Este lunes quería hablar de Blancanieves, esa portentosa película de Pablo Berger que obtuvo 10 premios Goya y supera con creces –en creatividad, audacia y pureza cinematográfica– a la famosa El Artista, que abrió nuevos derroteros a las artes de este siglo mediante la fórmula retro del cine silente en blanco y negro. Me interesaba, por sobre todas las cosas, explorar con el debido cuidado una obra cuya riqueza visual y ambiental, ritmo del relato, musicalización y virtuosas actuaciones recrean aspectos de la vida en los años 20 del siglo pasado, justo la década en que dos expresiones populares –la cinematografía y el toreo– alcanzaron la categoría de artes mayores. Y porque, además, Blancanieves –el trágico personaje de la niña torera– metaforiza de manera poética la situación actual de la fiesta de toros, cercada por todos lados y traicionada incluso por los suyos, que ante los problemas y amenazas prefieren miran hacia otra parte. Pues todo eso cabe y vive dentro de esta maravillosa película, oscilante entre el drama, el triunfo y la tragedia.
Quería, motivado por una tenaz fuerza íntima, dedicar a la cinta de Berger este comentario, bucear en sus aguas profundas y desmontar la idea de que pueda tratarse de un cuento de hadas simplemente adaptado a una época y un ambiente diferentes de los del relato de los hermanos Grimm. Y hasta creo que lo había conseguido. Que en el empeño descubrí cosas importantes y encontré una buena manera de expresarlas. Y aquí mismo estaban, delante mi vista, hace apenas unos minutos. Antes –lo habrá adivinado ya el lector– de que una ventana intrusa, un par de precipitados teclazos y el misterio que en el fondo esconden estas maravillosas máquinas contemporáneas se lo tragara para siempre. Desvanecido en el éter un trabajo prolijo y meditado y sin tiempo ya para intentar reconstruirlo.
En pocas palabras, que mi artículo, mi crónica sobre Blancanieves y todo lo que creí descubrir en ella, se convirtió de pronto en alimento de la nada, risotada del diablo, desmemoria que se fuga a la velocidad de la luz. Tal vez algún día, bajo otro estado de ánimo, intente recuperar lo perdido. De momento, que con lo asentado baste. Y vamos a ver qué otro asunto aparece por aquí para salvar, a deshoras, este inaplazable compromiso de cada semana con el amable lector.
Faena malograda
Por lo pronto, me siento como debe sentirse un torero al que le tocaron los tres avisos después de una faena brotada de su ser más genuino y profundo (estoy exagerando, evidentemente: ningún pergeñador de párrafos más o menos coherentes podrá comparar jamás sus modestos logros con los de un artista de la talla de Morante, Silverio o José Tomás. Ni siquiera con el novillero modesto que una tarde cualquiera creyó pisar la cima más alta, sólo para descubrir, en el instante del sonoro batacazo, que pisaba una nube vaporosa).
Rindo, pues, homenaje al torero –al auténtico, no al simulador–, al valor de su lucha y al milagro de su arte. Por cuanto tiene de instante fugaz, de plasticidad huidiza, de obra irrecuperable. Afortunadamente, Blancanieves –que posee también las cualidades de una obra de arte– sigue ahí, a disposición de nuestra permanente avidez de reflexión y belleza.
Mala fe
Una apostilla al texto perdido estaba dedicada a la entrevista que Columba Vértiz de la Fuente –de la sección cultural del semanario Proceso– realizó con Pablo Berger, el cineasta que escribió el guión original, dirigió la película y realizó el montaje de Blancanieves. Me interesaba subrayar, sobre todo, los prejuicios taurofóbicos que trasluce el texto de marras. El empeño de la periodista por forzar a su entrevistado, si no a declararse antitaurino –cosa que a Vértiz le habría encantado–, por lo menos a tomar distancia del tema. No lo consiguió: por el contrario, Pablo Berger afirma que para el arte no puede haber temas tabú, y habla, entre otras cosas, de cómo crear un argumento de ficción sobre el toreo se le impuso con poderosa urgencia.
No obstante, la entrevistadora no iba a quedar satisfecha sin dejar la huella de su inconformidad bajo la forma de un (sic) que no puede ser más gráfico. Dice Berger: “Yo no soy taurino, soy flamenco, soy vasco, y la productora es catalana… Muchos antitaurinos han visto el largometraje y me han dicho que les ha gustado… a mí la parte de los toros que más me interesa es el baile con la muerte (sic)… de alguna manera siempre estuvo en mí ese fondo taurino y yo no podía luchar con él” (Proceso, semanario. 25 de agosto de 2013. No. 1921, p 70).
Si ésos son los procedimientos y así de notorios los prejuicios de una periodista presuntamente crítica y culta, qué podemos esperar de sus colegas más aculturados, acríticos e indiferentes, que son mayoría. Ni más ni menos que lo que venimos comprobando en la prensa diaria y los noticieros de radio y televisión: la omisión cada vez más acusada de información taurina, y el culpable olvido de una temática que abordaron en el pasado algunos de los más ilustres escritores y periodistas de este país. Temática que ya solamente parece ser noticia cuando se trata de airear las manifestaciones de unos cuantos taurófobos enardecido o despistados animalistas. Porque acerca de toros, toreros y corridas lo mejor es decir lo mínimo. O, de preferencia, nada.
Por cierto
En el mismo número de Proceso (íbid, pp 72–73), Leonardo Páez, que como bien saben ustedes es uno de los escasos cronistas y escritores de toros expertos, pensantes y comprometidos que van quedando en México, denuncia una serie de actitudes antitaurinas del exgobernador de Coahuila Humberto Moreira, el hombre que dejó a su estado una deuda sin precedentes y cuentas nada claras, sabiéndose de antemano protegido por la impunidad que caracteriza a la clase política del país en general y de su partido en particular. Un caso más donde campea a sus anchas el oportunismo político que es en gente de esta ralea una especie de segunda naturaleza –los Moreira lo mismo han hablado de fundar un museo taurino en la capital de su entidad que de abolir para siempre las corridas de toros–.
Los interesados en los pormenores del tortuoso asunto, magníficamente descrito y tratado por Páez, que sí es un intelectual crítico aunque no figure en secciones culturales, pueden consultar la fuente señalada.
Más de lo mismo
Me preguntaba, todavía bajo el peso de la dichosa pérdida de mi escrito sobre Blancanieves, si convendría sustituirlo por temas como las cornadas que tanto abundan por estos meses, el aniversario 66 del trágico fin de Manolete, el centenario de la alternativa de Juan Belmonte o cualquier otra efeméride o asunto a la mano. Pero estando en ésas me encuentro con que en mi misma ciudad florece un manojo de activistas taurofóbicos cuya vocera dice estar enterada de que un grupo de empresarios poblanos se apresta a construir una nueva plaza de toros “con dinero público” (?), razón por la cual personas integrantes de lo que denominan Asociación Activa para la Suspensión de la Crueldad hacia los Animales realizaron el pasado miércoles 28 una manifestación –vocablo excesivo, pues no pasarían de 10 las damas congregados– ante el consulado de España en Puebla, para protestar –hágame usted favor– en contra de cierta práctica conocida como El toro de la Vega de Tordesillas, consistente, según ellos, en el salvaje alanceamiento de un astado en las fiestas anuales de dicha población hispana. Práctica que, desde luego, equiparan con las corridas de toros, “vestigio medieval que no concuerda con el grado de desarrollo moral, intelectual y reflexivo de la sociedad mexicana del siglo XXI”.
Amenazan, además, con movilizar al Congreso del estado para que se apresure a declarar la abolición formal de la tauromaquia, “como ya hicieron los gobiernos de Veracruz y Sonora”. Para lograrlo, continúa la vocera de marras, cuentan con el apoyo de congresistas pertenecientes al Partido Revolucionario Institucioanl y el Partido Verde Ecologista, partido éste cuyo ecologismo ha consistido en pedir se reinstale la pena de muerte en el país, y en apoyar el remate de las costas y playas mexicanas en beneficio de compradores extranjeros.
Se puede ser inculto, sobre todo en un país cuya educación se hunde sin remedio. Se puede ser inculto y además estulto, como sobradamente demuestran las temerarias afirmaciones de las activistas de marras. Pero la convergencia de las categorías inculto, estulto y representante popular suponen un coctel capaz de las peores barrabasadas. De modo que, por improcedentes y hasta cómicas que nos puedan parecer este tipo de posturas, si no nos protegemos y protegemos la fiesta, en un santiamén pueden llevarnos y llevarla al abismo.
Y, por favor, no dejen de ver Blancanieves. Van a agradecerme la insistencia.