Miércoles, abril 30, 2025

¿Clases sociales mesoamericanas?

Como parte de la enseñanza de la asignatura Mesoamérica que imparto para el programa en Historia de la Facultad de Filosofía de la UAP, revisó numerosos documentos y videos que me puedan ser de utilidad para las sesiones con mis alumnos. En ellos me he topado con frecuencia con la idea de que las sociedades mesoamericanas vivían una distribución social en función de clase, es decir, que existían estratos sociales derivados del nacimiento y el posicionamiento de los individuos acorde con las actividades que realizaban. En este sentido, podemos ver que se coloca en el lugar más álgido de este sistema jerárquico a los gobernantes, más abajo las élites eclesiales, luego las burocracias y después los campesinos, artesanos, escultores y un largo etcétera. De hecho, podemos encontrar toda una clasificación, bastante detallada, en el capítulo de Antonio Benavides Castillo denominado “El norte de la zona maya en el Clásico” publicado en el libro “Historia Antigua de México, el Horizonte Clásico” (2014) coordinado por Linda Manzanilla y Leonardo López Luján. Para él, el primer estamento lo ocupaba eI “rector o gobernante y su familia, cuyos actos oficiales (ascenso al trono, alianzas matrimoniales, autosacrificios, logros militares, etcétera) fueron conmemorados en estelas, dinteles, paneles y altares, como por ejem­plo en Coba, Uxmal o Edzná. El halach uinic u ‘hombre verdadero’ actuó como la cabeza de la sociedad, concentrando el poder político, económico y religioso. Fue el coordinador general de la infraestructura económica, el enlace con el mundo sobrenatural y el director de la ideología vigente”. Por otro lado, en sexto lugar, según Benavides, en “los cimientos de la pirámide social se hallaba la base económica del sistema, tanto por la aportación continua de fuerza de trabajo como por la producción constante de alimentos y de materias primas. Los campesinos debían pro­ducir maíz, frijol, verduras, frutas, condimentos, etcétera, para cubrir sus propias necesidades y, además, para satisfacer la demanda cotidiana de aquellos individuos de la elite enfrascados en tareas especializadas. Algo similar debía suceder con quienes se ocupaban de la caza y de la pesca”. Para Benavides, como para muchos otros investigadores, estos gobernantes ocupaban los espacios principales de las ciudades, las zonas ceremoniales. Los demás estamentos sociales se encontraban, como en círculos concéntricos, alrededor de estas estructuras; el último eslabón se ubicaba en las periferias, en aldeas vinculadas a los cultivos o en barrios de artesanos, como sucedía en Teotihuacan. Por supuesto, siguiendo estos argumentos, los enterramientos más lujosos se dedicarían a las elites gobernantes, las tumbas con más lujo y ostentación. Es decir, hasta en la muerte habría clases sociales. Christopher Beekman, especialista de la cultura de Tumbas de Tiro en Colima, explica en el video de la UNAM “Nuestras Cosmovisiones: la muerte y el Inframundo” (2021) que “en las tumbas de tiro del Occidente de México se expresó la desigualdad social en una variedad de maneras. Ahí lo que hablamos y discutimos mucho es la presencia de objetos de lujo, la cantidad de objetos, de ofrendas de vasijas, o de figuras huecas, o de conchas de la costa del Pacífico. Pero también la existencia de una tumba de tiro es algo importante porque encontramos consistentemente que las tumbas con más fondos y con más cámaras, también tienen más figuras, más vasijas, tienen más objetos de lujo; también están indicando el estatus de la persona, del difunto”. Bien, he de decir que, hasta hace poco, tales aseveraciones me parecían lógicas. Ahora ya no.

Mi cambio en la percepción viene derivado de dos aspectos fundamentales: por un lado, mis lecturas y la conversación con profesores y colegas estudiosos de los mesoamericano, que me ha llevado a comprender las expresiones de nuestros pueblos originarios desde ellos mismos, no sólo los del presente sino de aquellos que habitaron antes de la llegada de los europeos. De hecho, en especial de ellos. En segundo lugar, derivado de la necesidad de descolonizar mi pensamiento y la forma en que interpreto la información y la transmito a mis estudiantes. Es quizá buscando aquello que Boaventura de Sousa Santos determina la “sociología de las ausencias” en su libro “Descolonizar el saber, reinventar el poder” (2010) que es “la investigación que tiene como objetivo mostrar que lo que no existe es, de hecho, activamente producido como no existente, o sea, como una alternativa no creíble a lo que existe. Su objeto empírico es imposible desde el punto de vista de las ciencias sociales convencionales. Se trata de transformar objetos imposibles en objetos posibles, objetos ausentes en objetos presentes. La no existencia es producida siempre que una cierta entidad es descalificada y considerada invisible, no inteligible o desechable. No hay por eso una sola manera de producir ausencia, sino varias. Lo que las une es una misma racionalidad monocultural. Distingo cinco modos de producción de ausencia o no existencia: el ignorante, el retrasado, el inferior, el local o particular y el improductivo o estéril”. En efecto, jugando con el concepto, diría que existe también una “historia de las ausencias” y una “arqueología de las ausencias”, es decir, la explicación de las sociedades de la antigüedad, partiendo de teorías y preceptos de la modernidad. Por ejemplo, Benavides en el capítulo que comento, afirma que este “modelo de organización social y política es congruente con lo que sabemos de otras civilizaciones antiguas del Viejo Mundo, como Sumeria, Egipto, India o China, y presupone que el surgimiento de una sociedad es­tratificada o cIasista genera sus propias contradicciones mediante las que se desarrolla y cambia a través del tiempo. La formación de una clase social nu­méricamente pequeña que se apropia del producto del trabajo ajeno conlleva la existencia de una burocracia que administra los recursos y que desliga a la elite del pueblo en general. Paralelamente se crea un sistema de valores difundido (mediante símboIos, objetos y palabras) por especialistas de tiem­po completo que legitima a la cIase en el poder, y que transmite parcial o globalmente la ideología imperante. La base económica de este sistema (fuer­za de trabajo, alimentos y recursos materiales de producción) es aportada por el grueso de la población, ya de manera voluntaria, ya mediante coerciones o sanciones físicas y espirituales”. Al universalizar el modelo de organización social, al considerar que la historia antigua de nuestro continente es igual que las de los otros, estamos, sin quererlo indudablemente, cancelando las posibilidades de otras historias y de otras construcciones sociales, de otras relaciones humanas.

La lógica de la ignorancia, producida paradójicamente por el saber universal, implica que el conocimiento ha de depender directamente de lo sancionado, de los modelos propuestos por alguien en algún momento (generalmente en Europa, en tiempos modernos) y reproducido por generaciones en las academias de universidades por todo el mundo. Esta, que es la primera lógica para Boaventura de Sousa, “deriva de la monocultura del saber y del rigor del saber. Es el modo de producción de no existencia más poderoso. Consiste en la transformación de la ciencia moderna y de la alta cultura en criterios únicos de verdad y de cualidad estética, respectivamente. La complicidad que une las «dos culturas» reside en el hecho de que se arrogan, en sus respectivos campos, ser cánones exclusivos de producción de conocimiento o de creación artística. Todo lo que el canon no legitima o reconoce es declarado inexistente. La no existencia asume aquí la forma de ignorancia o de incultura”. En el caso que nos ocupa, implica necesariamente que lo mesoamericano, sea lo maya, sea lo mexica, lo zapoteca o lo tarasco, por hablar de algunas de las sociedades que se produjeron en nuestro espacio territorial, ha de encajar en los modelos ya reconocidos y sancionados por occidente, sin importar si además se encuentra vinculado a modelos de pensamiento que nada corresponden con la realidad mesoamericana. Es decir, el K’uhul Ajaw (sagrado señor) que gobernaba alguna importante ciudad maya en el Petén guatemalteco en el periodo Clásico (250- 900 dC.), ¿era exactamente igual a un Rey que gobernó Francia en el siglo XV? Sus relaciones de poder, parentesco y con entidades tangibles y no tangibles, ¿eran las mismas que las de un Kan en el siglo XIII o de un Califa del siglo VII? Mi respuesta es un rotundo no. Para entender la forma en que estos personajes se relacionaban con el mundo que les rodeaba, incluido el anecúmeno (espacio destinado, según López Austin 2016, a los “seres de sustancia ligera, sutil e imperceptible) y cómo su intermediación resultaba fundamental para el equilibrio del cosmos, es necesario adentrarnos a su pensamiento. Por ejemplo, nos cuenta Saúl Millán, antropólogo de la ENAH en el video “Nuestras Cosmovisiones. Guardiandes, animales y nahuales” (2021), que muchos de los gobernantes también eran nahuales, es decir, tenían la posibilidad de transformarse en el animal que, de acuerdo con la cosmovisión mesoamericana, los acompañaba desde su nacimiento o de proyectarse hacia ese mismo animal y realizar actividades en su ámbito de vida. A su vez, cumplían con funciones de comunicación con los ancestros para poder tener consejo y lograr resolver los problemas más acuciantes de la comunidad. Pero quizá lo más importante, es que estos personajes tenían un papel central en lo comunitario, pero no como un ser “dueño de vidas y haciendas”, como suele verse a los reyes o emperadores, sino como una pieza más en un entramado social, que cumple funciones como todos los demás. Por lo mismo, su enterramiento y el ajuar con el que es sepultado o depositado no necesariamente responde al lujo relacionado con su estatus social, sino a la función que cumplía. Por ejemplo, K’inich Janaab Pakal, uno de los K’uhul Ajaw más importantes de Palenque (Lakamha’), debía ser colocado en el edificio en el que se depositó, con las inscripciones, la lápida, el ajuar y los sacrificios en su entorno, pues su papel para la comunidad no terminaba con la muerte y había que garantizar que su intermediación continuara en el ámbito al que se dirigía una vez muerto. ¿Lujo, vanidad, dispendio entonces? Para nada.  Necesidad, pertinencia, exactitud, son palabras más precisas para explicar el fenómeno. Este es un ejemplo de la “historia de las ausencias” que, desafortunadamente vía la explicación de la historia universal, se ha visto opacada. Sin duda, necesitamos trascender ya los modelos explicativos externos para entender lo mesoamericano y debemos buscar aquellos surgidos de tratar, en lo posible, de entender el pensamiento mesoamericano. El reto es enorme, pero fascinante.

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