“Yo me acuerdo como si fuera ayer del convento, con decirte que me acuerdo de hasta la luz que se filtraba entre los árboles. Cómo no me voy a acordar si fue mi casa durante años”, cuenta sor Imelda, una de las monjas que, hasta el día de su exclaustración el 28 de mayo de 1934, habitó el convento de Santa Mónica con más de tres siglos de historia en Puebla.
Los recuerdos de sor Imelda constituyen el hilo conductor del documental realizado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en torno a este espacio conventual fundado en 1688 por el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz que actualmente es Museo de arte religioso.
El documental, disponible en la cuenta de YouTube de INAH TV, cuenta con el guión de Cecilia Vázquez Ahumada y Anayeli Hernández Cruz, basado en el libro Mujeres construyendo un mundo, las recetas del Convento de Santa Mónica en Puebla. Asimismo, participan Aránzazu Andrade como la voz de sor Imelda, Ricardo Menéndez en la narración, Armando Pérez como encargado de la grabación y Adriana Alonso en la selección musical.
El actual museo, se indica en el documental, tiene como precedente una casa de recogimiento fundada a inicios del siglo XVII para brindar protección a mujeres desamparadas. Luego de su fundación en 1688 como monasterio de reglas agustinas en donde las religiosas hacían votos de obediencia, pobreza y castidad, renunciando a su vida exterior y haciendo del claustro su morada, el espacio y su quehacer acrecentaron las diversas expresiones culturales de la ciudad de Puebla durante la etapa colonial.
Se narra cómo, a partir de la Guerra cristera, un movimiento social ocurrido entre 1926 y 1929 en una primera etapa, y luego entre 1936 y 1939 en un segundo momento, el convento de agustinas recoletas de Santa Mónica fue uno de los monasterios religiosos que fueron expropiados por el Estado al lado de otros conventos: de las carmelitas descalzas de La Soledad, de las dominicas de Santa Catalina, y las clarisas de San José y Santa Ana.
Fue en mayo de 1934 cuando el detective Valente Quintana denunció la existencia de una comunidad religiosa que ocupaba el edificio marcado con los números 101 y 103 de la avenida 18 Poniente. “El 20 de mayo de 1934 las sacaron sin nada, solo lo que tenían puesto, aquí deben andar en el locutorio los hábitos. Eran dos o tres monjas cuando llegó Valente, Lupita la priora ya sabía que iba a llegar, por eso nos mandaron a casa de amigos”, cuenta Imelda.
De dicho lugar, se incautaron bienes y objetos que conformaron el primer museo etnográfico del país “para inspirar a los artistas que harían una síntesis del arte prehispánico, virreinal y popular, además de dar cuenta de la vida de la religiosas”.
En 1993, sor Imelda del Sagrado Corazón “sobreviviente de la última exclaustración” contó sobre la forma en cómo funcionada este espacio, el cual había sido adaptado como casa habitación para aparentar que se trataba de una vivienda cualquiera, mientras que atrás de un mueble giratorio en donde las monjas recibían peticiones y limosnas, se escondía todo un mundo conventual.
“En las celdas se estaba como en una tumba”, refiere Imelda, en referencia que las celdas de profesas, ubicadas en el lado superior del edificio sobre la cocina y refectorio, no había cuadros ni escultura, sino solo un camastro y un crucifijo.
“Al piso del pasillo exterior de la celda de profesas le poníamos atole de maíz, lo hacíamos en tinas de baño, en tinas grandes, con congo y ajos fritos en aceite; se ponía en los pisos de los claustros del patio, quedaba como una especie de maque, una especie de pintura, corriente pero como barniz, y quedaban brillantes los pisos, se coleaba y no se deshacía el ladrillo, no quedaba polvo”, recuerda la monja.
Habla sobre otros espacios del convento que para 1993 tenía 305 años de existencia: su patio central una fuente y senderos que significaban “los ríos del edén, y las plantas y flores el jardín místico”; el coro bajo que era el lugar de ingreso de las aspirantes a la vida religiosa; el osario que era el lugar destinado a depositar cuerpos en un primer momento; la antigua enfermería en donde hoy se exhiben las pinturas en terciopelo del pintor Rafael Morante; la sala de recreo con un piano, pinturas y una gran mesa para costuras, en donde “se leían libros divertidos y se tocaban instrumentos”; y la biblioteca un buen número de libros de historia universal, atlas y tratados de medicina, en donde “uno podía leer lo que quisiera siempre y cuando el confesor lo dejara”.
La religiosa recordó también la escalera principal con “tres siglos de antigüedad”; la capilla doméstica -hoy el pasillo de San Agustín- en donde las monjas permanecieron ocultas, y en donde las cruces y coronas de espinas son la originales pues eran con las que se sacrificaban en semana santa; así como las oficinas de la planta baja, como la provisoría, la panadería, la zapatería, la tortillería y la cocina, en donde trabajaban las mujeres legas, y a donde las monjas tenían que pedir autorización para entrar a la par que tenían prohibido cambiar las herramientas de su lugar. No faltaron la sala de profundis, a donde entraban de dos en dos, para comer; o la sala capitular, que era el espacio de reunión para hacer acuerdos.
Destaca que sor Imelda también recordó la cocina: “Esta es la cocina… los trastos que usábamos eran de peltre, lo mismo que las tazas. Los vasos eran copas de barro, cada uno marcado con el nombre o las iniciales de Santa Mónica, tenían tapas y eran idénticas. Se tomaba atole y se usaban cedazos como coladeras. La comida era pobre porque estábamos pobres: nada más desayunábamos atole de agua y pan, el que ya tenía ocho días de hecho; la carne solamente durante las ferias. Se hacía el chocolate, hasta tenemos la receta: desde moler el cacao. Pero no eran las monjitas la que lo hacían, eran personas de fuera: les decían las chocolateras. Las cazuelas grandes sí se usaban, ahí se guardaban las conservas que se necesitaban para la fabricación de los dulces que vendíamos. Las torteras eran para hacer el arroz, los tableros también eran nuestros, eran para llevar la comida a las enfermas. El San Pascual bailón también era de nosotros”.