El viernes primero de cada mes
comulgamos.
Es una acendrada usanza
que nos conocen camas y paredes,
sábanas, almohadas y pelajes.
Tanta claridad nos produce
el primero de los viernes,
que nos retoza
cuatro semanas asomando por los ojos.
Es un día de carne y hueso,
de caderas y de cuellos,
de una excitación que nos tienta
a morir inmaculados de suspiros,
como aquellos santos que averiguan
cuál es el abrazo más tierno.
Comunión de cuerpos y espíritus
arrebatados por un instante
a la pleamar del mundo,
y devueltos al día siguiente fuertes e intensos.
El sábado descansamos,
aunque no así de la memoria
tatuada de besos,
que con dedos murmurantes
le alborotan el pelo
hasta sacudir el olvido.
Luego, ya el domingo,
el pensamiento nos fluye fresco
en caudales derramados
religiosamente,
mes con mes,
cual si menstruáramos amores.
Es una pena dulce el sacrilegio
que comulguen nuestras sombras,
de hacerlas y deshacerlas
en un genuino enredo:
relámpagos en una tempestad,
parpadeos para perdemos.
Ahora que no hubo disfrute
el viernes primero reciente
-culpa del tiempo-,
siento que se pecó de falta,
que andamos sin esqueleto,
que nos pondremos a dudar
treinta días como tormento.
Vulnerables, en riesgo,
sin recibirnos el viernes primero,
solo nos queda ir a la memoria
a limpiarnos en su hueco,
a untarnos a sus muslos
con la apetencia de tenernos.
Ricardo Landa, 7 de julio de 2012.
Imágenes: fotografía obra de teatro madrileño; fotograma: Fausto de Murnau (Ángel y Mefisto); DVD: Ingmar Bergman, Los comulgantes; Fausto de Murnau; Foto: José Torreigosa: A mano.