Tras el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, se constituyen en Colombia las guerrillas liberales del llano, con Guadalupe Salcedo –asesinado tras el Pacto de Entrega de Armas en 1953– y Pedro Antonio Marín, alias Manuel Marulanda Vélez; quien constituyó grupos de autodefensa campesina ante un Estado que lejos de promover vías de acceso en las regiones o la sanidad, empleo o educación, se manifestó presto a colocar impuestos, entregar tierras fértiles a hacendados y a perseguir a las autodefensas por su ascendencia liberal exhibiéndolas como enemigas de la sociedad. Hoy les dirían terroristas.
El Estado las empujó a la certidumbre de sus convicciones, que inicialmente eran apenas vitales pues al nacer como autodefensas carecían de una definición ideológica. Sin embargo, luego de ser bombardeadas en la “Operación Marquetalia”, en 1964 se constituyeron como Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), asumiendo una clara posición ideológica. En 2002, tenían presencia en 24 de los 32 departamentos colombianos.
En la década de 1980, al crecer la ofensiva militar del gobierno colombiano, las FARC se financiaron mediante el cobro de impuestos al narcotráfico, y muy probablemente del cuidado de las rutas y cultivos de coca y amapola; además, sus ofensivas militares, el uso de cilindrosbomba y minas antipersonales o ‘quiebrapatas’, las desacreditaron ante la opinión internacional como grupo insurgente y en el gobierno de Álvaro Uribe (2002–2010), fueron inscritas en la lista de grupos terroristas perseguidos por el gobierno con apoyo de grupos paramilitares, que enceguecidos por la persecución a la guerrilla y al comunismo, efectuaron brutales masacres de civiles.
Las actuales FARC–EP, negocian hoy el silenciamiento de los fusiles en Colombia y su integración a la participación política y electoral, entre otros puntos. Y aunque han sido mermadas operan, y lo podrían seguir haciendo con no poco éxito. La paz es clave para recomponer el tejido social de Colombia. La reparación a las víctimas, evidenciar responsables y construir nuevas generaciones desprovistas del deseo de venganza o el temor al reclutamiento forzado para la guerra, están hoy presentes en las negociaciones entre la guerrilla y el gobierno, pero lograrlo requiere de un Estado que sostenga lo pactado; que asuma que la mejor manera de disipar a las guerrillas es elevar la inversión social, la protección de los recursos naturales y la base alimentaria, el derecho al trabajo, la industria nacional y el rediseño de su modelo de desarrollo.
El próximo 15 de junio el pueblo de Colombia incidirá con su voto en la continuación o no de la violencia. Quienes se oponen a la paz, están prestos a sembrar votos falsos o a comprarlos e intimidar para que gane el candidato de la continuación de la guerra. Por eso, hoy, se puede decir que de los males el menor: votar por la fórmula Santos–Lleras, que por supuesto está lejos de ser una candidatura de izquierda, demostrará que las fuerzas progresistas colombianas han aprendido a consensuar lo fundamental. Cada nación tiene sus prioridades y Colombia, su historia, sus muertos, dolientes, desplazados, campesinos, jóvenes, mujeres y hombres, tiene la suya: la paz.