Martes, abril 16, 2024

El–hombre–que–no–cree–en–nada / II

Destacamos

Hablábamos en nuestra columna anterior de la antología de textos de don Luis Efrén de la Torre Aguilar “El–hombre–que–no–cree–en–nada”, recopilados por Xavier González Fisher y Jesús Antonio de la Torre Rangel en Aguascalientes, ciudad natal tanto el autor como los antologadores. Y también de la influencia que alcanzaron la personalidad y los puntos de vista de El–hombre… basados siempre en el rigor del análisis –y a la luz de un criterio sumamente estricto y consistente– en el debate taurino de los años 40 del siglo pasado, aunque la ejecutoria de De la Torre Aguilar como crítico taurino se extendiera desde sus primeras incursiones como tal, en El Universal Taurino de tiempos de Gaona, hasta el decenio dorado de La Lidia, revista famosa por las controversias que entre sus diversificadas plumas se establecían. Un escenario que, por desdicha, iba a desaparecer a principios de los años 50, cuando semanarios del talante de La Lidia dejaron de publicarse.

 

Tres temporadas clave

 

Desde la perspectiva del autor, las tres temporadas grandes que más profunda huella marcaron en la historia de nuestra tauromaquia serían la de 1920–21 –cuando se reanudaron las corridas en el DF, tras la prohibición del gobierno de Venustiano Carranza en 1916–, la de 1940–41 –en que “Cobijero” mató a Alberto Balderas, una de las figuras predilectas de don Luis– y la de 194546, en que se presentó en México Manolete, cuyas actuaciones y perfil torero merecieron de De la Torre los juicios aquí expuestos la semana anterior.

 

Españoles y mexicanos

 

Ese invierno comparecieron ante el público capitalino nada menos que nueve diestros hispanos, de los cuales obtuvieron opinión francamente laudatoria de nuestro autor los sevillanos, muy jóvenes entonces, Pepe Luis Vázquez –“torero de cuerpo entero, a la vez clásico y profundo” (p. 115)– y Pepín Martín Vázquez, que “lleva camino seguro de colocarse en envidiable sitio… (para) beneplácito de aquellos que guardamos gusto preferente por la pureza y la verdad” (p. 117).

Sobre los mexicanos que ese año se enfrentaron al Monstruo de Córdoba con las armas de su arte y su valor, hace resaltar la superioridad mostrada por Armillita –tanto sobre Manolete como sobre sus demás alternantes–, y acusa a la administración del cordobés de haber rehuido la pelea con el Maestro de Saltillo para elegir como pareja competitiva a Silverio Pérez, mucho más inconstante y desigual, un torero en el que “coexisten dos personalidades perfectamente definidas… cobarde, desaprensivo, falto de sentido de responsabilidad… (aunque) en su primer encuentro con el cordobés cuajara la mejor faena de su vida… portentosa de variedad, ligazón y ajustamiento… torera por los cuatro costados, armoniosa, bellamente trágica, teniendo su parte de clasicismo puro en la aparición del pase natural, huésped ocasional en la muleta de Silverio” (p. 126).

Otro mexicano que hizo gran papel al lado de Manolete fue Luis Procuna, y sin embargo, Elhombre… no es con él menos crítico que con Silverio, pero tampoco menos justo. Empieza por fustigar su falsa gitanería, de la que se sirve para “llamar la atención del público con monerías tendientes a hacerse pasar por auténtico gitano… (y así) escudar desaciertos, cobardía y desvergüenza… (sin embargo) la gracia y el salero… los tiene en abundancia… posee valor, envidiables facultades e intuitivo conocimiento de la psicología de las masas… además, su marcada propensión a torear por alto… le da notoria personalidad, distinguiéndolo de la mayoría de los modernos lidiadores… 17 de febrero (de 1946), fecha de su consagración como muletero de altos vuelos… transformación clara, ojalá que definitiva… de este artista desconcertante” (pp. 127–128).

Además elogia el clasicismo de Jesús Solórzano, puesto de relieve en la “Tarde gloriosa del 16 de enero… (cuando) realizara proeza inolvidable en ocho lances de capa de lo más bello que se haya esculpido en el ruedo de El Toreo, para más tarde cuajar faena torerísima” (p. 129), el valor y dramatismo de Antonio Velázquez y el arte de su paisano Alfonso Ramírez El Calesero, tres toreros que, a su parecer, debieron tener mayor participación en aquella temporada. Como Fermín Rivera y Ricardo Torres, de muy buena actuación en las contadas oportunidades que recibieron, en medio de la desbocada efervescencia manoletista (11 corridas en tres meses toreó Manuel Rodríguez en el DF).

 

Fermín, por encima de todos

 

Ese invierno, y también el siguiente, Armillita siguió proporcionándole a Luis de la Torre motivos sobrados para justificar en sus escritos la supremacía del colosal torero de Saltillo. “¿Qué no es un estilista declarado? ¡Claro que no¡ ¿Cómo va a serlo si no toma poses estudiadas ni huye descaradamente cuando tiene ante sí a un toro con el que hay que exponer para desengañarlo, sujetarlo y dominarlo…? (aun así) no una sino repetidas veces… ha toreado con el más amplio sentido estético… en la memorable tarde del 16 de enero… sus dos alternantes (Solórzano y Manolete), en plan de triunfo también, hubieron de verse superados por las magistrales faenas de Fermín… (lo) hemos visto torear dentro del estilo de Manolete… aunque con mayor pureza, naturalidad y ajustamiento… ¿Veremos algún día a Manolete torear dentro del estilo de Armillita?” (pp. 123–124).

El invierno siguiente iba a registrar para la posteridad el “duelo de izquierdas” entre Garza y Manolete en una memorable tarde a media semana (11.12.46). Las discusiones se antojaban interminables hasta que llegó el domingo, día 15, y Fermín Espinosa se enfrentó a “Nacarillo”, de Piedras Negras: “Veintisiete naturales a un toro bravo se dice muy pronto, mas tiene sus bemoles… (pero) citar de largo… para hacer embestir, a esa distancia, a un toro soso y aplomado en demasía, haciéndolo todo, sacando bravura de donde no la había… (sólo un) ¡Torerazo genial, sabio y artista! / Tu figura en el ruedo se levanta / Sobre ciencia que a todos adelanta / Y el pueblo clama: ¡Es cosa nunca vista!… (pp 160–161)

 

Poesía y prosa

 

Años después, México en la cultura, el suplemento cultural de Novedades, dirigido por el recordado maestro Fernando Benítez, dio cabida a varias composiciones rimadas de Luis de la Torre, inevitablemente relacionadas con el tema taurino. Una especie de antología de piezas poéticas seleccionadas por el propio autor, que incluye unas calaveras –extraña mezcla de humor y seriedad, muy acorde con el carácter adusto de De la Torre– dedicadas a los matadores mexicanos Vicente Segura, Rodolfo Gaona, Luis Freg y Juan Silveti, y los españoles Juan Belmonte, Ignacio Sánchez Mejías, Rafael Gómez El Gallo y Marcial Lalanda, variopinto elenco que seguramente data de los primeros años veinte. El mismo texto, publicado en 1971 en México en la cultura, incluye además varios sonetos en torno a las figuras de Armillita, El Soldado, Silverio Pérez, Carlos Arruza y Luis Procuna.

Como buen armillista, don Luis se guarda de rendir pleitesía al regiomontano Lorenzo Garza, contraparte y rival del saltillense. En cambio, su exaltado amor al terruño se manifiesta en una larga composición a sus dos paisanos toreros más destacados, El Calesero y Rafael Rodríguez, cuyas contrastadas personalidades, perfectamente captadas por su ojo de aficionado de alcurnia, no estorban la admiración que siente por ambos. Como también por dos diestros, en este caso capitalinos, unidos y marcados por el infortunio, como fueran Luis Freg y Eduardo Liceaga.

Aunque la vida del escritor y crítico aguascalentense se prolongó hasta 1975, parece ser que de los años 50 en adelante, su pluma se llamó a silencio. Sería, tal vez, porque en los episodios de la fiesta posteriores a la época de oro no fueron ya capaces de suscitar ni su fervor ni su pasión.

 

Colofón

 

Se esté o no de acuerdo con los conceptos vertidos por Luis Efrén De la Torre Aguilar, oculto tras la crítica y críptica personalidad de “El–hombre–que–no–cree–en–nada”, es claro que sus juicios rezuman saber, honestidad y amor por la fiesta, en permanente búsqueda de sus mejores expresiones, de su máximo esplendor. De esta utópica postura han sido continuamente acusados los de su especie por quienes viven y piensan en función del mercado taurino –incluidos no pocos periodistas, venales o no, pero interesados sobre todo en que el negocio prospere–. Hoy, un polemista de su calidad y saber caería automáticamente en la clase de los “puristas que solamente buscan protagonismo” o, peor aún, de los “amargados”, que “tanto daño hacen a la fiesta”.

A la “fiesta”, sí, pero entendida como lo que Juan Pellicer llamó “festín de truhanes”, cuando era juez de plaza en la México y los taurinos desesperaban porque no daba su brazo a torcer. Pero nunca al arte, entendido, de acuerdo con la certera definición de Herbert Marcuse, en su Ensayo sobre la liberación, como un “conjunto de reglas idóneas para dirigir una actividad determinada hacia la transformación de una realidad dada, por medio de una expresión única”.

Si el toreo es arte –y no simplemente espectáculo, negocio, diversión–, necesitados estamos de muchos hombres que lo tomen en serio. Y tengan, además, la perseverante actitud de este hijo ilustre de Aguascalientes, dispuesto a vivir por y para la defensa y goce de una tauromaquia libre de adulteraciones y desviaciones dolosas.

Porque otras fallas usuales, las debidas a la humana imperfección, no tenemos más remedio que aceptarlas y compartirlas democráticamente. Convencidos, entre otras cosas, de que lo único que puede rescatarnos de esa condición falible –así sea momentáneamente– es precisamente el arte, en cualquiera de sus múltiples y misteriosas manifestaciones.

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