Domingo, abril 20, 2025

Fosa de mamuts en la mira

Los restos asomaron entre tierra de arcilla dispersa y ante los militares del Frente 10 del Ejército se extendió un reguero de huesos. Sabían ya de la posibilidad, pero aquello no evitó el desconcierto. Paleontólogos y arqueólogos advirtieron cuando dictaminaron y dieron luz verde a la obra, quedaba entonces esperar el momento del primer anuncio. 

Era noviembre de 2019, en el Polígono de Santa Lucía el espesor de la tierra se desgajaba a cada maniobra de las retroexcavadoras. El mes anterior, por orden presidencial, había arrancado la construcción del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, los militares que levantarían la Terminal de Combustibles no tuvieron más que ajustarse a la ingeniería y sus propias demandas de diques macizos y cimientos hondos.  

Así que mientras abrían la tierra, un último arrastre los dejó perplejos, se trataba de un parque silencioso de costillas y fémures con el color de la arena. Subfósiles que hace más de 10 mil años fueron huesos y hoy son propensos a volverse polvo al mero contacto con el aire. Estructuras a las que la naturaleza no terminó de madurar en fósiles, pero que igual contienen diminutos elementos de materia orgánica capaces de arrojar información incalculable del tiempo transcurrido en la Tierra. 

Para el primer mes, los militares supieron que estaban parados ante una fosa común de mamuts. Con el avance de la obra el descubrimiento se volvió más inaudito: en 2022, cuando el aeropuerto estaba por entregarse, ya no era uno, sino 580 puntos de hallazgo más excavaciones activas. Un punto de hallazgo representa lo que pudo ser incluso el fragmento pequeñito de algo mucho más grande, eso, lejos está de ser un mamut en sí mismo como lo manejó parte de la prensa nacional. Lo que es cierto, es que Santa Lucía guardaba en su tierra el secreto de más de 60 mil subfósiles. Casi nada se sabe de ellos, porque las certezas en la ciencia se anuncian poco a poco.

Las dos casas grandes: Centro de Investigación y Museo Quinametzin

Los subfósiles fueron recibidos en el Centro de Investigación del Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin. Las dos casas que la Secretaría de la Defensa Nacional construyó a fin de que se estudiaran en una, y se hablara de ellos en otra. En el mejor de los casos llegará el día en que la colección esté disponible para algún investigador que con nuevas hipótesis y cuestionamientos a las ya canonizadas, revolucione la narrativa de los mamuts en México y América Latina.

Los restos de estos mamuts, perezosos, caballos, camellos y tigres dientes de sable fueron extirpados de entre 3 mil 700 hectáreas de tierra más de 10 mil años después por los especialistas que así mismo lo calculan. El Instituto Nacional de Antropología e Historia recurrió a ellos, cargaron con el proyecto de salvamento a ritmo militar y brindaron al amasijo de huesos lo más parecido a los primeros auxilios. La carrera de los siglos había terminado por sepultarlos.

“Cada una de las capas que los cubrían corresponde a un momento diferente del tiempo… y hay toda una secuencia que nos cuenta historias que no entendemos aún, aunque hay otras que son muy claras”, dice el arqueólogo Alejandro López Jiménez, sentado en su escritorio en el Centro de Investigación, es responsable del Área de Restauración de Paleofauna. Ni este lugar ni el museo estaban contemplados en la obra inicial del aeropuerto, de no existir, las más de 60 mil piezas del acervo habrían terminado en un infortunado peregrinaje por sedes distintas del INAH. 

Aquí hay que ponerse chamarra. A unos pasos, filas, filas y más filas de anaqueles metálicos conservan los restos: minúsculos unos, de más de un metro otros, emplayados, desnudos, rasposos, porosos, polvosos. Se multiplican, se pierden entre ellos. Y en el ambiente, el olor de los diluyentes sugiere luego de un rato la retirada a campo estéril, aunque aquí, nada lo sea.   

“No se sabe cuántos mamuts hay en esta colección, van a pasar años, décadas para saberlo… Estabilizar todo el archivo se piensa un poco imposible”, asegura en su oficina López Jiménez cerca de pinceles refinados, cepillos bigotones y peras empachadas. Su medición del tiempo es casi paleontológica, 10 años en campo son una nimiedad para él, que no deja de leerse en el arranque de una carrera científico-académica, hay otros con más de 30 años en la obsesión del estudio de los mamuts, cuenta. 

Si tuviéramos que situar al Centro de Investigación en alguna etapa del desarrollo humano, este sería un bebé con gran potencial, que necesita que lo cuiden y le den atención. López lo tiene claro: “El INAH debe de solicitar una partida presupuestal para mantenerlo”. 

El cementerio de mamuts de Santa Lucía abrió la ventana al punto de la historia en que esta realidad colapsó. Quizá la marcha del Centro de Investigación provoque las grandes discusiones, los debates y análisis de la carrera incierta de la evolución de la vida en la tierra, partiendo de aquí, de la huella que dejaron los mamuts en la Cuenca de México. Tal vez este texto algún día pueda leerse como el antecedente lejano de cuando aquí todo comenzaba.

Una academia pequeñita para animales gigantes

El mundo académico de estos animales gigantescos es en realidad muy chiquito. Dick Mol es uno de los poquísimos especialistas de mamuts en el planeta, hay cuando mucho, cuatro (?). Vive casi anclado a la tundra de Siberia, a decir de los conocedores, uno de los sitios más asombrosos donde se han encontrado mamuts aún con pelaje atrapados en hielo, tesoros glaciales de tejido blando. 

En 2008, Mol daba a conocer a los medios de comunicación, entre ellos la NBC News -que lo recogió en una nota- que los últimos mamuts que vivieron en Siberia de 50 a cinco mil años atrás no eran nativos, sino que se trataba de mamuts que habían migrado de América. Para principios de 2022, Santa Lucía sacudía su inquietud y sus rutas de investigación. Se comunicó al Centro: “Saben qué, quiero ir a México, quiero conocer su colección, quiero conocer el depósito más grande de mamuts en México”, recuerda Alejandro López Jiménez.

Mientras, en el Centro de Investigación de Santa Lucía nacía el proyecto “Prehistoria y paleoambiente en el Noreste de la Cuenca de México”, al mando de gente del INAH, los biólogos Joaquín Arroyo Cabrales y Eduardo Corona Martínez, así como de los arqueólogos Luis Córdoba Barradas y Rubén Manzanilla López, quien dirigió además, el proyecto de salvamento para liberar el área sobre la que se alzó el AIFA. 

De los sitios cercanos de Tultepec y Tocuila no habrá signo que no se relacione con Santa Lucía, en su complejidad, arrojaron una cantidad de información impensable. Frente a las incógnitas de los mamuts en la Cuenca de México, las coordenadas de esta investigación brincan casi solas: entender los factores de su desaparición en México y América; indagar en su posible relación con los humanos; saber si hubo erupciones y cómo modificaron el ambiente, brindar con ello una escala temporal a partir del análisis de ceniza volcánica; comprender qué recursos hubo y por qué dejaron de existir; conocer la vegetación del pasado en función del polen de los pastos; detectar especies emparentadas con los mamuts proclives a la extinción; y muchas que están por definirse.  

“No es un conocimiento que se quede en ¡Ay, mira qué bonito es el pasado”, puntualiza López Jiménez. Sucede, a veces, que la paleontología arroja información sobre los cambios climáticos naturales. “El calentamiento del planeta es algo progresivo, un evento periódico a lo largo de la vida de la tierra, la naturaleza produce por sí misma gases de efecto invernadero, conocer estos cambios nos permite hacer proyecciones, y además entender cómo manejar nuestros propios recursos”, abunda.  

López Jimenez es malabarista de fósiles animales, enfermero involuntario de huesos que están deshaciéndose, detective atento que no toca por tocar la evidencia, que aspira, pulveriza, gotea, dependiendo la situación. Llegó aquí porque tenía que llegar a estabilizar la colección. Pero es ante todo, un investigador que ya busca arrojar luz sobre el vínculo de las primeras poblaciones de humanos y mamuts en la Cuenca de México.  

En estricto acato a su formación, estaría buscando alguna herramienta de piedra que le confirme el paso humano por estos lares. Partiendo de que fueron grupos diferentes que migraron en distintas temporalidades de Norteamérica hasta la Patagonia, hallar la evidencia se antoja pretencioso. “Lo que yo hago es buscar datos en estos bichos que me den información sobre los humanos”, asegura. Esa es la intimidad amistosa con la que nombra a los mamuts.  

Para él los datos surgen de la agitación de la vida microscópica. Información reunida después del estudio de los molares de estos gigantes que la encapsulan debido al esmalte tan resistente que los cubre. Es pronto ya para grandes conclusiones, pero lo respalda la evidencia química de que consumieron pasto. Aunque pudiera sonar a obviedad, nada está imaginando, aclara. Reconstruye a paso de hormiguita el paleoambiente de finales del pleistoceno. 

¿La ruta? A través de isótopos de estroncio y oxígeno. Todo ser vivo, explica, absorbe oxígeno, en consecuencia las plantas igual. Él, que detectó isótopos de oxígeno en los molares, ya puede más que deducir, comprobar que la dieta de estos animales estaba basada principalmente en pastos. Así apunta su lupa hasta el humano. 

“Si encuentras muchos herbívoros con diferentes tipos de dietas, significa que es un espacio con recursos abundantes donde seguramente los humanos pudieron haber estado (…) Si hay carnívoros puedes saber cómo se organizaban estos animales, si eran tigres, osos, o lobos, quizá entonces era una zona muy peligrosa para los humanos, difícilmente pasaron”, asegura quien también observa el fenómeno de la migración a partir del estudio de los suelos.  

Tal vez él, con sus investigaciones pueda contarnos algún día qué historias guarda el suelo que pisamos. Nos narre así el mundo lejano de estas tierras no conquistadas.

El Mamut presidencial 

Cuando a la arqueóloga Araceli Yáñez le avisaron de la visita del presidente a la Base Militar Aérea de Santa Lucía, no supo si dejar los restos del mamut M120 al descubierto, estabilizarlos con espuma de neoproeno, o de plano volverlo a cubrir con la tierra de arcilla expansiva que lo mantuvo oculto durante más de 10 mil años.  Días atrás una de las máquinas pesadas que removían el terreno para la construcción del aeropuerto lo había dejado al descubierto, entre los tantísimos hallazgos del sitio, éste era un mamut casi completo. Sería el que el presidente viera, así lo quisieron los jefes militares. 

El Frente a cargo, Ala de Combate, le construyó una cerca de madera y así transcurrió un mes, con el celo constante de la pregunta obligada entre militares e investigadores de “¿Y el Mamut Presidencial?” Por fin se escuchó el anuncio, el presidente estaba pisando la Base Militar. Pasó una hora, otra hora, hasta que al final del día a Alejandro López Jiménez y al resto de la cuadrilla a cargo, alguien les dijo: “Saben qué, ya no va a llegar, el presidente ya se va”. 

La extracción tomó un mes. La revelación no dejaba de ser sorprendente, no se agotaba la novedad. López Jiménez y 15 personas más se volcaron a bajar cuadro por cuadro hasta desnudar de a poco aquellos huesos en su complejidad. No es fácil una extracción así. Acordonada el área en cuadrantes no mayores a un metro por un metro se desgrana a pala y pico, así hasta volver evidente el deshuesadero, momento en el que usualmente López Jiménez recurre a la herramienta que hace más de 10 años su primo dentista le regaló, de acero quirúrgico y puntas afiladas. Una vez que los huesos afloran a mera cucharilla, termina la violencia, se usan brochitas de suave pelaje.  

Tras la aprobación para echar a andar el Museo Paleontológico de Santa Lucía Quinametzin Tierra de Gigantes con sus ocho salas, cuya narrativa general sugiere que los tiempos en que existieron los mamuts fueron prósperos para la Cuenca, con su gran lago Xaltocan que fluvial sostenía la vida ahí dentro y sus pastizales como alimento, pero también como planicies por las que anduvieron sin comprometer su propia anatomía porque un peso de hasta 8 toneladas se traducía en fractura casi segura en ángulos de más de 40 grados, los curadores concluyeron que necesitaban un ejemplar de exhibición. Sería el Mamut Presidencial.

López Jiménez no sintió alivio alguno cuando se agotó la unidad de excavación. Sus manos recias y las de toda la cuadrilla se habían entregado a la voluntad de extirpar huesos y trasladarlos en cajas de arena para su atención inmediata cuidando de no perder la relación anatómica. “Casi como jugar palillos chinos con costillas de mamut”, recuerda. 

Entre latitas de estabilizador que más tardaban en abrirse que en consumirse, la preparación de los materiales se saboteaba a sí misma. El equipo acudió a su proveedor para comprar cubetas de esta sustancia que hace más lento el deterioro inevitable de los huesos, ese que trae consigo la temporalidad desconocida del pasado. Mientras tanto, ya se habían percatado de que costillas de más de dos metros y fémures estiradísimos no cabrían en cualquier mesa, quizás los más pequeñitos con la dimensión de una cabeza humana. No se daban abasto pero improvisaron mesas-mamut con hojas de triplay, luego se volcaron a la tarea artesanal de compactar en su individualidad una por una las piezas, el rompecabezas cada vez más parecía un espinazo. 

A veces, algún militar que apenas veía el armado del animal en el museo se preguntaba ¿Apoco sí eran tan grandes? Y otro contestaba con una pregunta ¿Estos convivieron con los dinosaurios?… después otro más decía ¿Y a éstos quién se los comía? Alguno completaba ¿los huesos de hombre que encontraron eran de los que los cazaron? Entonces López Jiménez decía que no, que los humanos aquí vivieron quizá mil 500 años atrás, y estos mamuts más de 10 mil, que entre mamuts y dinosaurios subyace una diferencia temporal amplísima; después, las respuestas se le agotaban a él mismo, eran materia de su propia investigación. 

Cuando López Jiménez tuvo de frente al mamut que excavó, tuvo ganas de ponerse a llorar. Los cuatro metros de altura de aquel ejemplar glacial se contraponían con sus casi dos metros de estatura en la sala del museo Quinametzin. Ni él mismo, que lo armó junto con su equipo y el del montaje, supo en qué momento se había colocado la última de las piezas. ¿Apoco si eran tan grandes? Se dijo así mismo.

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