¿Cómo es posible que Javier Duarte haya enviado una iniciativa de ley que ha llevado a modificar el artículo 4o. de la Constitución local, que agrega un párrafo sobre el derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural, cuando su gobierno se ha caracterizado por implementar en Veracruz una “cultura de muerte”?
No voy a hablar en este artículo sobre el cinismo de la clase política porque su carácter insultante, depredador, generador de violencia es transparente y cotidiano. Voy a compartir mis reflexiones sobre el tema del derecho de las mujeres a interrumpir el embarazo.
El debate sobre la despenalización del aborto es sin duda uno de los debates más dolorosos que han tenido que enfrentar las sociedades contemporáneas y que de nueva cuenta se encuentra en escena de manera álgida.
¿En qué momento desde la penetración del espermatozoide en el óvulo, la formación del cigoto, la implantación del óvulo fecundado en el útero, la aparición de la actividad eléctrica cerebral etcétera se puede hablar de vida propiamente humana? Ciertamente que desde el momento en que aparece un nuevo código genético, 18 a 20 horas después de la fecundación, lo que está presente no es vida de zanahoria o de ratón, es código genético de vida humana; sin embargo, no es tan claro que esa realidad pueda llamarse ya ser humano único e individualizado. De ahí surge toda clase de polémicas motivadas por diferentes intereses, unos más éticos que otros. Probablemente continúe siendo un debate ríspido por muchos años, a no ser que nuevos avances científicos, biológicos, psicológicos, sociológicos y nuevas reflexiones filosóficas aporten datos relevantes para la discusión.
Las decisiones éticas, por definición, son decisiones que se toman ante conflictos de valores que se articulan de manera generalmente muy compleja y que exigen responsabilidad, información, contextualización, diálogo e introspección. Lo que siempre está en juego es la vida y la dignidad humana, de las personas y de las colectividades, de las generaciones presentes y de las futuras. Y todo eso, todo, es lo que está en juego en el tema del aborto. Y el diálogo se ha vuelto casi imposible porque predominan posturas polarizadas que paradójicamente convergen en que ambas argumentaciones parecen eliminar precisamente la complejidad y la tensión valoral que conlleva la interrupción de un embarazo.
En un polo están grupos como la jerarquía eclesiástica, Pro–vida y otros, que consideran que el aborto voluntario (considerando aborto incluso el uso de la píldora de emergencia) sea cual sea la causa, y en cualquier momento del proceso es un homicidio. En otro polo están grupos feministas que consideran que la mujer tiene derecho absoluto sobre su cuerpo y por lo tanto puede decidir libremente si quiere abortar, en el transcurso de 12 o 13 semanas de gestación.
En el primer caso, lo primero que salta a la vista es la falta de sensibilidad a las causas del aborto, como si éste se diera en un vacío de contexto y por mala fe de la mujer, eliminando así los valores que entran en conflicto. Y entre las principales causas del aborto en nuestro país están: la miseria, la falta de información y educación sexual contextualizada y el machismo. Muchos embarazos no deseados son el resultado de relaciones asimétricas de poder de los varones sobre las mujeres. Uno se asombra de cómo se habla de excomunión automática (algo que parece matizar el actual Papa Francisco) ante el aborto y por otro lado se toleran e incluso se apoyan “abortos colectivos” generados por las políticas del FMI, por los abusos de las instituciones financieras, por el silencio ante lo megaproyectos que destruyen la vida y sus posibilidades de reproducción, por la obscena concentración de la riqueza en nuestro país que mata, sí, mata, de desnutrición, de falta de oportunidades, además de desintegrar a las familias de una gran parte de la población, la de los migrantes. ¿Por qué no se condena esa “cultura de muerte” y se sanciona y se excomulga a muchos responsables fáciles de identificar? ¿Con qué autoridad moral se habla de respeto a los seres humanos cuando al mismo tiempo se han encubierto los delitos de pederastia al interior de la iglesia, delitos que han destruido tantas “vidas”, verdaderas “masacres” como ha señalado Alberto Athié? Si eso indigna a todo ser humano con sensibilidad moral, más aún nos indigna a los creyentes. Y si a la condenación del aborto se le añade la prohibición del uso de preservativos y las reticencias a una sana educación sexual por parte de la iglesia, nos encontramos en un escenario que pone a la mujer entre la espada y la pared lo que es gravemente injusto y por lo tanto inmoral por parte de la Institución.
En el segundo caso, el del planteamiento de que la mujer tiene derecho absoluto sobre su cuerpo, parte de una visión discutible sobre el ser humano. Me parece que no tenemos derechos absolutos ni sobre nuestro cuerpo, ni sobre nuestra vida, ni sobre el entorno. Precisamente porque los seres humanos creímos que teníamos derechos absolutos sobre la naturaleza hemos deteriorado nuestro nicho vital. Creo, como dice Raimon Panikkar que somos seres “relativos” es decir estrechamente relacionados con los demás y con la naturaleza, seres inter–in–dependientes. Creo como plantea Levinas que somos responsables los unos de los otros incluso antes de tomar conciencia de ello. Pero por ello y porque creo que la libertad es ante todo una forma de relación, no una desvinculación per se, me parece fundamental continuar la lucha por la equidad de género que supone, entre otras cosas continuar la lucha contra la expropiación que del cuerpo y de la sexualidad de la mujer han hecho el Estado, las creencias, los hombres. Sin embargo sostener que el carácter absoluto del derecho de la mujer sobre su cuerpo es el punto nodal para la decisión del aborto, me parece que es eliminar la premisa que planteo de que el aborto es un conflicto de valores.
Édgar Morin en su libro L’Éthique, que tiene como hilo conductor la complejidad de la ética, plantea constantemente las relaciones complementarias, antagónicas y recurrentes entre individuo, sociedad y especie, y considera que la cuestión ética está en el corazón mismo de esta dinámica. Dice, en el caso que nos ocupa, que inevitablemente nos enfrentamos a los antagonismos que supone el derecho de la mujer a preservar su libertad abortando ante un embarazo no deseado, el derecho de nacer del embrión, y el derecho de la sociedad a preservar su demografía. Morin le concede derechos al embrión lo que es precisamente un aspecto fundamental del debate, pero plantea de manera seria la complejidad de lo que está en juego y que lleva a considerar que la calidad de las decisiones morales no puede prescindir del contexto individual y social en el que están inmersas.
Pero lo complejo no debe de llevar a la parálisis sino a la seriedad, a la responsabilidad y a la aceptación del carácter incierto de nuestras decisiones, y además ocurre que el debate en el que nos encontramos en este momento es uno en torno a una legislación. Por lo tanto es necesario distinguir el nivel de la ética y el de la legalidad. Por supuesto que ambos niveles tienen relación. Si algo deseamos es que el respeto a la vida y a la dignidad informen las leyes de todo tipo y su aplicación; sin embargo, para permitir una convivencia sana en una sociedad plural (y una sociedad que no es plural ya no es sana) es necesario legislar a partir de acuerdos mínimos.
La despenalización del aborto no es una ley que obligue a ninguna mujer a abortar en ningún caso, eso sería inadmisible, pero no se puede legislar sobre casuística, y en el caso del aborto voluntario cada caso es una situación especialmente compleja y dolorosa. Por lo mismo debe quedar a la conciencia de la mujer la decisión última. En cambio la penalización del aborto es una amenaza seria a la salud pública en el contexto concreto actual en el que es urgente proteger a miles de mujeres que mueren o son explotadas por abortos practicados en la clandestinidad, y –subrayo– fundamentalmente mujeres pobres, lo que hace particularmente injusta una legislación punitiva, y ese es el meollo ético del asunto de la despenalización. Y es también, y no menos importante, el esfuerzo por ir quebrando esa relación entre sexualidad y poder en la que las mujeres han sido las víctimas.
Es lamentable que con el caso de Veracruz sumen ya 18 estados de la República en los que el aborto voluntario es tipificado como homicidio. Y más lamentable aún, cuando se trata de un Estado cuyo gobierno lo ha cubierto de muerte.