Del patrón sabemos mucho, quizá demasiado. Su fama lo precede: un hombre cuya lista de virtudes incluye el alcoholismo, el acoso sistemático a jóvenes y un estilo de obediencia digno de manuales medievales. Y entre sus mejores trucos está uno que destaca por su meticulosidad e ilegalidad: espiar a los empleados. No, no se trata de rumores de café: micrófonos y cámaras están estratégicamente ubicados y escondidos en áreas comunes y privadas de los demás trabajadores; transmiten 24×24 cada sonido y cada movimiento a la computadora del patrón, donde él, en su gloria etílica, lo observa todo cuando no está dormido. Curiosamente, nunca hay grabaciones de él mismo tambaleándose, durmiendo o acosando a alguna joven, ¡un genio de la discreción!, dirían algunos.
La historia, sin embargo, no estaría completa sin “la esquirol”, una trabajadora contratada, además, como cobra de la oficina. Su rol: ser oreja y mensajera, con un jugoso sueldo extra fuera de nómina. ¿De parte de quién? Del príncipe, nuevo y pueril personaje en esta novela, protector incondicional del patrón, jefe de cuadrilla con nulo liderazgo que repite las ininteligibles, desquiciadas, confusas e incompletas ideas del patrón, con faltas de estructura lógica y desastrosos vicios de dicción. La esquirol, fiel a su misión, se encarga de repetir fielmente esas órdenes, a los empleados en la mira. Todo esto, claro, envuelto en la sofisticación de un “mensaje siciliano” de amenazas veladas que prometen tormentas laborales si el destinatario no se alinea.
La logística es impecable: El patrón, con vista cada vez más nublada por su devoción al licor, revisa grabaciones y envía audios y fotos –risiblemente comprometedoras–, al príncipe, quien, primero, se encarga de intimidar personalmente al trabajador. Si el terror inicial no surte efecto, entra en acción la esquirol, armada con su vileza servil, su fantasiosa incuestionable calidad moral y su gran talento para el dramatismo, para cumplir por lo que se le paga extra: transmitir palabra por palabra con la misma intención, el mensaje siciliano exacto; y a motu proprio –¡faltaba más!– se compromete a proferirle al desdichado trabajador sentencias como: “¡Bájale dos rayitas!” antes de regresar con un detallado informe de las reacciones del empleado. Es un sistema tan preciso como patético, signo de la total decadencia de un ínfimo principado.
Y hablando de decadencia, no podemos ignorar el contexto: espacio laboral reducido, donde el poder se mide por intimidaciones y subordinación y no por ejemplo, conocimiento y calidad moral. Es el reino de lo ínfimo y de lo nulo: ínfimo liderazgo, ínfima decencia, ínfima sensatez y nula ética, nulo respeto y nulo porvenir, excepto para los genuflexos que obedecen y lucran.
Antes de cerrar, ¿Alguien sabe qué fue de aquellos cuatro locutores de una estación grupera en Puebla que salieron huyendo en 2015? Cuentan que fue por algo muy espinoso.
¡Conste que es pregunta!
Es cuánto.