdo de “sabios” o de una academia determinada. Hasta aquí la cosa parece muy simple: en el ejemplo que vimos, podemos pensar que existe una semiosfera que podemos denominar México y otra que llamamos Estados Unidos, cada una con su cultura, lengua y sentido; cada una con sus fronteras, espacios nucleares y periferias (a nivel simbólico y real) y que están en constante contacto con el “otro lado”. Visto así, la cosa, como he dicho, resulta sumamente sencilla. Sin embargo, cuando hablamos de identidad y su formación, la cosa se complica mucho más, como iremos viendo.

¿Qué sucede si el concepto designa algo que podemos denominar “lo propio” y eso que es propio, no lo es en otro lugar? Eso nos lleva a la diferencia, noción que ha sido sumamente mal entendida en los últimos años al relacionarla con la segregación, el racismo, el clasismo y tantas lacras surgidas de la modernidad. La diferencia debe existir como una categoría sustentada en el respeto y la libre determinación. Nadie construye su identidad sin tener en claro la diferencia, es decir, “nosotros” y “los otros”. En principio, es simplemente la identificación de lo que somos, frente a lo que no. No podemos describirnos, no podemos entendernos, sin la presencia de los demás, siempre en la idea de que somos entes sociales y que nos estructuramos en ese sentido. Como diría Bajtín, es un “privilegio” no ser el otro. “Porque solo al otro se lo puede abrazar, rodear por todas partes, tocar amorosamente todas sus fronteras: la frágil finitud, la perfección del otro, su ser- aquí- y- ahora son intrínsecamente aprehendidos (de asir) por mí y cobran forma con el abrazo; en este acto el ser externo del otro alcanza una nueva vida, adquiere cierto sentido nuevo, nace en un nuevo plano del ser”. Todo esto no señala más que la enorme belleza de no ser el otro, así, puesto en cursiva y en negritas. En efecto, es terriblemente hermoso sabernos fuera del otro, sabernos otros y no poseer al otro, sino contemplarlo; saber que su mera existencia confirma la mía como otro ente. Y eso debería bastar; el asunto es que no. De hecho, desde que la modernidad se instala en el mundo con su supuesta universalidad, para el pensamiento dominante, el otro es una amenaza; de hecho, el otro, debe ser transformado en yo, cuestión dramática por dos vías: primero, por la imposibilidad de que eso suceda y, segundo, por la trampa implícita en lo anterior: los que dominan ese pensamiento “universalizador” saben que nunca cumpliremos con sus exigencias, pero subsisten a costa de nuestros fútiles esfuerzos por lograrlo -y claro, de la ingente cantidad de cosas e ideas que nos compramos para ser como ellos-. Por supuesto, no quieren que los otros se transformen en ellos, sino en una burda imitación de éstos eternamente subordinada a ese pensamiento dominante en una suerte de deseo aspiracional que jamás ha de cumplirse. Partiendo de esta premisa decidimos desarrollar esta mesa sustentados en el concepto de Semiosfera que, permítaseme la rústica simplificación, representa ese “nosotros” que dialoga constantemente con otras semiosferas que representan a los “otros” y que, no es otra cosa, que el sistema de las culturas. Y el intercambio entre semiosferas, lo que determina el fluir del propio sistema y el continnum semiótico que implica el cambio cultural, es maravilloso cuando nos percatamos que existe y que responde a los ritmos que el sistema le imprime. Empero, cuando el cambio es impuesto, cuando responde a procesos traumáticos y violentos, tal como la anexión de un territorio por otro, vía la conquista o por estratagemas diplomáticas o por matrimonios entre las elites, se puede perfectamente esperar el conflicto.

Justo en este sentido es que se dio el intercambio en este panel, en el de las identidades y los conflictos derivados de la imposición. En efecto, Franciscu Sedda, investigador de la Universidad de Cagliari en Cerdeña -isla perteneciente a Italia que lleva exigiendo su autodeterminación desde hace muchos años-, reflexionó con nosotros, desde Lotman, sobre la auto- descripción, que no es otra cosa que la forma en que una cultura se percibe a sí misma frente a los demás. Claro, Cerdeña tiene lengua -sardo en algunas partes, catalán en otras-, tradiciones, cultura y un largo etcétera, pero para los intereses italianos no es suficiente para reconocer su autonomía. En un sentido muy similar habló Eduardo Chávez Herrera, mexicano afincado hace años en el País Vasco, no sólo de la identidad de ese lugar -que para ellos no es España como ha quedado claro después de numerosos movimientos e iniciativas autonomistas- sino de las marcas que hay de la misma en el lenguaje y su presencia en el mundo visual de la vida cotidiana. Laura Gherlone (argentina) y Pietro Retaneo (italiano), propusieron una óptica multiperspectivista que nos lleve a reconocer la realidad vertical horizontal en las relaciones entre diferentes semiosferas. Laura enfatizó por su parte que la propuesta lotmaniana se centra en la crítica a los universalismos traídos por la modernidad y el pensamiento europeo, lo que lo hermanan con las propuestas decoloniales de pensadores como Walter Mignolo, Anibal Quijano y varios otros que he venido citando en columnas recientes. En efecto, como resultado de las conquistas de nuestro continente se ha dado la imposición del modelo europeo de pensamiento que nos ha llevado a la cancelación del otro -que fuimos nosotros- por la imposición del yo europeo. Algo similar sucedió con Rusia y muchos de sus vecinos, por lo que vale preguntarse qué tanto esas latitudes pertenecen a Europa y qué tanto son parte de la periferia como lo somos nosotros. Finalmente, en un sentido similar al de Gherlone y Retaneo, yo me centré en la presencia de elementos de identidad en textos coloniales mayas yucatecos y k’iche’, como los libros de Chilam Balam (entre ellos el de Chumayel), el Popol Vuj y el Rabinal Achí y sus implicaciones en la construcción de la identidad de esos pueblos, desde el periodo colonial. Estas comunidades han vivido, igual que toda América, la imposición del modelo de pensamiento que Gherlone y Retaneo exponen y, en una clara resistencia, han decidido conservar en formatos orales, escritos y escénicos (como la danza y la representación) elementos fundamentales de su cultura, materiales e inmateriales de los que los textos mencionados son fiel muestra. Incluso, se convierten en una especie de representación de la cultura misma, como afirma Lotman: “En este caso el texto no interviene como un agente del acto comunicativo, sino en calidad de un participante en éste con plenos derechos, como una fuente o un receptor de información. Las relaciones del texto con el contexto cultural pueden tener un carácter metafórico, cuando el texto es percibido como sustituto de todo el contexto, al cual él desde determinado punto de vista es equivalente, o también un carácter metonímico, cuando el texto representa el contexto como una parte representa el todo”. Un claro ejemplo de lo anterior es pensar que el Popol Vuj simboliza a toda la cultura k’iche’. La identidad en general funciona de esa manera, pues algo análogo podemos verlo con la lengua euskera que se habla en el País Vasco o con el sardo que se habla en Cerdeña: ambas pueden encarnar a esas culturas de manera que, si se pierden, también lo harían ellas. Como se ve, la existencia de un panel como este en un congreso dedicado a un concepto tan importante como la semiosfera de Lotman era fundamental, pues no sólo muestra la aplicación de esa teoría semiótica -al final comprueba que aquello que acontece en el mundo simbólico, también lo hace en el “real”-, sino que también se presenta como una manifestación desde la academia del respeto del otro, que también piensa y que también tiene derecho a ese estatuto de persona que la modernidad y el pensamiento dominante tanto han buscado desaparecer.

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