Lo conocimos –lo leímos– en aquellas viejas colecciones de La Lidia, la gran revista taurina de los años 40 junto con Multitudes y La Fiesta, que alcanzaban todas las semanas un tiraje que les permitía competir entre sí y con los diarios deportivos de la época, aunque en la década siguiente éstos terminarían devorándolas. Firmaba así, audescribiéndose retadoramente, y sus textos tenían siempre un aire de desafío, defensor de la buena ortodoxia, armillista irreductible pero, sobre todo, polemista formidable.
Hay que decir que uno de los atractivos de La Lidia estaba en las controversias que se entablaban entre sus principales redactores –Don Tancredo, Roque Solares Tacubac, Paco Puyazo, Sagitario–. Don Tancredo (Roque Armando Sosa Ferreyro), director del semanario, era garcista acérrimo, Roque Solares Tacubac (anagrama del doctor Carlos Cuesta Baquero, legendario y certerísimo crítico cuya afición provenía del salto de siglo) hacía gala de profundos conocimientos históricos y técnicos en sus meticulosos análisis –fue el primero en fustigar el becerrismo y el toreo de perfil de nadie menos que Manolete–, y Paco Puyazo (el periodista yucateco Flavio Zavala Millet, que luego se inclinaría marcadamente por el futbol) así como Sagitario (me parece que era el posterior juez de la México Lázaro Martínez) hacían la contraparte juvenil al conservadurismo de sus más curtidos colegas, defendiendo la tauromaquia de vanguardia de los embates del tradicionalistas.
Podemos presumir que, con semejante telón de fondo, los aficionados la pasaban en grande. Y conste que digo aficionados, no lectores, pues esa distinción era entonces innecesaria: el buen aficionado se hacía mirando toros y leyendo y hablando sobre el tema; lecturas y diálogos que iban de la corrida del domingo al punto de vista de una crítica de estilos y gustos muy diversos, y de la defensa del diestro predilecto a los debates más encendidos sobre toros y toreros. ¿Qué queda hoy de todo aquello? Lo mismo que de la fiesta como motivo de vivencias memorables, adhesiones apasionadas y flamígeras discusiones. O sea…
De más está decir que el lector común ignoraba quiénes eran las personas detrás de cada seudónimo. Esas incógnitas las ha ido despejando el tiempo, pero El–hombre–que–no–cree–en–nada iba a seguirlo siendo hasta hace muy poco, cuando una feliz iniciativa del amigo Xavier González Fisher y de Jesús Antonio de la Torre Rangel se tradujo en la formidable antología de textos taurinos del escritor aguascalentense Luis Efrén de la Torre Aguilar (18891975) que acaban de dar a la imprenta, bajo este sugestivo título: El–hombre–que–no–cree–en–nada. Un siglo de toros. Ahora sabemos quién manejaba la pluma y firmaba con tan misterioso y original mote. Su trayectoria como crítico de toros, ya habitante de la capital del país, se inició en El Universal Taurino, editada por el diario El Universal y que, durante los años 20, era, en opinión de José Alameda, el mejor semanario taurino del mundo, superior incluso a los que se publicaban en España.
El referido volumen, que Xavier González Fisher nos ha hecho llegar con suma gentileza, fue editado por el Centro de Estudios Jurídicos y Sociales Mispat, de la ciudad de Aguascalientes, y en sus 200 páginas están recopilados textos que van de las vivencias iniciáticas del joven De la Torre a sus años de consolidación total como crítico de La Lidia. Es decir, del ambiente taurino de la Aguascalientes de finales del XIX, incluidos los años en que compartió aula en el Instituto de Ciencias con Ramón López Velarde, Saturnino Herrán y Pedro de Alba, futuras figuras internacionales de la poesía, la pintura y la diplomacia, pasando por la inauguración de la plaza San Marcos y las actuaciones en la ciudad de gran variedad de diestros, españoles la mayoría, que van de Cuatro Dedos, El Ecijano y Corcito, Montes, El Gallo y Bombita, a Sánchez Mejías y Gaona, quien acostumbraba hacer pasar las de Caín a los empresarios provincianos con sus imposiciones de ganado terciado y desorbitadas exigencias económicas. Como tantas otras plazas del interior (Guadalajara, Monterrey, San Luís Potosí, Puebla, Mérida…), Aguascalientes daba toros 30 o 40 domingos del año, y contaba con una afición abundante, entusiasta y conocedora.
Primero Gaona
Don Luis de la Torre Aguilar emigró al Distrito Federal en 1914, y desde entonces siguió la marcha de la fiesta en la capital. Sus reparos a los ardides de Rodolfo Gaona tuvieron el contrapunto del reconocimiento a la grandeza artística del Indio, cuya faena a “Revenido” de Piedras Negras (17.02.24) es objeto de una de sus crónicas más laudatorias y encomiásticas.
Pero, en pleno auge del gaonismo, no duda en ponderar los méritos de Sánchez Mejías, a quien los partidarios del Califa de León no podían ver –de entonces datan los enconos de tendido entre la Porra y la Contraporra en el viejo Toreo–, además –detalle muy destacado–, nos permite aquilatar, aunque sea lejanamente, la incipiente personalidad de Ernesto Pastor, que pintaba para sucesor de Rodolfo cuando cegó su vida la cornada de un Villagodio, en Madrid. Todo esto gracias a la atinada selección que los compiladores hicieron de las crónicas con las tardes estelares de la fundamental temporada 1920–21, incluida la de los famosos cárdenos de Piedras Negras.
El año de la despedida de Rodolfo, don Luis de la Torre se casó, y refiere que una de las primeras inquietudes de su joven esposa fue que la incorporase a la peña de taurófilos que el marido frecuentaba, ganada por el entusiasmo con el que él y sus amigos hablaban de toros. Llegó a ser, cuenta De la Torre, una aficionada muy competente.
Época de oro
Pero la mayor y más lograda participación de El–hombre–que–no–cree–en–nada como testigo y notario de medio siglo de toros hay que ubicarla en los 40, con las páginas de La Lidia como vehículo privilegiado y el apogeo de los Armilla, Garza, El Soldado, Silverio, Arruza, Manolete y Procuna como temática. Firmemente afincado en el partido del Maestro de Saltillo, no por eso dejaba de reconocer méritos ajenos, así correspondieran a diestros cuyos conceptos eran claramente contrarios a su formación y arraigadas convicciones. Entre las páginas más sabrosas del libro figura su análisis de la tarde de “Clarinero” y “Tanguito” de Pastejé, o mejor dicho, de los faenones que Fermín Espinosa y Silverio Pérez bordaron con ellos, en la que ha sido considerada por muchos la corrida del siglo XX en la capital de la República.
Lo ocurrido aquel 31 de enero de 1943 es examinado con lupa por Luís de la Torre, que se apoya en dos aspectos básicos para establecer lo que, a su criterio, determinó la superioridad de la faena de Fermín: las condiciones de “Clarinero” –más encastado, menos pastueño que “Tanguito”– y el hecho de que Armilla terminara cuajándolo por naturales, en contraste con el derechismo integral del genial trasteo del texcocano. Reconoce, no obstante, que “Como toreó Silverio a ‘Tanguito’, seguramente que sólo él pudiera hacerlo, pues su toreo es personalísimo y difícilmente podrá tener paralelo en el modernismo en que está cimentado” (p. 77). Y cuando en marzo del mismo año, el Faraón utiliza al fin la mano izquierda para redondear otra gran faena, el confeso armillista no tiene empacho en felicitarlo y felicitarse por ello. Mantuvo, sin embargo, su censura al toreo de manos bajas –detalle de aficionado antiguo–, argumentando que de esa manera el riesgo disminuye “pues no es lo mismo pasarse los cuernos por la cintura o por el pecho, a que pasen rozando las zapatillas” (p. 78).
Otra lanza serenamente rota por Fermín se refiere a la encerrona de éste con los seis de San Mateo, con los que pudo de sobra, antes de cortarle el rabo a uno de obsequio de La Laguna (20.02.44), faena demeritada por Don Tancredo en razón de lo terciado del noble burel tlaxcalteca, previsto para el caso por la gente de Armilla, que de antemano conocía la intención de don Antonio Llaguno de hacer que el saltillense sudara la ropa con sus “toritos”, que indudablemente procederían del tronco más duro y áspero de San Mateo. Serenamente porque El–hombre no se extralimitó en sus elogios al maestro, simplemente subrayó la geniuda adultez del sexteto zacatecano, y reconoció la solvencia con que su torero se había deshecho de ellos.
La temporada de Manolete
Manuel Rodríguez confirma alternativa en el DF el 9 de diciembre de 1945 –cortó un rabo y sufrió grave cornada–, y se convierte en eje de la temporada capitalina. Picados en su amor propio, los Armilla, Silverio y Procuna no serán menos que el Monstruo de Córdoba, en un invierno en que también estuvieron eminentes los sevillanos Pepe Luis Vázquez y Pepín Martín Vázquez, e incluso diestros más veteranos, como Fermín Rivera y Ricardo Torres, o el leonés Antonio Velázquez. La pasión por la fiesta desbordaba al país –el 5 de febrero siguiente inauguraban la plaza la México, ante un llenazo de 50 mil almas, El Soldado, Manolete y Luís Procuna– y el público materialmente devoraba los semanarios taurinos, oportunidad inmejorable para que críticos y cronistas reafirmaran sus respectivos conceptos y dieran a conocer a la afición sus puntos de vista, en general muy bien sustentados aunque a menudo encontrados.
Primero que nada, se refiere a que la mayoría de los encierros fueron “de escaso respeto y sin la edad apropiada” (p. 108), y censura a público y autoridades por permitirlo. Tocante al Monstruo de Córdoba, le reconoce vitudes sobre todo morales –“excepcional honradez profesional, prodigioso aguante…”–, aplaude la “belleza plástica” de su arte, apegado a “procedimientos clásicos” (p. 111), y lo defiende de quienes criticaban lo corto de su repertorio, arguyendo su capacidad para imponerlo a un elevado porcentaje de astados.
Pero, técnicamente, su opinión coincide con la de los críticos más sagaces del momento –Solares Tacubac fue el principal pero no el único– al observar que “su cite… es siempre de perfil, no presentando el cuerpo a la res (sino) de manera exclusiva el engaño… protegido a la vez por lo aplomado del bovino (que es) condición preferida de este torero… No se tuvo oportunidad de aquilatar sus méritos con ganado en plenitud de facultades, impetuoso y fuerte en sus acometidas” (p. 113). El hecho de que concediera a Manolete el beneficio de la duda, abierto a la posibilidad de una posible enmienda en temporadas futuras, habla de la absoluta buena fe de El–hombre–que–no–cree–en–nada. Compartida, por cierto, por otros críticos mexicanos que pusieron reparos a los procedimientos de Manolete pero siempre de manera comedida, sin confundir la agresividad malsana con el rigor del análisis a profundidad.
Este somero repaso a la antología de El–hombre–que–no–cree–en–nada continuará la semana próxima.