Cada mañana, después de bañarme, pienso en cómo me quiero vestir. Decido si falda, vestido o pantalón: color y modelo. Si está fresco el día o hace calor. Me gusta la ropa, me gustan los colores, me gustan los zapatos, me gusta elegir cada día qué me voy a poner y lo disfruto mucho porque siempre me veo inventando formas y combinaciones, y en ocasiones aviento al aire la ropa para ver cómo el azar junta los colores y las texturas y así me visto.
Recuerdo que de chiquita, sentada en mi cama, frente del clóset, me fascinaba ver los colores, sus tonos y las texturas de los vestidos colgados. Los veía como si bailaran para mí y cambiaran de lugar para hacer nuevas combinaciones. Me encantaba ver al sol reflejado en ellos y que, cuando los rayos de sol cambiaban de ángulo, el color y el tono se modificaban y me intrigaba.
Recuerdo cuando tejía suéteres para vender, e íbamos mi hijo chiquito y yo a comprar estambres a las fábricas: comprábamos los que nos gustaban; llegábamos a casa y hacíamos un ritual muy especial: los botábamos al aire y así como cayeran los combinábamos. Los suéteres eran todo un éxito con combinaciones muy novedosas, se vendían rápido y los pagaban bien.
Cuando estoy en el proceso diario de selección de lo que me pongo, pienso en dos de los grandes gurús de la tecnología: Steve Jobs y Mark Zuckerberg, que optan por una vestimenta consistente, siempre igual, con atuendos simples y distintivos porque, dicen, que elegir consume energía mental. Sin embargo a mí, desde niña, ¡me potencializar! ¿Será que yo no tengo otra cosa mejor que hacer, que elegir, jugar e inventar combinaciones de colores de ropa, calzado, sacos y suéteres?
¿Qué me tendría que pasar para que yo me vistiera de la misma manera y del mismo color? Lo primero es tener algo que me guste y me importe más que los colores, que sea más interesante y llene mi vida de tal manera que lo demás, sea irrelevante.
¿Qué tendría que pasar en mi vida para que diera un giro de tal magnitud? Me imagino que esto es similar a cuando una muchacha se va de monja. ¡Adiós mundo, me voy! Es asumir su apostolado, como el de Steve y Mark, sólo por mencionar a dos.
¿Me veo así? De hecho mi vida es un apostolado de vivir intensa e inmersa en la fascinación del prisma que soy, con todos los colores texturas y combinaciones, posibles e imposibles, con su propia luz en los diferentes ángulos posibles, que descubre el infinito arcoíris.