La sustentabilidad urbana es hoy día un problema de primer orden en la CDMX, el país y el mundo. Así se corrobora en la Nueva Agenda Urbana de ONU-Habitat o en el undécimo Objetivo de Desarrollo Sostenible.
Las ciudades, en efecto, son espacios críticos para entender, pero también para atender el cambio ecológico global. Por un lado, porque representan la mayor concentración espacial de población, espacios de poder y toma de decisiones, infraestructura y medios de producción (lo urbano genera alrededor del 80% de la riqueza mundial). Por otro lado, en tanto que son responsables de hasta tres cuartas partes del consumo mundial de energía y materiales, de la generación del 50% de los residuos, y de hasta tres cuartas partes del total de emisiones de gases de efecto invernadero. Por ello, cómo planeamos y gestionamos el espacio construido en sus múltiples escalas espaciales y temporales, es y será cada vez más importante en tanto que día a día se reduce el marco temporal para encontrar soluciones y alternativas de cara a la crisis ecológica planetaria en curso.
El proyecto de una ciudad sustentable no es un asunto menor y comienza por el entendimiento mismo de cómo poner en práctica la sustentabilidad, un imaginario que, en el mejor de los casos, ha sido ambiguo y contradictorio desde que el concepto de desarrollo sustentable fuera propuesto en el marco del Informe Bruntland. Ello se debe a que la sustentabilidad ha sido entendida como equivalente al imaginario dominante del desarrollo sustentable el cual insiste en hermanar, equivocadamente, el crecimiento económico con la conservación medioambiental a pesar de que la historia contemporánea demuestra que, a mayor crecimiento económico, mayor es el uso de energía y materiales y consecuentemente mayor la degradación ambiental. Esta cuestión no es menor cuando se piensa la sustentabilidad urbana, sobre todo cuando se da cuenta de que la expansión de lo urbano -o la urbanización- es en si misma pieza clave en la acumulación de capital. Y es que la necesidad de reinvertir la creciente riqueza que se genera (en medio de una pobreza cada vez más generalizada), ha hecho del sector inmobiliario uno de los mecanismos ideales para dinamizar el capital en el corto y mediano plazo, ello por supuesto no libre de crisis recurrentes de sobresaturación del mercado, producto de una urbanización especulativa que no tiene como objetivo principal resolver necesidades sociales. La especulación urbana a escala planetaria es tal que, de hecho, hoy día el sector de bienes raíces representa unos 217 billones de dólares o cerca del 60% del valor total de los activos globales, incluyendo acciones, bonos y oro.
México no se libra de esta dinámica, por el contrario. Los procesos de especulación urbana dentro y en la periferia de las ciudades ha ido en aumento en la CDMX (que concentra más del 40% de la expansión del espacio construido a nivel nacional), Puebla, Querétaro, Tijuana y muchas otras ciudades del país. Lo vemos en la construcción de millones de casas de baja calidad, pero también de lujo, en esquemas de mono-uso del suelo en zonas periféricas donde el valor inicial del suelo es bajo; en procesos de densificación urbana por medio de la construcción vertical; o vía la gentrificación o el “mejoramiento de barrios” que, de la mano de la especulación inmobiliaria, propicia la expulsión de gente pobre. En suma, el espacio urbano, se ha convertido en uno de los principales y más rentables negocios, mismo que no sólo comprende a la industria de la construcción, los bancos o las inmobiliarias, sino al mismo sector financiero. En México, la financiarización de la expansión del suelo construido es creciente, un proceso que ha tomado fuerza a partir de la conformación de diversos Fideicomisos de Inversión y Bienes Raíces o FIBRAS avocadas a la expansión hotelera, de infraestructura urbana, centros comerciales, residencias, etcétera. En 2017, once de las FIBRAS más rentables sumaban un capital de cerca de 220 mil millones de pesos que ha seguido creciendo.
Es pues en este contexto que ha de pensarse el futuro urbano nacional y las rutas de transición hacia otras modalidades mas sustentables, incluyentes y justas, ello comenzando por el caso de la CDMX y en sí el de la Zona Metropolitana del Valle de México.
En el marco del debate del 18 de abril de 2018, el grueso de aspirantes a la Jefatura de la CDMX, simplemente se quedó corto ante la complejidad del caso, prefiriendo descalificar a la única candidata que no sólo ha demostrado en su carrera académica que entiende el problema, sino que además trató a los citadinos como interlocutores y no meros receptores de lo que se puede calificar como circo de descalificaciones y pasarela de propuestas inconexas.
Sheimbaum atinadamente comenzó dando cuenta del principal problema asociado a lo urbano ante el cual propuso “orden al negocio de la construcción” de tal suerte que, entre otras cuestiones, no se violen los usos del suelo establecidos y se recupere el espacio público privatizado. La apuesta es por una ciudad innovadora, basada en la innovación y la planificación (no en la mera gestión de lo urbano cuya visión es de corto). El propósito: lograr mejorar los servicios públicos como el del agua. Para tal propósito, el diagnóstico del estado de situación actual es central, no solo en materia de agua o de otros “sectores”, sino del espacio urbano como un todo de tal suerte que se aprovechen las sinergias presentes entre unos y otros “silos” de la gestión tradicional de lo urbano. Internacionalmente ha sido extensamente reconocido, por la academia y practicantes, que a escala urbana hay un fuerte déficit de información de calidad para la toma de decisiones y, de hecho, de la existencia de capacidades. Por ello, los llamados para actuar sin ningún tipo de diagnóstico no sólo son imprudentes, sino indeseables en tanto que abonan a una gestión ciega y “al vapor” de lo urbano que suele desfavorecer a la población de por si ya vulnerable.
Uno de los puntos clave en la transición hacia una CDMX sustentable es sin duda la movilidad, no sólo porque representa casi la mitad de las emisiones de gases de efecto invernadero, sino además porque en lo concreto el tipo de movilidad define -y propicia- una cierta modalidad del uso del suelo y por ende del espacio construido. El bien conocido movimiento pendular del origen y destino de numerosas personas que entran a la CDMX a trabajar por la mañana y que salen al término de su jornada a las zonas periféricas, muchas de ellas verdaderas ciudades dormitorio, es bien entendido por Sheimbaum cuando propone un “cable-bus”, al estilo de Medellín (un éxito reconocido en el Foro Mundial Urbano de HABITAT celebrado en esa ciudad en 2014). Y es que la lógica es conectar a las personas de la periferia más empobrecidas y excluidas, con las zonas céntricas de la ciudad que pueden ofrecer otras oportunidades de trabajo, educación, de acceso a servicios o a diversas actividades recreativas.
El peso al transporte público que la candidata subraya, particularmente de aquel que compite con el transporte privado motorizado, como el Metrobús, es una práctica deseable y ya probada internacionalmente. Sheimbaum tiene razón en dar cuenta de la necesidad, no sólo de regular y hacer más seguro al transporte concesionado, sino en coordinar al sistema de movilidad en su conjunto. Hoy día, no sólo se incumplen requisitos de mantenimiento, atención, y seguridad, ya no se diga de horarios definidos, además, los distintos concesionarios compiten por el pasaje y definen las frecuencias de las rutas a partir de criterios de rentabilidad (mayor frecuencia a las horas pico cuando hay más pasaje) y no de la necesidad de movilidad de los usuarios a distintas horas del día.
La mirada integral de lo que es la CDMX, quedaría apuntalada en la propuesta de Sheimbaum de aumentar -cinco veces- el presupuesto al suelo de conservación, contexto en el que se esperaría que ello fuera a través de proyectos para la conservación del mismo y de los denominados “servicios ambientales” que este ofrece a la ciudad, para actividades productivas sustentables de producción de alimentos, la puesta en marcha de centros comunitarios y culturales, entre otros más que fomenten la concientización social y generen una apropiación social y sustentable de ese territorio.
En contraste con lo antes descrito, fue notorio que Rascón hiciera caso omiso a la temática pues mencionaría sólo dos propuestas concretas: la necesidad de recuperar la Cuenca del Valle de México y a dar al segundo piso de la CDMX un espacio para operar un “tren expreso”. Esta ultima propuesta, cabe prcisar, atiende el hecho de que, en efecto, se trata de una infraestructura que afianza el paradigma del transporte motorizado privado (fenómeno lock-in). Sorprende sin embargo que, al ser un punto constante de crítica por parte de diversos candidatos, fuese la única propuesta puntual, una situación que devela no sólo un desinterés por atender el problema, sino la finalidad de hacer uso del punto para la descalificación política.
Desde una mirada inocente y en extremo limitada, Osornio suscribió una “ciudad amable con el medio ambiente” que se tradujo en lo concreto en azoteas verdes, la reducción de fugas y la recuperación de los canales de Xochimilco y Tláhuac. Si bien tales propuestas son deseables, la visión de ciudad, ya no se diga sustentable, está completamente ausente. Más desarticulado aún fue lo propuesto por Carpinteyro quien, más ocupada en descalificar y atacar, se limitó a dar cuenta del problema del agua y la movilidad a partir de precisar la necesidad de reducir las fugas y mejorar el sistema de transporte Metro, aunque también habló de instalar paneles solares, cosechar agua (como lo hiciera Sheimbaum inicialmente) y promover el uso extensivo de concreto permeable.
Barrales, al igual que Carpinteyro y Arriola, prefirió usar su tiempo de apertura para desacreditar a Sheimbaum. Posteriormente hablaría de una visión integral y coordinada a escala metropolitana de la mano de la sociedad civil, una ruta que sin embargo visualizó desde un proyecto de especulación urbana de tal calado que la llevaría a sugerir, además de aprovechar el proceso especulativo asociado al nuevo aeropuerto, la construcción de “otro Chapultepec” y “otra Ciudad Universitaria” (seguramente en los terrenos del aeropuerto actualmente operativo, tal y como dejara ver Arriola). Barrales se posicionó así más cerca de la postura de Arriola , quien imagina grandes negocios con la expansión del Metro (100 km), el emplazamiento de tres trenes suburbanos, la renovación de la flota de camiones (una medida provisional a la reducción de emisiones derivada de una flota más moderna y eficiente), la construcción de 150 mil viviendas en torno a las estaciones de metro, la puesta en marcha de 9 plantas de tratamiento (que en el país suelen ser grandes elefantes blancos) y el desarrollo de un “acuaférico” en Iztapalapa (una “solución” altamente costosa y dependiente del abastecimiento de agua de fuentes foráneas). Desde cualquier punto de vista racional, el esquema de Arriola no es más que una fantasía propia del urbanismo expansivo que, por tanto, está lejos de conformar una visión holística y sustentable de ciudad. Además, de concretarse, seguramente sólo podrá ser viable mediante un endeudamiento mayor de la CDMX en beneficio de constructoras y negocios afines.
Por su parte, Boy presentó una mirada y soluciones relativamente desarticuladas de lo urbano que llamativa, pero no sorprendentemente, habrían de implementarse con mano dura. Y es que para Boy el problema son los jefes de obras que no cumplen las normativas (a quienes se tendría que encarcelar según la candidata), no así los procesos especulativos urbanos empujados por el gran capital nacional e internacional. En todo caso, en relación con estos últimos, lo importante es que no sean actores corruptos y respeten la Ley. Ello si bien es imprescindible, no ordena por sí mismo el espacio urbano, su lógica y viabilidad socioecológica. La propuesta es pues cosmética. Algo similar se puede decir del arresto a quienes roben el agua, lo que supone que la mano dura de Boy está esencialmente enfocada, no a quienes pueden pagar el agua, sino a quienes su derecho humano al agua es violentado en la práctica.
La propuesta de una Procuraduría que sancione la violación de los usos del suelo, si bien puede sonar atractiva, esta tendría que ser socialmente sensible pues muchas de esas violaciones se asocian a población empobrecida, incluso propietaria de la tierra bajo modalidad social. Pero nótese, el problema no está sólo en la violación per se de los usos del suelo sino en cómo se definen dichos usos, en beneficio de quién y a costa de qué o de quién Este punto fue sin embargo obviado por Boy quien se mostró más ocupada en descalificar y comunicar una visión de un peculiar estado de derecho a tabla rasa. Es cierto, sin embargo, que para posturas “duras”, Arriola destacó al pretender violentar el derecho a la libertad de expresión y a la manifestación pacífica, ello a propósito de pretender regular las marchas en términos de tiempo y lugar, por no mencionar las medidas propuestas en materia de seguridad y justicia, tema en el que Carpinteyro se posicionaría también con un discurso represor, muy alejado de atender las causas de problema: por un lado, los crímenes de “cuello blanco”, es decir, la corrupción y la impunidad de actores poderosos, y por el otro, el cierre de oportunidades, especialmente a los jóvenes en materia de trabajo, educación, cultura y deporte, tal y como lo señaló Sheimbaum.
Por todo lo aquí dicho, y considerando una noción crítica de la sustentabilidad que se aleja del desarrollismo para en cambio centrarse, como Amartya Sen lo ha expresado, en la libertad y expansión de capacidades para el florecimiento humano (lo que implica la “remoción de los obstáculos para la libertad” como lo son la pobreza y la falta de oportunidades económicas, la privación social sistemática, la represión, etcétera), puede suscribirse que la transición hacia la sustentabilidad urbana es inevitablemente un proceso reflexivo que se constituye como un imaginario de lo deseable. Por ello, lo que hagamos del futuro de la CDMX es una cuestión política y filosófica que concierne las nociones de ‘buena vida’ y del futuro que deseamos. Cuando más de la mitad de la población urbana de la CDMX, y del país, experimenta de manera desigual lo bueno y lo malo de “la ciudad”, es pues claro que la construcción y puesta en marcha de un imaginario socialmente consensuado es necesario y urgente.
El reto es complejo, no sólo por los intereses económicos y políticos presentes, sino porque además requiere trascender la alienación imperante, desarrollista, consumista, despilfarradora y desigual. En tal sentido, la transformación urbana, dígase de la CDMX, demandará trascender la actual función que tiene lo urbano en el proceso de acumulación de capital, para reconfigurar lo urbano hacia funciones que abonen a la buena vida, la libertad y el florecimiento humano, pero ello siempre y cuando sea bajo formas de producción del espacio sustentables, culturalmente diversas, y socialmente incluyentes y justas. En tanto tal, el pensamiento y práctica para tal transformación urbana demanda ser cooperativo, participativo y acompañado del avance de capacidades locales y de la construcción de una gobernanza bidireccional que habilite el empoderamiento social. Por ello lo valioso del llamado de Sheimbaum de conformar un gobierno que trabaja por y para la gente.
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, UNAM.