La más reciente película de Martin Scorsese, El lobo de Wall Street –basada en hechos reales– tiene muchas particularidades; una de las más notables, que a pesar de focalizar en escándalos y engaños de todo tipo, en inescrupulosos fraudes colectivos y en profundas bancarrotas (morales, más que financieras), es una comedia, por increíble que parezca. El guión es una adaptación de las memorias de Jordan Belfort, un ex corredor de Bolsa convicto por delitos relacionados con manipulación de acciones bursátiles y lavado de dinero (unos 200 millones de dólares), en perjuicio de cientos de inversionistas. La cinta hace un recuento de la trayectoria de Belfort –encarnado con sorprendente energía y carisma por Leonardo DiCaprio– desde su primer día en Wall Street como aprendiz asistente. A partir de ahí, todo fue hacia arriba para el tipo, obsesionado sólo con ganar dinero, a costa de todo y de todos, en una espiral tan ascendente como fraudulenta.
Sólo que esa espiral, marcada por todo tipo de excesos y drogas, al tiempo encontró su equivalencia descendente, para una alucinante y desorbitada historia de ambición. Tan desorbitada que tal vez por eso Scorsese la entrega como comedia, algo posible porque el film se financió de manera independiente. Así –sin los candados que suelen imponer los Estudios– la película se gana a pulso su clasificación de Restricted, en tanto abunda en palabrotas, fiestas orgiásticas, escándalos épicos y personajes que se drogan alegremente, todo entregado por Scorsese (hay que admitirlo) con un brioso, inmaculado, oficio cinematográfico. Junto a DiCaprio como Belfort, conducen el film Jonah Hill (Donnie), Matthew McCounaghey (Hanna), Margot Robbie (Naomi), Rob Reiner (Max Belfort), Kyle Chandler (Denham) y Jean Dujardin (Saurel).
Así, lo que narra El lobo de Wall Street es un affaire de miseria moral. Lo ofrece desde la excelencia fílmica, a partir de personajes esencialmente detestables que la mirada de Scorsese convierte –calculadamente– en simpáticos. La fauna de una historia y unos hechos que, siendo por definición irritantes, se perciben en cambio “divertidos”. Cuestionable, tal vez; pero Scorsese (y la magia de sus actores) lo hacen posible en 180 minutos que se van como agua. El lobo de Wall Street es lo ya descrito, pero también muy entretenida, sorprendente, e incluso, a ratos de mal gusto. También, vociferante, estridente e hiper–dialogada. Como sea, un espectáculo que debe verse, aún con las irreverencias y los asegunes mencionados. Eso sí, el impacto de tanto malcriado y sus excesos es significativo sobre algunos cinéfilos: una veintena de personas –antes o después– se salieron de una de las funciones a las que asistí. Pero una película de Scorsese es eso: una película de Scorsese; y difícilmente te das el lujo de obviarla o descartarla cual si fuese una película más. Incluso cuando, como en este caso, el argumento se siga sólo desde un punto de vista: el de los abusivos, nunca el de las víctimas. Hay que verla, ineludiblemente.
Por otra parte, también exhibe en este momento –sin tanto público pero defendiéndose– Ladrona de libros (The book thieve), de Brian Percival. Es una película cuidada e interesante, pero también extrañamente fría. En ella aparece Geoffrey Rush, que es a quien aquí quiero destacar. El tipo se ha labrado una trayectoria de muy buenos trabajos, en muy buenos papeles, en muy buenas películas, que ya le han convertido en una especie de “marca” de calidad. Le hemos visto, entre otras cintas, en Claroscuro (Shine), Los miserables (1998; como Javert), Shakespeare apasionado, Elizabeth, Letras prohibidas (Quills; como el Marqués de Sade), Frida (2002; como Leon Trotsky), Munich y El discurso del Rey. Bastante impresionante, sin duda. Geoffrey Rush: un nombre para tener en cuenta, que ya ubican, desde hace tiempo, cinéfilos de todas las edades.