A las cuatro de la tarde un encargado en controlar los ánimos de la gente empuñó el micrófono desde la producción y comenzó a reducir el andar de la vida de Silvio Rodríguez en datos biográficos que poco decían de su actitud fermentada en el combate, la guitarra y el canto. El animador se centraba básicamente en San Antonio de los baños como su lugar de nacimiento y en su precocidad de siete años al debutar en el piano. Lo nombraba así, Silvio Rodríguez, pero cuando a las nueve de la noche apareció él, con su piel de hombre octogenario, sus preocupaciones históricas y su voz acaramelada pasó a ser solo Silvio, ya no para el animador, sino para toda una voz multitudinaria de 100 mil personas que se arremolinaba vaporosa desde los adentros del Zócalo de la Ciudad de México.
Cuando Silvio Rodríguez quiso salir a cantar las inclemencias del tiempo ya atendían a Tláloc, los paraguas estaban arriba, así que fue el rastro de su voz el que anunció su llegada. Una vez que la gente se dispuso a empaparse y bajó sus paraguas Silvio Rodríguez habitaba el centro del escenario, con sus lentes redondos y sus audífonos de diadema, con la chamarra de mezclilla y la boina gris, agigantado junto a seis músicos.
Su presencia representó casi el delirio para los que hallaron acomodo durante el medio día; el acabose para los que insistieron en acudir a partir de las tres de la tarde; y casi una revelación para los pocos que llegaron a las seis de la mañana dirigiendo la bandera Cubana y un estandarte del Ché.
Conforme la noche avanzaba, la mano derecha de Silvio Rodríguez reposando en el cuerpo de la guitarra daba cada vez más la impresión de ser su corazón arpegiado. Y en el instante en que se le ocurrió hablarle bajito al micrófono para decir: “El otro día lo dije en el teatro. Que ese día se la dedicaba a Andrés Manuel y hoy se la vuelvo a dedicar a Andrés Manuel y a todos los que creen que puede haber un futuro mejor” y cantó El Necio, en el Zócalo pareció retumbar la tierra.
“Será que la necedad parió conmigo, la necedad de lo que hoy resulta necio, la necedad de asumir al enemigo, la necedad de vivir sin tener precio” cantaba él cuando las barbas como de alambres oxidados de unos se alargaron, y las caras lavadas de otras se contorsionaron, y la chaviza empuñó sus guitarras como para alcanzar el cielo esforzándose en sobrevivir a su propio ahogo.
Todo jiji jajaja. Los sociólogos representados en un pensamiento, quizás en medio del nirvana; los antropólogos estirados en las dimensiones de la marihuana; el autonombrado comité del 10 de junio dilatándose en hondo eco y un economista muy cerquita de una joven periodista. Después, el estrépito de chiflidos como cuetes recién encendidos, y las gorras verde militar con la estrellita roja lanzadas al aire, y los aplausos magullados.
Vino un silencio horizontal, uno que las cartulinas fosforescentes se comían entre leyendas que decían: ¡Mis impuestos están bien gastados!¡Silvio te invito a mi casa a echar pozole con chicharrón! ¡Silvio mi papá te escucha desde el cielo! ¡Silvio Rodríguez: Aquí está tu casa!
En eso, gritos como de guerra empezaron a caer desde diferentes direcciones ¡Bajen la bandera, no vemos! ¡A chingar a su madre la bandera! ¡Culero tu bandera no me deja ver! ¡Para eso te hubieras ido al Auditorio! Y la bandera de Cuba con la imagen del Ché, arriba
La flauta de Niurka González, compañera de Silvio, serpenteó entre el aliento tumultuoso. Comenzó el brinco de aquellos que horas antes habían proyectado sus torsos desnudos en el intento de legitimar su amor al trovador con playeras recién adquiridas: Se busca Unicornio Azul, decían algunas, Silvio Rodríguez 2022, otras más. Y la bandera de Cuba , ya abajo. Silencio.
“Ésta es la primera canción que le compuse al Ché” apenas dijo quedito cuando nuevos gritos relampaguearon al aceho ¡Sube la bandera! ¡Arriba la bandera! ¡Suuuuuuuuuban la bandera! ¡Para eso estás bueno, saca la banderaaaaaa!
Acomodando de vez en vez sus audífonos recordó que compuso La era está pariendo un corazón al día siguiente de la muerte de Ernesto Ché Guevara, aquel 9 de octubre de 1967. Entonces se soltó: “Mi sombra dice que reírse es ver los llantos como mi llanto y me he callado, desesperado, y escucho entonces la tierra llora. La era está pariendo un corazón, no puede más se muere de dolor, y hay que acudir corriendo pues se cae el porvenir”. Y un coro infinito se lamentó y berreó, y se extinguió diciendo que lo amaba.
De pronto, Silvio circuló una anécdota más de la que no se extrajo mayor conclusión: “Se decía que la cosas estaba así y asado… Un peluquero cansado de tantas discusiones había puesto en su barbería un letrero que decía Prohibido hablar de la cosa…”
Solo entonces su canto liberó: “La cosa está en hallarlo a usted el día menos pensado, en cualquier sitio, casualmente, donde usted y yo podamos ver a cuatro alrededores”. Luego regresó a la charla, mencionó al Covid de rápido y muchos asintieron como afirmando que en efecto la historia es mejor leerla en libros y periódicos viejos que escribirla a punta de dolor.
“Nos ha tocado a todos por la pandemia perder a los que queremos. Hace muy poco perdí a un amigo de 60 años. Voy a cantar un par de canciones de él… Vicente Feliú… Para eso invité a su sobrina Malva Rodríguez”.
En lo que gente del staff acomodaba los micrófonos de los instrumentos, él recordaba con el suyo su guiño de no limitar a los verdaderos amigos al cementerio. Solo entonces, y junto a la sobrina, que es casi una niña, empezó bajito: “Creéme cuando te diga que el amor me expanda, que me derrumbo ante un te quiero dulce, que soy feliz abriendo una trinchera”…
Y ambos… y muchos: “Créeme si no me ves y no te digo nada, si un día me pierdo y no regreso nunca. Créeme que quiero ser machete en plena zafra, bala feroz al centro del combate…”
Una pareja de desconocidos se identificó en el acurrucamiento del otro, hasta despojarse de timidez. La canción terminó. Ambos gritaron ¡Graaaaaaaaaaaaaacias Silvio. Se intercambiaron el número celular, y entrelazaron sus manos el resto de la noche, esa en la que Silvio recordó que ese viernes 10 de junio coincidía con una “fecha sensible para México. Nos hermanamos con el dolor del pueblo mexicano”, dijo él y luego emprendió la retirada del escenario.
El Comité “10 de junio Halconazo” se deshizo en aplausos. Los desconocidos se tomaron la licencia para acariciarse el cabello y los de la primera fila que quisieron arribar a las seis de la mañana que ondeaban la bandera de Cuba se soltaron a aullar: ¡Una más y no jodemos más, una más y no jodemos más, una más y no jodemos más! Silvio volvió. Cantó Ojalá. Al terminar, la pareja se abrazó por última vez y solo entonces se perdió entre la multitud, esa misma donde la suerte quiso que coincidieran.