Determinar cuál ha sido el año más difícil de la humanidad representa una tarea particularmente complicada ya que la historia está plagada de eventos catastróficos que han afectado a diferentes civilizaciones en distintos momentos. Por otro lado, esta visión se altera en una forma individual, pues depende de la percepción que se tenga de los fenómenos catastróficos que afectan a la sociedad en lo particular. Una persona que haya sufrido el fallecimiento de familiares cercanos (por ejemplo, en la reciente pandemia de COVID-19), pensará más en el impacto de las enfermedades, que alguien que no sufrió una pérdida.
La Peste Negra, una pandemia de peste bubónica entre los años 1347-1351, asoló Europa y Asia, causando la muerte de entre un tercio y la mitad de la población europea. También se debe de considerar a la, erróneamente denominada pandemia de gripe española de 1918, considerada como una de las más mortíferas de la historia, que cobró la vida de decenas de millones de personas en todo el mundo, coincidiendo con el final de la Primera Guerra Mundial. Otra fecha trascendental fue en el año de 1945, en el que finalizó la Segunda Guerra Mundial con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, marcando un antes y un después en la historia de la humanidad.
Sin embargo, considerado por muchos historiadores como el peor año de la humanidad es el 536 de la era común, en el que una o varias erupciones volcánicas masivas sumieron al mundo en un periodo de frío extremo, hambrunas y enfermedades, desencadenando una serie de eventos catastróficos que duraron décadas.
Una erupción impetuosa precipitó un “invierno volcánico” de una década de duración, en el que China sufrió nieves estivales y las temperaturas medias en Europa descendieron 2,5°C. Los cultivos no prosperaron, la gente pasó hambre y se alzaron en armas unos contra otros.
El aumento de la capa de hielo del océano (un efecto de retroalimentación del invierno volcánico) y un mínimo solar (el período regular que presenta la menor actividad en el ciclo solar de 11 años del Sol) en el año 600 condicionaron que el enfriamiento global continuara durante más de un siglo. Por estas razones, muchas de las sociedades que vivían en el año 530 simplemente no pudieron sobrevivir a los estragos que se desencadenaron en las décadas siguientes.
Solo una parte de lo que sabemos, o creemos saber, sobre lo que ocurrió en ese periodo tan turbio procede de las fuentes escritas tradicionales. Tenemos algunas para el año 536. El historiador bizantino Procopio de Cesárea (c. 500 – c. 560) escribió ese año que “se ha producido un presagio muy temible”. Por otro lado, el senador romano Casiodoro señaló en el año 538:
[…] el sol parece haber perdido su luz habitual y tiene un color azulado. Nos maravilla no ver las sombras de nuestros cuerpos al mediodía y sentir que el poderoso vigor de su calor se ha debilitado.
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Sin embargo, los verdaderos avances en la comprensión histórica de este “peor año de la historia” están surgiendo gracias a la aplicación de técnicas tan avanzadas como la dendroclimatología (ciencia que estudia el clima a través de la observación de los anillos de los árboles) y el análisis de núcleos de hielo.
El dendroclimatólogo Ulf Büntgen, detectó pruebas que sugieren que un grupo de erupciones volcánicas en 536, 540 y 547 precisamente se reflejan en los patrones de crecimiento de los anillos de los árboles. Asimismo, el análisis de un glaciar suizo realizado por el arqueólogo Michael McCormick y el glaciólogo Paul Mayewski, ha sido clave para comprender la gravedad del cambio climático del año 536. Este tipo de análisis se consideran ahora recursos importantes, incluso esenciales, en la caja de herramientas metodológicas de los historiadores para analizar periodos en los que no se conservan muchos registros.
A pesar de las dificultades para comprender completamente lo que sucedió en 536, este evento nos sirve como un recordatorio de la vulnerabilidad de la humanidad ante los cambios climáticos extremos y los desastres naturales. Nuestra supervivencia como especie depende de la capacidad que desarrollemos para identificar las amenazas venideras y evaluar el impacto que pudiesen provocar las distintas catástrofes; trabajar juntos a nivel local, nacional e internacional; desarrollar nuevas tecnologías y soluciones y sobre todo, ser flexibles y capaces de enfrentar los cambios, concentrándonos en una urgente necesidad de promover el humanismo como principal modelo de pensamiento y acción.
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