En contraste con mi artículo anterior hoy trataré el tema de las golosinas con la consideración de que hay que dar gusto al “gusanito” de vez en cuando para evocar estos dulces recuerdos. Efectivamente, los mexicanos en general somos muy “dulceros” y parece que los poblanos somos un poco más. La variedad de postres caseros que se hacían era muy grande, desde los sencillos buñuelos, el camote con piña, el punche de maíz azul de los “Días de muertos”, calabazate y demás frutas cristalizadas, la calabaza en tacha, los chongos para aprovechar la leche cortada, gelatinas —a partir de grenetina— de todos los sabores, jericalla, capirotada, arroz con leche, plátanos machos o fresas con crema, etc. En ocasiones y como complemento de un paseo familiar dominguero, los padres malcriaban un poco a las criaturas y les compraban alguna colorida golosina callejera —artesanal— cuya variedad era inmensa.
En buena medida, fueron los conventos de monjas descalzas, durante el periodo colonial y el primer siglo de vida independiente de México, los sitios donde nacieron y se elaboraron exquisitas golosinas que se vendían para obtener recursos que ayudaran al sostenimiento de la comunidad. Estos monasterios, situados todos en las partes céntricas de ciudades de importancia económica, tenían abundante clientela dispuesta a favorecer a las “monjitas” y allegarse ricos dulces para su consumo como las tortitas de Santa Clara, los muéganos en diversas variedades, los macarrones de leche, los chocolates, galletas, los infaltables “recortes de hostia”, jaleas, mermeladas, ates; cacahuates, nueces y pepitas garapiñadas, manjar de ángeles, buñuelos, rompope, gorditas de nata, mazapán, limones con coco, polvorones, figuritas de dulce de pepita de calabaza, etc. Precisamente, algunas de estas golosinas trascendieron los muros del convento y desde hace varias décadas se expenden en las “camoterías” poblanas cuyo producto principal son los camotes envueltos o en la presentación de “picones”.
Para empezar con el dulce callejero de esta parte del país, recordemos el tradicional “cacao” espumoso servido en la usual “jicarita” guerrerense, colorada y decorada con flores; el dulce de leche que nosotros llamamos “cajeta”, de Celaya y de San Luis Potosí las más famosas, por la cajita cilíndrica de madera de balsa de su empaque tradicional; las trompadas o charamuscas saborizadas con anís o cacahuate. Los “merengueros”, armados con su tabla y “tijeras”, exhiben todavía sus merengues confeccionados con pulque para darles más firmeza y sabor, también ofrecen duquesas y gaznates. Por cierto, al escuchar el clásico pregón ¡Hay merengueeees! algunos chamacos tentaban a su suerte jugando “volados” con los vendedores para comer al menos un “suspiro” o sea la versión pequeña de un merengue.
El “mezcal” era una golosina que se elaboraba con la penca horneada del maguey que adquiría así un sabor dulce; otras delicias eran los bloques de blanco turrón que el vendedor cortaba con una pequeña, pero pesada hachita; palanquetas, pepitorias y alegrías son un trío popular y muy solicitado; los “camoteros” ofrecen camotes amarillos y plátanos machos, cocidos al vapor y aderezados con azúcar, miel de piloncillo o leche condensada que son preparados en un horno ambulante de leña que se hace notar con un agudo sonido y que lleva dos cajones donde se cuecen en tiempos distintos los productos. Dentro de los dulces tradicionales se ofrecen en algunos lugares pequeñas “mancuernas” de piloncillo anisado que se venden envueltas con paja o con totomoxtle.
En el gran acervo dulcero de México sobresalen los raspados de colores y sabores varios, las nieves y paletas heladas artesanales de frutas, los famosos “bolis”, congelados, que eran aguas azucaradas con colorantes y saborizantes con los que nos “refrescábamos”, los mangos y las rebanadas de piña con chile, las “jicaletas”, las manzanas con caramelo; los churros de tendejón, espolvoreados con azúcar, son los mejores; los buñuelos con miel de piloncillo perfumada con cáscara de naranja o con guayaba; el “queso de tuna” de San Luis Potosí, los algodones de azúcar, el pinole con sabor a canela, higos y otras frutas cristalizadas, las coloridas “rebanadas” de fruta hechas con agar-agar, los pirulíes con combinaciones de colores y afiladas puntas nocivas para los paladares; las sabrosas Glorias de Linares, los jamoncillos y figuritas de pepita, la cada vez más olvidada “azúcar candy” que se vendía en cristales de azúcar cristalizada atravesados por cordones, etc.
Entre los dulces industriales baratos y conocidos están los caramelos de piña y grosella, las peritas de anís, las almohaditas de menta, los dulces de hierbabuena, los diminutos aníses forrados de caramelo, los caramelos de azúcar cristalizada que contienen una pequeña porción de tamarindo; aún son solicitadas las “gomitas” de colores y sabores, las “lagrimitas” y “botellitas de azúcar” con jarabe en su interior, las “viboritas” de goma, los chiclosos de café, las paletas de malvavisco cubiertas con chocolate, los caramelos con trocitos de cacahuate, los “cigarros” de chocolate, los corazoncitos perfumados de tonos pastel, los chochitos que dejaban la lengua pintada, las “monedas” de chocolate o de chicle forradas con papel de estaño, los malvaviscos, los “toficos”, los pequeños chocolates cubiertos con gragea y mil golosinas más cuya lista exhaustiva se la dejo al amable lector.
Los “oritos” eran la envoltura de estaño de las barras de chocolate y de algunas paletas que quitábamos con cuidado, alisábamos y guardábamos entre las páginas de los libros para ser utilizadas en la elaboración de los picos de las piñatas tradicionales. Existieron tubitos de vidrio que contenían “chochitos tricolores” y que se usaban como cerbatanas con el peligro, por demás frecuente, de que se rompían y nos quedábamos con fragmentos en la boca. El exceso en la ingesta de dulces invariablemente nos llevaba directamente al consultorio del dentista y ahí la cosa se ponía difícil con las maniobras del facultativo y especialmente con el zumbido siniestro de su broca de tortura con la que remueve las caries. Creo que en este asunto del consumo de azúcar hay que irse con tiento, pero “ni tanto que queme al Santo, ni poco que no lo alumbre” porque el “gusanito” de la golosina es terco y voluntarioso.