Abraham Paredes García nació el 7 de septiembre de 1939. La mayor parte de su vida, quizá desde los 11 años, cuando tuvo su primera cámara entre sus manos, ha tomado a la fotografía como su vocación y su pasión, identificado como un pilar de la disciplina en Puebla y maestro de otros más en la región.
A sus casi 83 años sabe que como fotoperiodista hay que “hacer la fotografía de corazón”, no solo por trabajo, sino porque nace desde el interior. “Hay que ponerle corazón a través de la cámara, una cámara por muy buena que sea, si no tiene quien apriete el obturador, no sale la fotografía”, asegura durante una charla que podrá ser vista en las redes sociales de este diario como parte de “Las Reporteras”.
En ella el reconocido fotógrafo, autor de más de 150 exposiciones individuales y colectivas, cuenta sobre su infancia en la que vivió rodeado por “17 personas”, entre sus padres, sus hermanos y la gente que trabajaba en casa, en un “batallón” liderado por su mamá, Guadalupe García Cordero, y su papá, el constructor Manuel Paredes Cano.
Recuerda también su paso por la escuela, la que cursó hasta el segundo de secundaria para luego, a los 14 años, irse a trabajar con su papá, manejando la camioneta y poseyendo desde a los 11 años su primera cámara, una de la marca Browning que ocupó para fotografiar uno de sus objetivos predilectos: el Popocatépetl.
“Era fotógrafo de afición, de vez en cuando, sin tener conocimientos de fotografía, composición o profundidad de campo, pero con el tiempo fui aprendiendo. Me junté con montañistas que eran fotógrafos, quienes me fueron enseñando: Rosendo Pérez, Raúl Martínez, Eduardo Aguilar… de ahí aprendí mucho de ellos”, cuenta entusiasmado.
Rememora también sus paseos por bicicleta a pueblos cercanos, sus subidas a La Malinche, al Pico de Orizaba y al Nevado de Toluca. Su trabajo como socorrista y los 12 años de labor con su papá y una de sus últimas faenas: la ocasión en que sufrió un aparatoso accidente acompañado ya por su esposa Filogonia González Rosas y su primera hija.
También su decisión de irse de “reportero”, su entrada en octubre de 1968 al periódico Novedades desde donde fue testigo de la “matanza de Canoa”, los premios obtenidos en concursos municipales, incluso uno donde obtuvo los tres primeros lugares; así como su salida de aquel diario con 26 mil pesos de aquella época, que le sirvieron para fincar la casa que sería para sus hijos.
Su estancia en El Heraldo durante ocho años cubriendo la fuente de Sociales para llegar por fin a La Jornada de Oriente, convocado por el fotógrafo Javier González y compartiendo también con los fotógrafos Everardo Rivera, Rosa Palafox y John O’Leary, siendo él, el único que se quedó por su experiencia como fotorreportero.
“Aurelio (Fernández), Sergio (Cortés) y Susana (Rappo) me motivaron a hacer buenas fotos. Conocí su estilo y lo desarrollé, buscaba la mejor fotografía para la portada. Al principio los primeros cuatro años fui el único fotógrafo”, recuerda. Convencido, dice que trabajar aquí “fue laborar en el mejor periódico en el que soñé”.
De paso celebra que actualmente la sociedad reconoce el trabajo del fotógrafo, pues en su época eran agredidos y era común que se les arrebatara o dañara su cámara.
Un ojo que se educa con el tiempo
El ojo del fotorreportero, asegura Abraham Paredes, se va formando con el tiempo, identificando las imágenes que son tomadas al segundo, gracias a la experiencia. “Es el trabajo diario y lo que llevas aprendiendo, el deseo de una buena imagen y llegar a la portada”, señala y recuerda una de sus tomas favoritas: aquella donde aparece un engrillado de Tochimilco, que deja ver la barroca portada del convento de aquella región.
Menciona su labor para sacar la mejor fotografía, pensando en la imagen, conservando negativos y aprendiendo en el cuarto oscuro, lugar donde incluso fue ayudado por su esposa Filogonia. “Mientras imprimía ella lavaba las fotos, las secaba. Fue una ayuda bastante buena, realmente la amo porque es una buena mujer. La amo más que cuando éramos novios”, afirma con la voz entrecortada.
Parte importante ha sido la amistad: desde pequeño, cuando jugaba fútbol o canicas en la calle, y como adulto identificando a quienes le brindaron su amistad y con quienes se sigue frecuentando, excepto en los dos últimos años, en donde ha permanecido en casa debido a la contingencia por la Covid–19.
“Nunca desmayé, las mejores fotografías se publicaron en primera plana. Las que me dan satisfacción son las del volcán Popocatépetl”, dijo en referencia a lo sucedido en 1996, cuando Aurelio Fernández le habló el último día de ese año y le pidió que se presentará muy temprano en un helipuerto para sobrevolar el Popocatépetl.
“Ese año fue muy duro para mí. Me fue mal económicamente, cometí muchos errores, se casaron tres de mis hijos, me dio cólera. Pero cuando volamos sobre el Popo, lo gocé mucho, me sentí muy emocionado, vi el lugar que había subido muchas veces y cuando bajé del helicóptero me sentí alegre. Era como si hubiera vuelto a nacer”. La placa que tomó en esa ocasión ganó la primera plana en La Jornada de Oriente y La Jornada. Días más tarde, el fotoperiodista recibió una llamada de la embajada francesa. Le compraron la fotografía.
“Para mí el volcán me llega. A los 14 años conocí el cráter. Es una emoción verlo todos los días”, enfatiza aunque aclara que ahora ya no puede subir a verlo desde la azotea de su casa, pues es peligroso subir las escaleras.
La fotografía, un testimonio de memoria y de cámara
Pasar a la fotografía digital, afirma Abraham Paredes, fue algo fácil, pues ya tenía conocimiento por tantos años de usar su cámara análoga. Igual ha sido con la cámara del teléfono celular. El punto, continua, es la experiencia que ha obtenido a lo largo de estas décadas. “La fotografía es un testimonio que se queda tanto en mi mente como en la cámara”, dice convencido.
Habla sobre “el mundo de fotos” que tiene en su casa, con archivos físicos y digitales, que ha tenido que ir transfiriendo de un medio a otro y que en algunos casos ha perdido, pero que lo han llevado a revisar miles de imágenes en los que aparecen rostros, sucesos, momentos y lugares obtenidas por sus cámaras. Por tanto, a los jóvenes fotorreporteros les recomienda guardar, catalogar, apuntar datos en cada una de sus imágenes.
Ante la cámara y rodeado de estas reporteras, Abraham Paredes dice que debido a la epidemia de los últimos años ha tomado un compromiso consigo mismo: cuidar su salud, saber que todo pasa y decir que ser un fotorreportero es una etapa que quizá terminó, pues ya se cansa y su cuerpo ha perdido su elasticidad.
“Para mí ya pasó, todo transcurre en la vida. Caminé muchos años, donde quiera que fui. Fui 12 años a la Basílica de Guadalupe, subí varias montañas, fui un trotamundos. Se acabó pero estoy contento”, afirma con una sonrisa.