Poca gente presta atención al suceso; sin embargo, no ha quedado totalmente en el olvido por la difusión de la información que tiene en los medios masivos de comunicación. Motivado por una gran cantidad de inquietudes, me pregunto por qué quienes vivimos en el medio urbano ya no admiramos la noche, la Luna y las estrellas; o por qué nos mantenemos alejados de conceptos astronómicos que, sin ser complicados, pueden inducirnos pensamientos extraordinarios; o inclusive por qué hay más interés en el conocimiento astrológico de los signos zodiacales y ni siquiera ponemos atención en curiosidades cósmicas.
Por ejemplo, la unidad de medida del espacio, el año luz, es la distancia que recorre la luz en 365 días y que equivale a casi 10 mil millones de kilómetros por el espacio, por año (300,000 kilómetros por segundo). La estrella más cercana a nuestro mundo es el Sol, que está solamente a ocho minutos luz de nosotros. Aldebarán se encuentra entre 65 y 68 años luz o sea que, si en este momento desapareciera, continuaríamos viéndola durante un tiempo equivalente, sin percibir que ya no existe.
En la antigüedad, los cielos marcaban las características de la vida cotidiana. Nuestros ancestros poseían conocimientos astronómicos extraordinarios que nos llenan de admiración. Pero actualmente no sabemos si valdrá la pena cultivar estas ideas. Mucho menos podemos imaginar cómo estos fenómenos pueden influir en nuestra vida.
Un ejemplo de lo que puede generar el conocimiento científico de cualquier índole se pone claramente de manifiesto con una anécdota que ocurrió durante el cuarto viaje de Cristóbal Colón hacia nuestro continente, llevado a cabo entre 1502 y 1504. Buscando la “Isla de las Especias” conocida actualmente como Malucas (o Molucas), erróneamente pensando que Las Antillas era el archipiélago de Indonesia, lejos de encontrar oro, especias u otros valores materiales, lo único que halló fueron problemas. Desesperado y con una tripulación de 150 hombres al borde de la histeria, decidió poner rumbo a “La Española” (isla de las Grandes Antillas, en el mar Caribe). Por problemas de navegación y con sus barcos en un estado deplorable, tuvo que estacionarse en Jamaica para esperar apoyo por Diego Méndez y Bartolomé Fiesco, quienes en dos canoas buscaron ayuda que lograron, para hacer las reparaciones pertinentes, durante poco más de un año. Sin embargo, la estancia obligada en Jamaica requería la ayuda de los lugareños, quienes poco a poco se cansaban de los requerimientos de Colón y su tripulación. No es difícil imaginar que manifestaron su hartazgo con muestras claras de una rebelión. El 29 de febrero de 1504, sabedor de que habría un eclipse de Luna, Cristóbal Colón se dirigió al cacique y le dijo algo como esto: “Dios, señor de los cielos, está disgustado con ustedes por la poca ayuda que brindan y como castigo, les va a quitar la Luna”. Los aborígenes se rieron de él, pero en la noche, al presentarse el eclipse, se generó un pánico que solamente fue calmado con un “acuerdo” entre Colón y los dioses. Así, la Luna fue restaurada y los españoles pudieron terminar con sus reparaciones para salir de ahí.
Esta es una muestra clara de la importancia del conocimiento sobre la ignorancia. Pero Colón corrió siempre con suerte. Él no sabía si el eclipse iba a poder verse totalmente en ese lugar tan alejado de Europa. Hasta su muerte pensó erróneamente que se encontraba estableciendo rutas nuevas hacia el oriente sin aceptar haberse topado con un continente (por eso se le denomina como continente “Americano” en honor a Américo Vespucio y no continente “Columbano”, que hubiese sido el correcto si don Cristóbal hubiese tenido un poco menos de ímpetu, arrebato, desatino y necedad). No se puede decir que fue una especie de “suerte” que se encontrara con un continente en lugar de llegar a las indias, pues tenía una idea bastante clara de la redondez de la tierra, pero adolecía de un conocimiento especialmente torpe de las dimensiones terrestres, que por cierto ya se habían establecido en una forma bastante cercana a la realidad por Eratóstenes de Alejandría, entre el 276 y el 194 antes de nuestra era, es decir, más de mil 500 años antes de su viaje.
Sea como fuere, el caso es que “conocimiento es poder” y si bien en estos momentos pienso en el hecho de que desde que nací, se han visto alrededor de 70 eclipses de Luna en la ciudad de Puebla, incluyendo algunos penumbrales, otros parciales y unos totales, siempre pensaremos que el que estamos observado en ese momento, definitivamente es, por muchas razones, el más hermoso. Frente a la maravilla de la naturaleza, los eclipses lunares son fenómenos astronómicos fascinantes que nos conectan con el cosmos y nos recuerdan la dinámica constante de nuestro sistema solar. Desde la antigüedad han capturado la imaginación de las civilizaciones, inspirando mitos, leyendas y avances científicos. Hoy, gracias a la tecnología y el conocimiento acumulado, podemos predecir y observar estos eventos con una precisión verdaderamente asombrosa.
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