El modelo de gestión educativa en el que los estudiantes son considerados como clientes y se comportan como tales, de manera similar a como lo harían al llegar a un hotel, exigiendo atención y servicios que los hagan sentir cómodos y satisfechos, ha resultado en un deterioro significativo en el aprendizaje estudiantil. Este modelo, tomado del mundo empresarial y que puede funcionar adecuadamente en universidades privadas donde el estudiante paga —y, en ocasiones, no poco— por los servicios educativos, es inaplicable en instituciones públicas. En cualquier caso, está destinado al fracaso, ya que ha generado comportamientos francamente inmoderados por parte de los estudiantes, quienes realizan exigencias absurdas basadas en una percepción inflada de sí mismos y en una autoevaluación desmesurada de sus propias habilidades (es el principio básico de lo que los sicólogos llaman efecto Dunning-Kruger). Se ha comprobado que los estudiantes menos autocríticos y más convencidos de su alto rendimiento e inteligencia suelen ser los que tienen una menor calidad académica. Su falta de capacidad para evaluarse críticamente —una habilidad esencial para el verdadero aprendizaje y mejora— es una muestra de esta problemática.
Las ideas del modelo clientelar en la educación superior, que como se mencionó anteriormente derivan del mundo empresarial y especialmente de la cultura contable impuesta en aras de la transparencia y la rendición de cuentas, se introdujeron en la BUAP (Benemérita Universidad Autónoma de Puebla) durante el periodo rectoral de José Doger Corte, a mediados de la década de 1990. Esto se debió en gran parte a la influencia de los asesores estadounidenses de quienes se rodeó el entonces rector. En esa época se instauró un conjunto de ideas y estilos basados en la mejora continua y la excelencia académica, pero implementados de manera superficial y no estructural. Esto dejó un sistema que ha alcanzado su máxima expresión en la gestión Alfonso Esparza y que difícilmente podrá ser desmantelado. Estos sistemas promueven además una supuesta renovación permanente bajo la premisa comercial de la mejora continua y el cambio que hace atractivos los productos, pero que es ajeno a la actividad académica. A esto se ha añadido una supervisión insidiosa de las actividades de los docentes, lo que limita seriamente la creatividad educativa y genera una carga burocrática excesiva. A los docentes se les exige, bajo argumentos contables y legaloides, documentar todas sus actividades y subir esa información a plataformas en línea, lo que ha dado como resultado el establecimiento de un sistema de gestión basado en la desconfianza.
Aunque los estudiantes son un componente esencial en el proceso educativo. Son los profesores quienes conforman la esencia de la institución, y es a ellos a quienes deberían dirigirse los máximos esfuerzos de gestión. Es imprescindible introducir mejoras salariales significativas (los salarios actuales de la BUAP no son nada atractivos) y optimizar las condiciones laborales de enseñanza e investigación. Solo así se podrá mejorar la educación y, con ello, las oportunidades para los alumnos. Estos deben alcanzar su bienestar a través de su rendimiento académico, y encontrar satisfacción en el saber, no en la complacencia de sus maestros. Los docentes, por su parte, deben centrarse en la enseñanza de habilidades y conocimientos sólidos. Los alumnos, a su vez, deben desarrollar una cultura de respeto al conocimiento y una ética educativa que los impulse a asumir, de manera madura, la responsabilidad de su propio rendimiento académico y sus asuntos personales.