Manuel Alberto Morales Damián, en su libro “Palabras que se arremolinan. Lenguaje simbólico en el Libro de Chilam Balam de Chumayel” (2011), afirma que en “la misma medida en que el hombre es racional y social, es un ser lingüístico. Considero, con Sapir (2004:30), que ‘el lenguaje, en cuanto estructura, constituye en su cara interior el molde del pensamiento’. El vocabulario es un inventario cultural y la sintaxis manifiesta la estructura del pensamiento: la lengua expresa una acepción del mundo. En efecto, arbitrario y subjetivo, el lenguaje es resultado de una manera de apropiarse de la realidad por una cultura específica. De hecho, el lenguaje es un proceso a través del cual el hombre se produce y reproduce a sí mismo, ya que en la lengua la impresión de la realidad se convierte en representación (Garagalza, 2005:22-24)”. Resalto de lo anterior la idea de que el lenguaje es el resultado de una “manera de apropiarse” de la realidad, es de decir, de aprehenderla, de asirla, de poseerla. Por lo anterior, necesariamente la palabra proviene de la cosmovisión que ostentan los que la crean. “Tal representación, -continúa Morales- no es un resultado mecánico de la misma realidad, está condicionada por la perspectiva, o más específicamente, por lo que se puede ver de la realidad. Esto hace claro, nuevamente, que el proceso no es de ninguna manera individual, es social”. Acá enfatizo ahora el carácter social de la palabra, expresión de un pueblo entero, de su pensamiento y presencia en el mundo. Y, para Morales, los seres humanos, en esencia, vivimos en un mundo lingüístico. En efecto, con independencia del claro triunfo de la producción audiovisual sobre la escrita, videos, fotografías, memes y un largo etcétera, se encuentran acompañados por las palabras, sean pronunciadas, sean escritas, que dotan de sentido y fuerza a la expresión. Quizá se trata de un cambio de paradigma que pudiera no ser tan novedoso como lo que vislumbramos en el presente. Ahora veremos de qué se trata esta reflexión.
El número 187 de la revista “Arqueología Mexicana”, correspondiente a los meses de julio- agosto de 2024, está dedicado a los más recientes avances en cuanto a la comprensión de la escritura en el Altiplano Central mexicano desde lo que se ha encontrado en Teotihuacan, pasando por la escritura en el periodo Epiclásico (600- 1000 d.C.) en lugares como Cacaxtla y Xochicalco, avanzando por la escritura de Tajín, para llegar a Tula y para finalizar con la escritura jeroglífica náhuatl de los mexica y sus contemporáneos. Cabe resaltar un capítulo dedicado a la escritura de Cotzumalhuapa, cultura que floreció en el Epiclásico en Guatemala. El número resulta sumamente interesante pues, como afirman Christophe Helmke y Jesper Nielsen en su Introducción al número, tiene como propósito, “poner al alcance de los lectores seis artículos escritos por especialistas que resumen el conocimiento que tenemos actualmente de los sistemas de escritura logofonéticos del Altiplano mexicano y, en el caso de Cotzumalguapa, Guatemala, un sistema de escritura derivado de esta región de Mesoamérica. Cada uno de estos sistemas de escritura forma parte y representa una etapa en el desarrollo de una tradición de escritura del Centro de México, como analizamos hoy en día”. Hace unas entregas, hablé sobre la relación entre Escritura y Civilización, en donde abordé la idea de que existían en nuestro continente civilizaciones -entre las que conté a la teotihuacana, por cierto- que no contaban con escritura, pero que indudablemente tenían el estatus de civilización. Hoy, gracias a este número de la revista, puedo comprender que el sistema teotihuacano, pese a que no tiene la complejidad de la escritura maya, es un sistema escrito que, a su vez, será el antecedente de otros más, como suele suceder en la historia de Mesoamérica. En otro artículo denominado “Otras escrituras” abordé las nuevas interpretaciones sobre el sistema de escritura que probablemente subyace en los llamados quipus de tierras sudamericanas. Ahí, enfaticé la idea de abrir nuestras perspectivas para así poder comprender otras formas de escritura que no necesariamente se corresponden con la idea que tenemos instalada en la cabeza de escritura y lectura. Esta rápida revisión que vemos en este número confirma lo anterior y me abre numerosas preguntas. ¿Cuál fue el sentido de la escritura en Mesoamérica y cuál el de estos sistemas que florecieron en el Epiclásico y el Postclásico? ¿A partir de qué perspectiva debemos verlos?, ¿como la mera transposición de la realidad a un formato en imagen, como podría suceder con un cuadro realista? O, quizá, como un formato que acompañaba a la oralidad y otras expresiones. Como sea, se trata de una escritura con imágenes, tan simple y complejo como suena.
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Morales nos comenta, al hablar sobre escritura maya, que los “relieves escultóricos, las pinturas murales y sobre cerámica, así como los códices mayas, integran en una sola superficie plástica el texto y la imagen. En ellos la relación entre palabra y forma ha logrado una simbiosis tal que no puede entenderse una sin la otra. Los límites entre escritura e imagen, característicos de la plástica occidental, se diluyen en la escritura maya prehispánica”. Algo similar sucede con la escritura de esta región, que básicamente da cuenta de lugares, personas y fechas específicas relacionadas con diversos calendarios. No necesariamente encontramos textos lineales, como sucedería en otras escrituras, pero quizá era complementada con la oralidad y la escenificación. Morales nos dice que en el yucateco colonial, “el término ts’ib se vierte al castellano como ‘escribir’ pero ‘es también pintar y dibujar’. Por su parte, uooh se traduce como ‘carácter o letra’ y uohol uohes ‘cosa muy pintada de muchas pinturas y colores.’ (Ciudad Real, 2001:179-580). El término ah ts’ib por tanto, indica escriba y pintor”. Ahí se encuentra esa raíz de escritura con imágenes de la que hemos hablado. Sin embargo, más adelante nos dice que al “escriba-pintor también se le llama its’at, lo cual significa ‘astuto, cauteloso, mañoso, abil (sic), artista, industrioso, ingenioso para bien y para mal y sabio assi´ (Ciudad Real, 2001:301). Ello refiere no sólo a la capacidad técnica (habilidad, industria, ingenio, maña) sino también al conocimiento de lo secreto y al manejo de la energía de la creación, ideas ambas que están implícitas en la raíz del término its’at”. Más adelante nos dice que “calificar al ah ts’ib como un its’at manifiesta el carácter elitista de la escritura, reservada a los especialistas de lo sagrado”. Siguiendo este argumento, la escritura adquiere un sentido de ritualidad que se añade a la labor misma de escribir, lo que nos hace ver que el que escribe, no sólo es un artífice, un escritor, si no que tenía los atributos de un especialista ritual.
Mucho se habla del carácter elitista de la escritura mesoamericana en general -incluso, juzgando estas épocas como “poco democráticas”- y que unos cuantos eran los que entendían el sentido de lo que se encontraba escrito en dinteles, escalinatas, paredes y en formatos perecederos, como el papel. Coincido en lo que nos señala Morales en cuanto a que la escritura estaba reservada para los especialistas de lo sagrado; sin embargo, considero que, por sus características visuales, quizá podría haber tenido ese carácter colectivo que señalamos al inicio de esta entrega. Ello haría que estas escrituras, para ser comprendidas, tuvieran que se compartidas entre varios conocedores de la escritura y quizá del conocimiento que la acompañaba en términos orales. Por tanto, acaso también aquellos asistentes a ceremonias publicas podrían tener una relación con los textos con independencia de que pudieran leerlos en los términos en que hoy entendemos nuestra relación entre la escritura y la lectura. ¿Podemos hablar de sociedades iletradas en la época mesoamericana, al menos como hoy entendemos el analfabetismo? La pregunta pareciera ociosa, especialmente si partimos de premisas actuales, más si juzgamos que todas las sociedades debieran haber tenido las mismas relaciones de subordinación que vemos en Europa y otros lugares. ¿Para qué servía la escritura y la lectura?, ¿acaso como medios de liberación de los pueblos? Si es así, la verdad es que es un verdadero fracaso: hoy, que tenemos millones de textos y palabras a nuestra disposición, preferimos sumergirnos en memes y videos y le dejamos a la inteligencia artificial que haga el trabajo. Debemos, pues, renunciar a ver a la escritura en términos civilizatorios, al menos en las relaciones que establece occidente. Quienes nos comparten sus estudios y análisis en este número de Arqueología Mexicana, parten de esa idea: decir lo que saben -que, aunque poco, es rico-, respetando a las culturas que las produjeron y tratando de entender los códigos y el pensamiento detrás de ellos. Un trabajo muy valioso, sin duda.
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