Henri Lefebvre, urbanista francés, por cierto, marxista, hablaba en los finales de la década de 1960, del derecho a la ciudad, es decir, volverla una unidad, uniendo lo que está separado y aislado, para hacer de la ciudad un espacio homogéneo donde se realicen plenamente los valores sociales fundamentales: el respeto a la vida, la justicia, la democracia y la libertad individual y colectiva.
En aquel entonces, el capitalismo transitaba por la fase Monopolista de Estado, en cuyo contexto ocurren en México el movimiento popular estudiantil de 1968, la intensificación las luchas campesinas y de los trabajadores de la ciudad, procesos en los cuales emerge la Utopía, no como algo inalcanzable, sino como aquello que, con la lucha social se puede alcanzar: la transformación de la sociedad capitalista por otra donde reine la igualdad, el respeto a la diversidad, la vida democrática y el bienestar social, sustentado en la emancipación del trabajo y el fin de la hegemonía de una clase.
En Francia, donde ese año la insurgencia del pensamiento y del movimiento social alcanzó niveles insospechados, Lefebvre, al referirse al derecho a la ciudad en realidad hacía una severa crítica a la urbanización capitalista, cuyas características, provocan distintas formas de segregación social y espacial, en las que las funciones humanas tienden a realizarse en compartimentos, es decir, aisladas en estancos y, quienes viven en ellos, apenas si conocen alguna parcela de “su” ciudad.
La segregación del espacio urbano, característica de la sociedad de clases, se naturaliza bajo la idea clasista de “vivir donde se puede pagar”. De este modo, en las ciudades capitalistas se desarrollan en espacios socialmente homogéneos diferenciados de otros, por ejemplo, los espacios más pobres, por su nivel de ingreso, se localizan en los sitios menos adecuados para el desarrollo urbano, y, por tanto, de la vida citadina, constituyéndose zonas precarias, marginadas en todos sentidos, coexistiendo con espacios amurallados, especie de guetos, donde se refugian los sectores de mayores ingresos.
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Los barrios pobres lo son por la falta de servicios básicos y la inexistencia de infraestructura urbana, frente a los espacios llamados “fraccionamientos”, son inaccesibles para los pobres.
En esos fraccionamientos, donde se concentra la población de mayores ingresos y los servicios urbanos de mayor calidad, se desarrollan las distintas actividades de la vida: servicios educativos y de salud, sucursales bancarias, recreación y oficinas de negocios de todo tipo, ajenos a la mayor parte de la población trabajadora ya que con ellos, además de ejercerse la hegemonía cultural burguesa, se produce un proceso simultáneo al despliegue deshumanizante de la segregación social y urbana: la burocratización. Este proceso, se manifiesta en la lógica estatal de la planeación urbana que define espacios homogéneos necesarios para facilitar el flujo del capital y asegurar elevadas tasas de ganancia.
Este proceso de segregación múltiple –evidente en Puebla–, contribuye al vaciamiento o pérdida de referencia de la ciudad y del espacio urbano como valor de uso, es decir, ligado con la cotidianeidad de la vida de todos y por la subsunción de ese valor de uso a la lógica del valor de cambio, que genera los procesos mencionados. De esta manera, la subordinación del desarrollo urbano a la lógica de la ganancia, va naturalizando la vida segregada socio–espacialmente de la ciudad y segmentando sus distintas funciones.
Finalmente, otro marxista, el inglés David Harvey, geógrafo y urbanista, plantea un aspecto fundamental del derecho social a la ciudad: “El derecho a la ciudad –dice Harvey– no es, simplemente, el derecho al acceso pleno de lo que ya existe, sino también el derecho a cambiarlo a partir de nuestros anhelos más profundos.”
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