Viernes, octubre 11, 2024

El presente de la fiesta y la fiesta como presente

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Existe la foto de un célebre crítico madrileño cabeceando, con los lentes puestos y los párpados caídos, en el tendido de la plaza de Las Ventas, en algún momento de un festejo de los años 70 u 80, durante el interminable ciclo de San Isidro. Es una fotografía emblemática, demostrativa de la peligrosa deriva a que puede llevar la rutina de las ferias a corrida diaria, en que la fiesta llega a perder el sentido lúdico y trágico que la hacen única para convertirse en obligación penosa, pretexto para el exhibicionismo social o simple recurso evasivo, despojado de todo significado para quien con ánimo más gustoso, alerta y receptivo debería vivirla: el verdadero aficionado a toros.

Recordaba aquella ilustrativa estampa mientras discurría –a lleno diario, algo insólito en estos tiempos– la famosa feria de Pamplona, que a primera vista parece lo más opuesto al espíritu inquisidor de la isidrada: el ruido, la algarabía, el afán de celebración en su expresión más intensa y libre. Pero en el fondo, no deja de funcionar como una intoxicación –del gusto y de los sentidos– igualmente lesiva al saboreo profundo de la tauromaquia.

Y hablando de críticos y expertos ganados por el desencanto, ahí está el tono permanentemente gris que acompaña la narración oral de los festejos de San Fermin. Inclusive el matador Emilio Muñoz, que tan interesantes acotaciones suele hacer, a ratos parecía contagiado del tono de aburrida suficiencia del titular de las transmisiones, tan alejadas en eso de la constante vibración de aquellas reseñas de Malgesto o Alameda que fueron nuestras compañeras de infancia. Y nuestra vía de acceso auditivo a los secretos y fulgores de la fiesta.

Porque una fiesta, por definición, tiene que ser todo esto: espacio aparte, ocasión privilegiada para la alegría vital, presente puro. Y con miras a tal propósito, la peor receta, el enemigo al acecho, está en la tentación de transformar lo que por su propia naturaleza tendría que ser excepcional en cosa de todos los días, repetición forzada, espesa y trillada rutina. Creo que estos lastres están detrás del creciente desinterés de los españoles por el toreo. Los que no asisten más a la plaza y los que acuden a ella sin asumir el goce de vivir el presente para trocarse en severos analistas. Y que tampoco como analistas consiguen acertar, como su indiferencia permanente hacia lo que ocurre en el ruedo –salvo los casos en que se conjugan circunstancias especiales– claramente demuestra.

 

Año a contraestilo

 

Cuenta Juan Belmonte en alguna de sus muchas memorias que cierta tarde, en Bilbao, mientras tomaba de su mozo de espadas los trastos de matar, se le acercó Rafael Gómez El Gallo, que era primer espada, y “como dándome el pésame por anticipado, me dijo: Juan, un toro a nuestro contraestilo”, aludiendo al miura que, aculado en tablas y sin haberse dejado picar, le aguardaba desafiante. Luego resulta que el trianero le cuajó una faena que los bilbaínos recordarían durante generaciones, pero el término estaba ya acuñado. Y si desde entonces hay toros a contraestilo, por qué no aplicar el afortunado epíteto alumbrado por la clarividencia del Divino Calvo a cualquier otra cosa que se nos tuerza en el camino para tornarse desfavorable, o simplemente a situaciones molestas y de difícil compostura.

Desde esa imagen acústica, 2013 está resultando un año a contraestilo. Por la drástica reducción del número de festejos –Pamplona a salvo–, la inutilidad práctica de los triunfos en Madrid de nuestros matadores –ni en los villorrios más insignificantes se anuncia a un mexicano– y la acusada mansedumbre de demasiados toros y encierros completos. Pues si en México llevamos tiempo lamentando la virtual desaparición del toro bravo en su cabal integridad, que dio paso al mortecino post toro de lidia mexicano, en España, este año, la cosa no pinta mucho mejor. No por lo menos en San Isidro ni en San Fermín, dos de las ferias más cuidadosas con el tema ganadero.

 

Encierros esaboríos

 

Contraste marcado entre la adrenalina derrochada por esas miríadas de mozos que en Pamplona corren cada mañana el encierro, y la sosería desesperante que por la tarde exhibieron los mismos temibles astados. Se dio inclusive el caso de un “Langostero”, negro e imponente toro veleto de El Pilar, que sembró el terror en la calle al volverse y arremeter repetidamente contra la multitud que lo rodeaba hasta herir a cuatro corredores, y su opuesto comportamiento en la muleta de Saúl Jiménez Fortes, que le insistió y se arrimó lo indecible sólo para encontrar la más cansina indiferencia por respuesta. Allí perdió el malagueño la posibilidad de abrir la puerta grande luego de la oreja cortada al tercero, un coloradito bueno a secas, al que toreó de capote y muleta con variedad y ceñimiento, y estoqueó volcándose sobre el morrillo.

Esa tarde del viernes, el encierro de El Pilar salió tan insustancial y fofo que ni siquiera Padilla –número fuerte en Pamplona– consiguió animar la función. Y El Juli tuvo que hacer acopio de todo su magisterio para arrancarle una oreja forzada –y esforzada– al segundo de la anodina tarde.

Si la víspera las cosas habían salido algo mejor culpa fue de la terna, más que de un sexteto de Álvaro Domecq noblón pero inexpresivo y ayuno de fuerza. Al navarro Francisco Marco le alcanzó con derrochar mucho valor y no poca torería –enorme mérito de quien hizo esa tarde su primer paseíllo de la temporada– para cobrar la oreja del colorado cuarto. Y a Fandiño, que iba a encontrar su trébol de cuatro hojas dos días después, el incierto quinto le dio tal palizón que tuvo que pasar esa noche bajo observación médica, luego de haberlo estoqueado estando inconsciente.

Esa tarde del jueves 11 David Mora abriría al fin la puerta grande, mas no hay que rebuscar en su elegante quehacer hazañas mayores, apenas la capacidad para mimar las rácanas embestidas de un lote dócil pero sin ninguna chispa. Salió a oreja por toro y, como siempre, lo mejor fue su toreo a la verónica, de clásica armonía, que ahonda su plasticidad en cada remate con la media.

 

Más de lo mismo

 

Antes de la corrida de Torrestrella –que lograra quebrar a ratos tanta monotonía–, la fiesta se había concentrado en los tendidos, con su ruido de coros y bandas, y las apetitosas viandas y abundantes tragos compartidos bajo el sol. Y rara vez en el ruedo, del que más bien emanaba grisura. Grave subversión, porque los toreros conscientes de su responsabilidad, aun con ganado soso, nunca lo viven ni lo verán así.

Hubo, no obstante, un encierro de Dolores Aguirre que medio funcionó –Manuel Escribano, muy valiente, cobró ese martes la única oreja–, porque lo que envió Valdefresno al día siguiente lindaba en lo lamentable, así David Mora haya conseguido arrancarle al quinto la primera de las tres orejas que a la larga cobraría. Alberto Aguilar y Rubén Pinar, muy dispuestos ambos, lo tuvieron imposible.

En cuanto al cartel más esperado de la feria –y para mi gusto la mejor combinación de la temporada–, peor no pudo resultar. Ese miércoles 10 vimos cómo Morante se iba inédito y abroncado tras verse las caras con dos bichos sin un solo lance o muletazo de Victoriano del Río; poderoso El Juli ante el vacío de sus dos tullidos adversarios y sin encontrar acomodo ni templanza Talavante, porque el tercero, que medio se movió, lo hizo sin pizca de clase.

Al final, me quedo con las palabras del artista de Puebla del Río, que deponiendo su habitual parquedad declarativa, y bajo el peso de una pita imponente –tuvo el buen gusto de abreviar en lugar de insistirles al par de insufribles alimañas–, señaló que “Pamplona une mucho al toro con el pueblo, y eso la hace una plaza fundamental para  la fiesta.”

De acuerdo, maestro.

 

El sábado, docle puerta grande

 

Pero Pamplona es tauromaquia primodial, y el día 13 Juan José Padilla sintonizó admirablemente con ese axioma. No tanto con la imponente mole de Fuente Ymbro que abrió plaza –650 kilos pesaba “Flamante”–, con el que estuvo populista en exceso para cobrar una oreja de pura adhesión y simpatía, como con “Heroína”, el toro de la feria por bravura, nobleza, fijeza y son. Con él, el jerezano reposó su toreo en una primera parte de faena que alcanzó incluso una sobriedad y temple desusados, tras lo cual vino el cierre padillista a base de rodillazos y mordeduras de pitón que acabó de enardecer a los pamplonicas; el conjunto justificaba las dos orejas solicitadas, pero el presidente sólo concedió una, ganándose monumental rechifla. Lo peor es que tampoco premió al de Fuente Ymbro, un toro de bandera.

La faena más reunida y cabal del ciclo la cuajó un Iván Fandiño todavía bajo los efectos de la paliza del otro día. Gran toro, por clase, repetividad y temple fue “Malicioso”, hermosísimo jabonero melocotón, honra de la divisa de Ricardo Gallardo y uno de esos astados que hunden al mal torero o ayudan al bueno a recobrar el sitio. Fue esto último lo que ocurrió, pues Fandiño lo muleteó con un gusto, una ligazón y un temple irreprochables hasta estructurar auténtico faenón –muy puro, sin alardes para la gradería– además de estoquearlo por derecho y en lo alto. Sin duda la faena de los sanfermines 2013, y la única que se premió con dos orejas. Y la consiguiente puerta grande, compartida con Juan José Padilla.

La tarde sabatina, lo peor de Fuente Ymbro integró el lote de Miguel Ángel Perera, sobrado de voluntad y poderío pero imposibilitado de ligar el toreo para sacar a los tendidos de su particular celebración cotidiana. Porque en Pamplona todo mundo vive su propia fiesta, ya sea en el ruedo o al margen de lo que allí suceda.

 

Oreja de un Miura

 

La cortó ayer el joven Jiménez Fortes, justo premió a su disposición y valor ante el único ejemplar de Zahariche que ligó las quince embestidas de rigor. Para Rafaelillo hubo petición tras magno volapié al primero, en tanto la cuadrilla de Javier Castaño alcanzaba mayor lucimiento que su matador, enfrentado, como Rafael, a par de toracos reservones y geniudos.

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