Viernes, octubre 11, 2024

Historia de un cartel

“Antonio Lomelín, desde 1967 cuando tomó la alternativa, se había venido sosteniendo con triunfos esporádicos, más relativos a torero de taleguilla bien ajustada, a su bien ganada fama de valiente, pero sin haber dado nunca un campanazo fuerte hasta esta temporada” (Medina de la Serna, Daniel. Plaza México: Historia de una Cincuentona Monumental. Edit. Bibliófilos Taurinos de México A. C. p. 605). De esta manera abordó el más reconocido biógrafo del coso de Insurgentes su análisis de la temporada de 1979-80 en el colosal embudo, marcada por el predominio cada día más evidente de Manolo Martínez, quien al parecer acogió de buen talante la novedosa presencia estelar del acapulqueño Lomelín con tal de refrescar el interés de la gente, que les había perdido la fe a Eloy Cavazos, Curro Rivera y Mariano Ramos, durante tres lustros los rivales “naturales” del mandón.

Lomelín tenía en su haber la hazaña, ya casi olvidada, de sus triunfos en las isidradas de 1970 y 71, cuando en apenas tres tardes cosechó seis apéndices y salió dos veces en hombros de la plaza de Las Ventas. Pero no volvió a España, interrumpida su segunda campaña allá por un cornadón en Tijuana que por poco le perfora el hígado, sangriento recordatorio de que, en realidad, había sido siempre carne de toro. Yo mismo vi caer a Antonio de novillero, en Puebla, una tarde de mayo de 1966 en que tuvo la apoteosis de su vida el chihuahuense Leonardo Manzano, que pudo y debió ser gente en esto porque arte tenía de sobra. Y una de las cornadas más graves registrada en los anales de la México se la infligió a Lomelín el cárdeno “Bermejo”, con exteriorización del paquete intestinal e inminente riesgo de muerte, burlada por la pericia del cuerpo médico de la Monumental (16.02.75). Su victimario procedía de Xajay, precisamente la ganadería que, alternando a tres y tres con Los Martínez, estaba anunciada para el penúltimo festejo de la temporada 1979-80 en el gran embudo. Chocarían mano a mano los triunfadores del ciclo: Manolo Martínez y Antonio Lomelín. Éste venía de propinarles serio repaso a los dos regiomontanos –Martínez y Cavazos– en la disputa de un Estoque de Oro que ese año se dirimió en terna: desorejó Antonio a su primero de Reyes Huerta, “Bambino”, y al otro, “Bien nacido”, lo “indultó” arbitrariamente, pues ante la negativa del juez a conceder el perdón que el acapulqueño solicitaba, decidió dejar que sonaran los tres avisos para que el terciado ejemplar regresara vivo al corral (16.03.80).

Lógicamente, Lomelín acaparó la atención pública con tan excéntrico proceder. Era evidente que, además de haber adquirido confianza y sitio, estaba luciendo un estilo mucho más refinado de lo habitual. Martínez, por su parte, venía de cortar un par de rabos –entre ellos el del indultado “Amoroso” de Mimiahuápam (23.12.79)– y aun contando algunas tardes en que lo dominó la mandanga, era sin discusión el amo del cotarro. Tanto que, con éste del 30 de marzo del año 80, cumplía su octavo contrato de una temporada en la que se celebró la corrida número 500 en la historia de la Plaza México, naturalmente con el regiomontano como base del cartel y triunfador de la tarde (09.03.80).

Pero ese cálido domingo de primavera, quien dio la nota grande fue el arrojado lidiador al arrullo del oleaje acapulqueño. En estado de gracia, Antonio no dejó pasar momento alguno sin mostrarse tan artista como valiente, puesto y dispuesto como nunca. Sus atrabancadas prisas de tantas ocasiones dieron paso a un toreo de sosegada plasticidad, sin que la cercanía de las astas alterasen su serenidad ni ensuciaran la limpieza de sus trazos. Y este Lomelín desconocido tuvo la fortuna de encontrarse con dos estupendos toros -de Xajay, como aquel “Bermejo” que casi lo mata-. Con el sexto, un colorado careto y rebarbo llamado “Luna Roja”, iba a bordar la faena soñada.

Lomelín no necesitó que “Luna Roja” descubriera sus atributos de bravo para recibirlo con verónicas de escándalo. Y, a la salida del primer puyazo, citarlo desde largo, al mejor estilo de Manuel Martínez, para bordar un quitazo por chicuelinas. La gente estaba con él, pero esta vez no sólo en reconocimiento a su entrega habitual sino ante la revelación de un torero que, lance a lance, par tras par y pase a pase, estaba entrando por una puerta ancha y luminosa a la historia grande del coso de Insurgentes. Y es que, a sus tres preciosos pares de banderillas –dos cuarteos y uno superior de poder a poder–, les siguió una trama perfecta de toreo macizo y puro, sin que por ello el brioso sello personal del de Acapulco sufriera mengua. Las tandas de derechazos y naturales alcanzaron tanta vibración como las manoletinas finales, las últimas tres mirando al tendido y dibujando ese muletazo de mero adorno con el aplomo de quien se sabe dueño de la situación, del toro y de su propia expresión torera. Dudó en entrar a matar porque otra cosa pedía el vocerío, pero cuando se decidió fue para confirmar que seguía siendo el matador a volapié más puro y contundente de su generación.

“Fue un toro extraordinario, me he encontrado con él y ha sido la mejor faena de mi vida”, declaró Lomelín, entrevistado por el cronista de Excélsior Alfonso López, que acostumbraba reproducir textualmente en el diario las palabras que recogía su grabadora, pronunciadas, en este caso, mientras el triunfador era izado en hombros para recorrer en tumulto primero el ruedo y después las calles aledañas a la Monumetal. (Excélsior, 31 de marzo de 1980)

La prensa, unánime. “De figura de postín se consagró Lomelín”, cabeceó su crónica en el Novedades el siempre puntilloso Carlos León. Y Javier Lozada, el otro relator del mismo diario, no se quedó atrás: “Mano a mano de colosos y apoteosis de Lomelín”, fue su encabezado, en tanto José Alameda utilizaba un símil deportivo (“Se voló la barda Lomelín”) para describir el portento; en el cuerpo de su crónica se pudo leer: “Con la muleta ligó y templó como nunca lo había hecho. Inspirado y torero, derrochó sentimiento , hasta lograr repetir muletazos de vuelta entera, embriagándose él y embriagando al público, en la faena más grande de su vida (…) Pero… cuando un sector empezó a pedirle que no matara, le faltó a Lomelín la entereza del torero y del lidiador, lo que debemos llamar conciencia taurina, para entrar a matar a su debido tiempo. (…) La verdad es que lo hizo cuando el toro ya estaba “pasado de faena”, quedándose corto y saliendo distraído. Se expuso a haber fallado. Si no le aconteció es porque tiene una gran clase de matador. Logró otro volapié cumbre. Y le dieron las orejas y el rabo. Y lo levantaron a hombros.

Ahí está otra gran figura de este México taurino, productor de figuras sin cesar. Un torero completo y largo, de los que se dan pocos. Bueno con el capote. Sensacional en banderillas. Gran muletero. Y un titán con la espada”. (El Heraldo de México, ídem)

Carlos León comparte el mismo parecer: “Sabíamos que era un diestro dramático, todo corazón, pero ha llegado a un plano en que todo lo hace con inspiración y espontaneidad, sin que pueda preverse qué es lo que va a realizar. Y así deslumbró a la multitud que, enloquecida como pocas veces, parecía no dar crédito a lo que estaba ocurriendo en el redondel. En su tarde consagratoria, que lo coloca como figurísima, había estado estupendo con “Juguete” (…) para llevarse la primera oreja. Luego, con “Arlequín” de Los Martínez, desde el saludo riñonudo con faroles de rodillas hasta la estocada fulminante mantuvo el alboroto (Pero) lo que hizo con “Luna Roja” de Xajay me declaro incapaz de reseñarlo, porque la improvisación llegó a lo sublime y pocas veces, como ahora, la plaza ha sido el más definitivo manicomio de espectadores enloquecidos ante lo portentoso. Y ya se estaba repitiendo el numerito de solicitar el indulto del noble castaño, como si no tuviera enfrente un señor matador de toros (…) Pero el de Acapulco se volcó sobre el morrillo y rubricó su actuación impresionante con impecable volapié. Las dos orejas, el rabo, el paseo triunfal en hombros y el regusto del buen aficionado por haber saboreado el nacimiento de otro gran artista del espectáculo incomparable”. (Novedades, ídem)

Dos orejas a Manolo. El de Monterrey se mantuvo en su sitio con el lote flojo del reparto. Poco hizo con los dos de Xajay, que acabaron sus días aplomados y soseando, triste premonición de lo que, andando el tiempo, iba a ser el post toro de lidia mexicano que tanto contribuyó a crear el propio Martínez. Pero el tercero de la tarde, “Siempre Sí” de Los Martínez, le gustó para irle dando confianza hasta meterlo en su muleta y bordarle una faena de menos a más en la brillarían sus sempiternas cualidades toreras: el tacto, el temple, la colocación y una especial capacidad para darle argumento y redondez a la obra. Y como mató bien, suyo fue el triunfo. Como suya una de las mayores ovaciones de la tarde en premio a su hermoso quite por chicuelinas con el primer toro de Lomelín.

Claroscuros del destino. Ese momento feliz en que Antonio Lomelín se codeó con las figuras duró lo que su apoderamiento por Pepe Chafick, es decir, mientras Manolo Martínez se mantuvo activo antes de anunciar su falsa despedida (30.05.82). Después, el torero de Acapulco, de vida de suyo desbalagada, continuaría ofreciendo su imagen de valiente y dando quehacer a los médicos de plaza. Así hasta su adiós a la Plaza México, entre grandes muestras de cariño y cuajando como en sus mejores tiempos a “Segador” de Rancho Seco, del que cortó entre clamores dos orejas legítimas, no simbólicas (18.02.96).

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