Una de las relaciones más estrechas y duraderas que se establecieron entre las comunidades de lo que se ha denominado Mesoamérica y su entorno, es aquella entre los animales y los seres humanos. Los primeros, vistos en cierta forma como “hermanos” del ser humano en este tránsito mundano, pero también como representantes e interlocutores de las múltiples fuerzas que poblaban el pensamiento mesoamericano. En este sentido, los animales se integran de forma fundamental a la construcción, reconstrucción y transformación del mundo y de las sociedades que lo habitan a través de mitos, leyendas e historias que, fuera de manera oral o escrita, vistieron el imaginario y el registro de múltiples pueblos americanos desde el inicio de los tiempos. Fieles testigos de lo que comento los podemos encontrar en las paredes de Chiribiquete, en Colombia, donde un protagonista fundamental es el jaguar; igual en el caso de Pedra Furada, en Brasil, donde fauna hoy extinta queda plasmada en imágenes que se integran a un complejo sistema de significaciones difícil de entender y explicar con métodos y mentalidades del día de hoy. Y qué decir de la presencia de animales en creencias y parafernalias de las comunidades del Amazonas o de las largas y ricas tradiciones en América del Sur que, en geoglifos, petroglifos, cerámica, textiles, madera o en estuco, registraron su relación mítica y de vida con animales.
Por supuesto, Mesoamérica se integra también a esta relación, como he dicho, y veremos que numerosos animales son personificados desde épocas remotas ya sea para interpretarlos como representantes de entidades diversas o para establecer líneas de parentesco con ellos. Desde la época de los olmecas, por ejemplo, el jaguar se ha vinculado a hombres y mujeres poderosos, pero también ha sido vinculado a la noche y a las entidades telúricas, es decir, inframundanas. Esto es, que estaban conectadas con la tierra y el inframundo. También el tlacuache fue protagonista de múltiples mitos por sus diversas cualidades. Y qué decir de aves y otros seres vinculados al ámbito celeste; o a ciertos arácnidos y reptiles, afines al inframundo. Estudiar la complejidad del pensamiento mesoamericano vinculado a los animales resulta, por ende, complicado. En su capítulo “La fauna maravillosa de Mesoamérica (una clasificación)”, incluido en el libro “Fauna fantástica de Mesoamérica y los Andes” (2012), Alfredo López Austin advierte que creyó “desacertado recurrir a una clasificación de pretensiones universalistas. No es ésta una taxonomía biológica, sino una construcción que remite a una tradición cultural. En vez de especies, géneros o familias, se ordenan conjuntos de construcciones mentales nacidas en un contexto cosmológico dado”. En efecto, cuando se trata de explicar o clasificar a la fauna en un contexto mesoamericano, es necesario adentrarse a la tradición cultural, es decir, a la construcción mental que establece esas relaciones. Nuestra tradición judeo- cristiana establece una relación de subordinación, es decir, al Dios colocar al hombre como el nivel máximo de su creación, ubica a los demás animales y plantas como dependientes del ser humano y, por tanto, siempre en un carácter de inferioridad y subordinación. En el ámbito mesoamericano, por el contrario, hay una relación diversa. López Austin establece dos ámbitos en los que podemos encontrar a estos animales: el ecúmeno, que es el espacio tangible, el de nuestra vida, y el anecúmeno, que es el ámbito de lo intangible, de lo ominoso, espacio habitado por múltiples entidades. Existen a su vez espacios liminares, es decir, fronterizos, que pueden transitar seres como los nahuales. López Austin aclara que, “el ecúmeno a pesar de ser la casa de las criaturas -los astros, los montes y valles, los elementos, el mar, los ríos y los lagos, los meteoros, los minerales, los vegetales, los animales, el hombre…-está poblado también por seres sobrenaturales -dioses y fuerzas- que radican aquí en forma permanente o que lo invaden, ya en abruptas irrupciones, ya en forma cíclica. El ecúmeno es, por tanto, el sitio donde coexisten lo perceptible y lo imperceptible, y lo hacen en una relación indisoluble”. Estudiar cómo se concebían y conciben en la actualidad tales relaciones, es no sólo fascinante, sino necesario.
Esta entrega está motivada por el hallazgo de un libro sumamente interesante que encontré mientras realizaba algunas pesquisas en la red: “Los cocodrilos, símbolos de la tierra en las ofrendas del Templo Mayor” (2022) de la arqueóloga Erika Lucero Robles Cortés y que analiza la existencia de cocodrilos en ofrendas encontradas en las excavaciones del Templo Mayor, escenario neurálgico de Tenochtitlan. El libro cuenta con una versión descargable en el portal de Mesoweb.com, lo que me parece estupendo no sólo de la autora, sino de quien edita el libro, pues están más interesados en compartir el conocimiento que en obtener recursos económicos. El texto tiene mucha valía, pues hace una exploración de la fauna relacionada con el inframundo, para más adelante centrarse en los cocodrilos. Según la autora, al saurio se “le consideraba un ser sagrado relacionado simbólicamente con diversos aspectos del cosmos, pues su anatomía daba pie a las más variadas metáforas; por ejemplo, su protuberante espalda se equiparaba a la agreste superficie terrestre; sus placas dérmicas eran la analogía de las montañas; como axis mundi, se convertía en el árbol cósmico –una extraña combinación de flora y fauna– por el cual fluían las fuerzas divinas, en tanto que sus fauces representaban la cueva, el umbral hacia el inframundo. Además, era protagonista de los mitos de creación, pues se le vinculaba con el inicio del tiempo y del mundo”. En efecto, vemos, por ejemplo, que en la estela 25 de Izapa, correspondiente al Preclásico y concretamente de la cultura que lleva ese mismo nombre, aparece el cocodrilo en la base de una ceiba sagrada. “El peculiar cuerpo de los cocodrilos -continúa Lucero- cubierto de crestas o su fuerte hocico provisto de hileras de dientes fueron atributos que sirvieron a las culturas mesoamericanas para conformar, junto con otros animales, a seres híbridos; tal es el caso del ‘dragón olmeca’ del periodo Preclásico, del ‘dragón maya’ del Clásico y el Posclásico, y del cipactli de la cultura nahua del Posclásico. Simbolizaban lo telúrico, la fertilidad, lo celeste y el inframundo. Lo que convirtió a estos entes en seres fantásticos de la cosmovisión”. Imaginemos a un enorme reptil que flotaba en un mar primordial y que es partido en dos por las deidades para construir el cielo, la tierra y el inframundo. El monstruo sufre y se mueve, dando con ello la idea de los movimientos telúricos. Van a ser comunes también la representación de templos con acabados tetaromorfos, o con forma de monstruo. En varios de la zona maya yucateca, en el Clásico, se representa la entrada a algunos templos en forma de fauces de reptil. Lo vemos en Ek Balam y también en Chicaná, entre otros.
Algo a destacar del trabajo de Lucero es que es multidisciplinario, pues conjuga, como ella misma describe, “arqueología, biología, historia y etnozoología. Integra el análisis simbólico de los cocodrilos –uno de los animales más importantes de la cosmovisión mesoamericana– con el examen de los restos óseos y de los contextos, se ofrece una vasta información sobre la relación del hombre prehispánico con su entorno, como fue el caso de la adquisición y el aprovechamiento de la fauna silvestre. Todos estos resultados se cotejan y complementan con las crónicas posteriores a la conquista, con el arte prehispánico y con las observaciones etnográficas actuales. Asimismo, la fauna de significado telúrico colocada en las ofrendas reveló extraordinarios hallazgos que contribuyen a la interpretación de los rituales y a la significación de los animales en los contextos”. De hecho, lo que nos propone la autora con su estudio, no sólo es la descripción y análisis de los elementos encontrados, sino una interpretación desde múltiples perspectivas, tanto del pasado como del presente, de la importancia de estos reptiles para las culturas antiguas de nuestro territorio, pues no sólo detalló las piezas encontradas, sino que identificó su origen e ilustró la forma en que estos animales eran cazados, conservados en cautiverio y dispuestos para su posterior sacrificio y colocación como ofrendas rituales. De igual manera, mediante el uso de fuentes documentales, cotejar lo encontrado y mediante fuentes etnográficas, comprender el sentido ritual de estos animales en el presente de las comunidades. Se trata, como se ve, no sólo de un estudio de las múltiples ofrendas y de los cocodrilos encontrados en el Templo Mayor, sino que es una propuesta metodológica pues pese a que han existido estudios sobre fauna mesoamericana, no se había desarrollado una metodología que integrara el estudio formal tanto de las especies encontradas, como de su procedencia, conservación y carácter ritual. A través de este espacio he defendido constantemente la necesidad de realizar estudios multi, trans e interdisciplinarios para comprender a las culturas del pasado y de paso, del presente. Este inteligente estudio es un admirable ejemplo de lo que he comentado. No existen fenómenos enteramente arqueológicos, antropológicos o históricos, sino sociedades que se expresan de manera histórica y que están dejando huella constante de su quehacer. Por tanto, es necesario observarlos desde múltiples aristas. “Revisar a estos reptiles y los contextos en los que se hallaron -afirma Lucero- proporciona información invaluable para conocer más sobre el poder político que alcanzó la cultura mexica, pero también de las técnicas empleadas en la caza o captura de dichos animales, así como de su transporte y aprovechamiento, pues como sucedió con otros animales silvestres, los cocodrilos fueron trasladados desde tierras lejanas hasta el corazón del imperio tenochca para formar parte de las ricas ofrendas consagradas a sus dioses”. Después de revisar este libro, me queda claro que una de las cosas que más se fortalece, es nuestra capacidad imaginativa, pues de inmediato vienen a nuestra mente -al menos a mí me sucede- escenas, imágenes, cuadros, acciones; imaginamos olores, texturas, sonidos, todo en una escenificación ritual en torno al cocodrilo que no es otra cosa que hacerlo en torno a la tierra y al inframundo. Esto es que los rituales, como he comentado en otros espacios, evocan e invocan a entidades y tiempos idos para que se manifiesten en el presente en que el o los oficiantes los realizan. Los animales y las personas dejan de serlo y se convierten en vehículos de comunicación entre el ecúmeno y el anecúmeno y adquieren una realidad y esencia muy diferentes. Fascinante, sin duda.