En lo alto del Totonacapan,
un templo católico oprime
con las piedras de otros cerros
las huellas de un pueblo que saludaba
temprano a la luz de las primeras cosas
que ascendían por ese promontorio.
Abajo, en la cañada,
una envejecida neblina de ocho horas
se quedó dormida sobre el vaho del río.
Por sus hendiduras se ven docenas de mujeres
que inclinadas lavan nubes de algodón.
No mucho más allá está el mar y sus rumores
de ahí vinieron a ocupar
las montañas y las casas
-y a su tiempo a cubrir las cabezas de velos negros-,
los que pisaron con su cruz
los tres corazones del Totonacapan.
Le sobreviven pocos árboles a la Madre Sierra
y la muerte baja carretillas de cadáveres
asesinados con fatigas y diarreas,
una peste tras otra
cuando el café ya no paga
ni el sorbo de agua en que se diluye.
Las mujeres totonacas
suben descalzas por los senderos
de otros montículos sin cruces.
En sus manos se alzan corazones
que se desgranan en pétalos.
Ninguna va de negro, pintan con nubes
el sol de su piel, llegan a la cima
y con incienso y voces de humo
dan la bienvenida a los cinco puntos de la vida.
Brota en el cerro una hoja de luna brillante
que nos llevamos a la boca, bendecidos.
Entonces una frase liebre salta de las entrañas:
¡Si el hambre es Ley,
La Rebelión, Justicia!
Ricardo Antonio Landa, febrero de 2006