Domingo, octubre 13, 2024

El espíritu de Espartaco

Oscar Ochoa

Un fantasma recorre la Tierra, es el espíritu de los pobres que se resisten al despojo y exterminio programado. A nivel mundial se hace evidente la hipocresía de Occidente que en Los Juegos Olímpicos de París celebra una simulada hermandad entre pueblos, mientras se lleva a cabo un genocidio planificado desde las élites trasnacionales sobre el territorio ocupado de Palestina y otros países. Estas olimpiadas también son espacio de manifestaciones pro Palestinas y pro Sionistas, una permanente expresión de los de abajo contra los de arriba.

Muchos de los atletas que participan en las competencias en la llamada Ciudad Luz se muestran en abierto apoyo al pueblo palestino portando los colores verde, rojo, blanco y negro, así como esta bandera hecha ropa. Y es que las manifestaciones contra el genocidio disfrazado de guerra no han parado.

En otras latitudes como Argentina se organizan manifestaciones y comidas colectivas ante la embestida neoliberal de un gobierno fascista que se lanza a los brazos de los grandes empresarios y tecnócratas mientras reprime y desprecia los movimientos por la defensa de los derechos laborales y las conquistas ciudadanas menoscabados por este gobierno que sólo ha exacerbado la crisis en la que llegó al poder. Las reformas impulsadas por el gobierno de Milei sólo han enriquecido a los más poderosos a costa de los más empobrecidos.

En México el desencanto por un gobierno que se autonombra de izquierda se eleva ante la noticia amarga de que los multimillonarios, auspiciados durante el neoliberalismo, han incrementado su riqueza en promedio un 200%. Las desapariciones de personas y los desplazamientos por violencia se incrementan ante el desprecio y descalificación del Ejecutivo Nacional. Y sin embargo, las resistencias construyen nuevas rutas para encontrarse en medio de abrazos y llantos, pero también de coraje transformado en voluntad de cambio político, social y cultural.

La inconformidad de personas de a pie, atletas, migrantes, madres de desparecid@s, indígenas, estudiantes, obreros y otr@s se condensa en un alto a la lógica de despojo y muerte como sinónimo de progreso. Jóvenes que se manifiestan en los partidos de fútbol contra el genocidio en Palestina, también los que intentan salvar a migrantes que naufragan en las aguas del Mediterráneo son algunos de ellos. También están los migrantes que defienden sus derechos frente al racismo institucional de los países de tránsito y destino.

Otro tanto se puede decir de aquellos jóvenes de los pueblos ancestrales que se quedan en sus territorios para defenderlos del embate capitalista disfrazado de progreso que lleva destrucción, contaminación y criminalidad en todas sus escalas.

Todos ellos encarnan el espíritu de quien estando en los estratos más bajos de la sociedad, se resisten a continuar matándose por algo que sólo sirve a las élites. Ante estas circunstancias ellos no saludan a quienes se regocijan con su batallar hasta la muerte, ni levantarán la mano contra los de su clase porque reconocen en medio de este triste  escenario a sus enemigos de clase y necios como sus abuelos, como sus padres y sus hermanos bajan las manos para construir algo distinto: un mundo sin sensacionalismos ajenos ni sangre inútil, pero sí uno de trabajo modesto y palabra honesta.

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Somos jóvenes rebeldes*

Markos escribió sus ideas en unas hojitas con letra diminuta:

“Somos jóvenes rebeldes que nos alzamos en armas porque Colombia vive una democracia de papel, sin que el sistema político garantice bienestar a todos los colombianos”.

El colectivo, los abogados y los militares guardaron silencio y escucharon durante unos cuantos minutos al joven que precipitaba sus palabras: “El país está en manos de una oligarquía desde los primeros años de independencia, tras la muerte de Simón Bolívar”.

Discurrió sobre “la pobreza en las ciudades. Bogotá tiene barrios donde la gente no come sino una vez al día, donde los muchachos no pueden practicar deporte por falta de canchas, donde los niños están desnutridos si van a la escuela, cuando los padres pueden llevarlos, donde los servicios públicos son mínimos”. Destacó su procedencia capitalina: “del barrio donde crecí puedo decir que nos hicimos rebeldes ante la falta de oportunidades de estudio, trabajo o actividades deportivas. Tememos prestar el servicio militar porque nos llevan a la fuerza y además porque sabemos que vamos a una guerra contra nuestro propio pueblo para defender los privilegios de la minoría que detenta el poder”. Reiteró su militancia:

“pertenecer al M 19, alzarse en armas se justifica en la historia, porque las instituciones son una farsa, las elecciones son un carnaval de compra de votos y conciencias, los partidos tradicionales llenos de candidatos corruptos y el Congreso está integrado por los mismos de siempre, los que legislan para aprovecharse de los privilegios, saquear el erario, estafar a los ciudadanos”.

M leía con dificultad sus notas: sus desvencijadas gafas tenían una graduación óptica menor de la necesaria. “Como jóvenes revolucionarios de este país, con las ideas del libertador Simón Bolívar y la pasión de nuestros héroes patrios como los Comuneros,

Antonio Nariño, el chispero José María Carbonell, la Pola Policarpa Salavarrieta, Manuela Beltrán, Ricaurte, Sucre, el general Melo (que encabezó el único y fugaz gobierno del pueblo a mediados del siglo XIX), el indígena Quintín Lame, el padre Camilo Torres y muchos otros que lucharon con ellos, aspiramos a transformar nuestra sociedad, a construir una Colombia con justicia social donde todos gocemos los derechos humanos, la educación, la salud, el trabajo, la vivienda, la garantía de nuestras vidas”.

Los militares estaban a la expectativa. El discurso de Markos, “un jovencito biche todavía”, al decir de un militar, los cimbraba y enfurecía por su franqueza, tanto como las palabras de los abogados que lo precedieron, un poco más equilibradas y serenas.

La emotividad del muchacho contagió con sus dotes oratorias a sus compañeros de causa. “Sé, sabemos, que ustedes, señores militares del jurado, acatarán las palabras del fiscal y nos condenarán a prisión los años que se les antoje de acuerdo con los códigos militares que esgrimen contra gente civil como todos nosotros. Nuestro único delito reconocido es el derecho a la rebelión contra la injusticia. Aspiramos a un país en paz, pero no la pax romana cimentada sobre la muerte, sino una paz sustentada en la justicia social, en una Colombia renovada que brinde a su pueblo, a toda su gente, lo que soñó el Libertador: la patria de todos, para todos sus hijos, sean trabajadores urbanos o campesinos, indígenas o negros. Sólo una nueva sociedad y una nueva democracia pueden hacer realidad ese sueño”. Para terminar lanzó la consigna con el pueblo, con las armas, al poder, coreada por los prisioneros y acompañada con los aplausos de todos ellos. Los militares estaban furiosos. El presidente ordenó sacar a M del recinto, aunque el abogado Pantoja protestó y dejó constancia del atropello contra el acusado.

Las palabras de convicción por parte de Markos serían la base para su condena: 68 meses de prisión “por su actitud beligerante”, como consignó el acta final del juicio. A otros reos les condenaron a 78 meses y a la mayoría a 48 de cárcel. Semanas después, el abogado Eduardo Umaña Mendoza expresaría que “a los enjuiciados en Ipiales les faltó una defensa jurídica”. De modo tácito, el prestigiado jurista defensor de presos políticos hacía referencia al entusiasta discurso de Pantoja, quien para finalizar sentenció que los inculpados “debían aceptar con estoicismo las consecuencias de su actuación insurgente”.

*Fragmento de M en la cárcel, novela de Augusto Lara Bacatá  sobre un militante del M19 colombiano.

PEDRO Y EL CAPITÁN

Por: MIGUEL BLANDINO

Decía Mario Benedetti que tenemos que recuperar la verdad como una forma de merecer la victoria.

Eso lo escribió en la introducción de su drama para la escena titulado Pedro y el Capitán.

Hoy, en el  cuarto aniversario de la muerte de mi hermano carnal Roger y de nuestra hermana ideológica Luz Margarita Posada Machuca, me viene a la mente la obra estrujante del uruguayo que retrató el diálogo entre el torturador y el torturado, justamente en el momento en que nosotros dos, los hijos de mi mamá, abandonamos la casa para irnos a la guerra. Roger con el ERP, yo con las FPL.

Sin imaginar siquiera que por ese mismo tiempo, bien lejos de nuestras vidas, Benedetti estaba estructurando las ideas de la novela que no fue y que al final se convirtió en la base del guion de una obra de teatro, cada noche nosotros dos hablábamos como en una oración -cada uno en su cama-, a oscuras, acerca de la importancia de la necesidad de forjarnos la convicción de que no estábamos luchando para obtener gloria, poder o dinero, sino para arrancar desde la raíz las causas de la pobreza de nuestro pueblo, en general, y de nuestra pequeña familia, en particular, y de todos los vecinos y amigos que eran nuestro entorno inmediato.

Sin imposturas ni falsas poses, sino como reafirmación de la conciencia de que nos estábamos metiendo en problemas mayúsculos que, con toda seguridad, iban a acarrearles terribles consecuencias a las de la casa, nuestra hermanita, mamá y abuela, entendimos que el mejor camino para alejarlas del peligro tenía que ser dar el salto hacia la clandestinidad, dejar nuestras amistades, cambiar de sitio y olvidar nuestros nombres.

La última vez que nos vimos yo tenía veinte y Roger dieciocho, y fue en la cafetería de un parqueo público frente al atrio de la Iglesia de San José, en el mero centro de San Salvador.

Pedimos dos cafés. Yo llevaba una mochila con ropa, zapatos y dinero para mi hermano. Roger me sugirió pedir la cuenta e irme al baño. Cuando regreses ya no voy a estar, me dijo, ahí pagas la cuenta. En efecto, al volver a la mesa ya no estaba él y se había llevado la mochila.

Sin abrazo ni beso, sin alharaca, como cuando de niños íbamos cada mañana al colegio, cada uno agarramos el rumbo de nuestras propias Guerras.

Meses después vi en la portada del diario su foto en una cama de hospital, intubado y con drenos y agujas. Pero lo que más me impresionó fueron las esposas de hierro enganchadas a los hierros de la cama. Me pareció que estaba mirando la foto de una fiera herida y, por lo tanto, iracunda, peligrosa. Yo conocía perfectamente aquellos ojos. Tenían la mirada de cuando estaba bien bravo, como cuando siendo un adolescente me puse el pantalón beige sin estrenar que se había mandado a hacer con lo que le pagó don Beto, el pintor del que era ayudante durante las vacaciones del instituto.

Años después conocí los detalles de las torturas a las que los sometieron a los tres capturados. A mi hermano lo torturaban incluso en esa cama del hospital San Juan de Dios, de San Miguel; mientras que en el Cuartel Central de la Guardia Nacional a Miguel Ángel y al Doctor Julián, que fue quien lo ingresó al hospital para no cargar con el agonizante y para que no muriera en la calle, los golpearon casi hasta matarlos, antes de fotografiarlos para la portada de aquel fatídico diario.

Pero para entonces ya teníamos asumida esa parte de la guerra: la posibilidad real de ser capturados y torturados. Esa era la peor de las pesadillas, claro, peor que la de morir en combate. Ser apresado vivo era la pesadilla que superamos haciéndonos conscientes de que era una posibilidad real y que, por lo tanto, teníamos que entrenarnos para librar esa última batalla. Por eso teníamos que mentalizarnos para esa eventualidad, para que dejara de ser un tormento adelantado.

Precisamente para ello nos habíamos preparado, despejando de la mente toda duda de que el destino del guerrillero detenido era la muerte.

Para el ejército enemigo, mantener con vida al prisionero era solo un trámite, mientras se conseguía arrancarle los secretos de la organización. Después era el final, a causa de las torturas o por una ejecución sádica para exponer los cadaveres y, con esa exposición pública, escarmentar y aterrorizar, o esconderlos en tumbas desconocidas para atormentar a las familias y a sus compañeros.

La convicción de que al término de un tiempo decidido por los captores sobrevendría la muerte, nos dejaba bien claro que no había razón alguna para delatar a los compañeros. Total, ya estábamos muertos desde el momento de la captura.

Esa era nuestra enorme ventaja: nunca el enemigo iba a poder hacer hablar al que ya sabía su destino y estaba firmemente convencido de que dijera algo o no dijera nada, ya estaba muerto.

Mucho tiempo después, cada uno por su lado, leímos Pedro y el Capitán, y confirmamos que en toda América Latina el enemigo era igual, de un sadismo brutal, frío, profesional.

La verdad de nuestra convicción nos mantuvo vivos en los momentos aterradores y ambos fuimos merecedores de esas nuestras pequeñas victorias.

Esa misma verdad fue la permitió que nunca perdiéramos la razón y con ella la orientación y fuéramos a la guerra envenenados buscando venganza personal. Lo que nos pasara en esa guerra lo aceptábamos de antemano porque nadie nos había obligado a tomar las armas

La guerra es una acción política y como tal trascendental. No es un asunto personal.

Pedro y el Capitán eran dos profesionales enzarzados en una batalla minúscula -dentro del contexto de la guerra- entre dos profesionales, uno que quiere provocar un cambio radical y otro que trata de conservar el statu quo.

Con su muerte, Pedro derrotó al Capitán.

Con sus muertes, muchos años después de ganar tantas batallas, Roger y Margarita, quien también se incorporó a la guerrilla siendo una adolescente casi una niña, vencieron al sistema que nunca pudo doblegarlos.

¡Salve la entereza y la reciedumbre que ni se doblega ni se quiebra!

Sus nombres van a perderse como el polvo que arrastra un vendaval, pero el carácter va a engendrarse en el espíritu de otros que no los conocieron, y que jamás supieron de ellos.

Los nuevos luchadores ya andan por ahí, jugando y soñando. Esos  nuevos combatientes son los que van a triunfar sobre la ignominia de la nueva tiranía. En sus almas vivirán Roger y Margarita, aunque nunca lo sepan.

HAMBRE

Hambrientamente lucho yo, con todas mis brechas,

cicatrices y heridas, señales y recuerdos

del hambre, contra tantas barrigas satisfechas:

cerdos con un origen peor que el de los cerdos.

Por haber engordado tan baja y brutalmente,

más abajo de donde los cerdos se solazan,

seréis atravesados por esta gran corriente

de espigas que llamean, de puños que amenazan.

No habéis querido oír con orejas abiertas

el llanto de millones de niños jornaleros.

Ladrábais cuando el hambre llegaba a vuestras puertas

a pedir con la boca de los mismos luceros.

En cada casa, un odio como una higuera fosca,

como un tremante toro con los cuernos tremantes,

rompe por los tejados, os cerca y os embosca,

y os destruye a cornadas, perros agonizantes.

Fragmento del poema

de  Miguel Hernández

También puedes leer: Sistema de partidos como dispositivo político de poder

 

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