Durante la guerra sucia de los años 70 y 80, “en los hechos, los médicos militares proveyeron atención a personas detenidas que habían sido sometidas a brutales torturas”, particularmente en las instalaciones del 27 Batallón de Infantería ubicado en Pie de la Cuesta, en Atoyac de Álvarez, Guerrero, y esos cuidados se realizaban para que, una vez que ya no estaba en riesgo la vida de los detenidos ilegalmente, volvieran a ser torturados y luego desaparecidos.
Los militares consideraban prisioneros de guerra a los opositores al gobierno y a los campesinos que formaban parte de la guerrilla de Lucio Cabañas; cometían violaciones a sus derechos humanos sin respetar lo establecido en los Convenios de Ginebra firmados por México desde 1929, señala la sentencia dictada por la jueza Karla Macías Lovera, titular del juzgado noveno de distrito, con sede en Irapuato, Guanajuato, respecto de la desaparición de Rosendo Radilla Pacheco en agosto de 1974.
La impartidora de justicia señaló que de las constancias “se desprende que los médicos militares, además de ser probables responsables del encubrimiento de los ilícitos cometidos en contra de los prisioneros brutalmente torturados a cuya atención se abocaron en las instalaciones de los Batallones, tenían deberes reforzados en cuanto al cuidado y bienestar de los prisioneros”.
En la sentencia emitida el pasado 22 de agosto, señala que el Manual de Operaciones en Campaña de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) en 1969 es categórico al afirmar que “el Servicio de Sanidad es el único que está obligado a tratar con igual celo y esmero al personal propio y al enemigo, cuando éste quede a su cuidado por encontrarse enfermo o herido”.
Otros deberes, refiere la juzgadora con base en el documento de la Sedena, “consisten en dirigir y realizar lo necesario para asegurar la salud entre los prisioneros de guerra y entre el personal civil en el área de operaciones (…); asimismo, prepara, clasifica y conserva registros de enfermos y heridos tanto propios como del enemigo, cuando éstos caigan bajo su control”.
Encubrimiento
El criterio establecido por la jueza Macías Lovera establece que durante la guerra sucia, “de conformidad con la normativa militar vigente en la época de interés, los responsables del Servicio de Sanidad tenían deberes de cuidado reforzados en relación con los prisioneros, que incluyen tratarlos, asegurar su salud y documentar (preparar, clasificar y conservar registros). Esto realza la posible responsabilidad de los comandantes de los Pelotones de Sanidad no sólo en el encubrimiento, sino en la comisión por omisión del delito de terrorismo, dada su posición reforzada de garantes”.
Las consideraciones de la impartidora de justicia sostienen que “el comandante del Pelotón de Sanidad, el de cualquier Batallón cuyas instalaciones hayan sido utilizadas sistemáticamente como centro de tortura puede ser responsabilizado a partir del encubrimiento en que incurren al omitir denunciar, porque a estas personas les corresponde coordinar la atención médica a los prisioneros”.
En la sentencia, se incluyeron testimonios que constan en la averiguación previa SIEDF/CGI/454/2007, por ejemplo, la declaración del testigo Santiago Hernández Ríos, realizada en 2003, según la cual, el compareciente declaró que el 20 de agosto de 1974 fue “bajado del autobús en compañía de su esposa, a quien por cierto la dejan en libertad e inmediatamente los militares, vestidos de civil que les apodaban El Pato y El Armadillo, empezaron a golpear al de la voz y a la media hora llegó el capitán Javier Barquín Alonso quien también lo golpeó (…) Ese mismo día, por la tarde lo trasladan en un vehículo a Atoyac de Álvarez, Guerrero, donde es golpeado. Al día siguiente; es decir, el 21 de agosto de 1974, el de la voz es trasladado a la base aérea de Pie de la Cuesta (…) con los ojos vendados y atado de pies y manos (…) en ese lugar también lo golpearon y torturaron metiéndole la cabeza a un tambo lleno de agua y dándole toques eléctricos, la tarde de ese mismo día (…) es regresado nuevamente al cuartel de Atoyac de Álvarez, donde es nuevamente golpeado en dicho lugar hasta por cuatro días más; es decir, hasta el 25 de agosto de 1974, permaneciendo en todo momento en los baños del cuartel, y este último día, al percatarse los militares que el de la voz escupía sangre, que le salía sangre por los oídos y que obraba sangre, lo dejaron de golpear llevándolo a la unidad de sanidad de ese cuartel, donde lo desataron de pies y manos y le quitaron la venda de los ojos y le aplicaron suero, dándole atención médica, estando una noche en dicho lugar y al día siguiente lo llevaron con el militar Javier Barquín Alonso, a los baños de nueva cuenta, donde lo golpeaban (…) le daban golpes con el puño cerrado en el pecho y con un cinturón le pegaban en las mejillas, posteriormente lo metieron en un tambo con agua y cuando ya no aguantaba la respiración lo sacaban y le daban toques eléctricos en las partes nobles (sic) también le aplicaban agua de Taxco (así llamaban los militares a un preparado de agua mineral con salsa búfalo que era metido por la nariz a los detenidos)”.
El relato del testigo “pone de manifiesto el papel central del Pelotón de Sanidad, en este caso del 27 Batallón de Infantería, en la mecánica de la desaparición forzada, pues la brutalidad de los tormentos a los que se sometía a las personas previsiblemente podría conducirlas al borde de la muerte”.
En la sentencia, además de señalarse más de 20 médicos y mandos del Pelotón de Sanidad, que deben ser llevados a juicio por delitos considerados de lesa humanidad, también se documentó que los cautiverios en Guerrero no sólo tuvieron lugar en el cuartel del 27 Batallón de Infantería, sino en otros espacios, como el cuartel del 50 Batallón de Infantería en Chilpancingo y el del 48 Batallón de Infantería, en Cruz Grande, así como escuelas comunitarias l, que fueron utilizados como centros clandestinos de detención y tortura.
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