La presente crisis mundial por el Covid–19 está siendo estupenda para evidenciar quiénes somos como seres humanos y para hacer un balance de lo que consideramos la “civilización” y de la “barbarie” que la acompaña en una oposición artificial. Primero que nada, hay que decir que, pese a que hoy contamos con avances tecnológicos sin precedente, pese a que se supondría que la humanidad está en la cúspide del progreso y desarrollo –al menos eso nos gusta decirnos para sentirnos bien con nosotros mismos–, lo cierto es que no estamos ni remotamente cerca de la utopía que soñaban futuristas, escritores y cineastas de ficción científica en el siglo XIX y XX. No, ciertamente la humanidad es una porquería y estamos más cerca de las sociedades distópicas tan traídas y llevadas en novelas, novelas gráficas, mangas, animés y películas de acción viva que hablan de apocalipsis virales, de zombis o invasiones extraterrestres. Lo que menos nos ha importado hasta el momento, es el prójimo, lo que nos hace ver que el modelo económico, político y social impuesto en el mundo por Europa desde el siglo XVI ha triunfado. Como señala Aram Aharonian en un artículo para el portal Annur TV, “La crisis sanitaria actual paradójicamente ha dado punto final al entrevero histórico entre sanitaristas y privatistas. La evidencia es la propia realidad: ante una crisis sanitaria de magnitud como la actual no se puede responder con mecanismos de transacciones de oferta y demanda, sino solo con una enérgica intervención pública. (…)
El neoliberalismo desde la década del 1970, centró su penetración ideológica en un discurso simple pero atractivo: la “libertad de elegir”, es decir una economía de mercado sin restricciones guarda todos los secretos de eficiencia y justicia distributiva. (…) En forma complementaria el discurso neoliberal refirió otra simplificación explicativa: todos los crecientes problemas de las economías (desocupación, marginación, diferencias, polución, diferencias abismales de ingresos, injusticias, inmovilidad social, sobre endeudamiento, etc.) serían debido a la presencia activa del Estado”. Hoy, los empresarios demandan de los gobiernos que haya rescates, exenciones de impuestos y un sinnúmero de apoyos diversos con el brete de garantizar que la economía mundial no se derrumbe. Sí, el Estado, ese ente terrible, corrupto y corruptor, que devora todo a su paso y lo destruye, ahora tiene la “obligación” de rescatarlos y lo peor es que lo hará. Nuestra historia reciente está repleta de rescates financieros, de corrupción propiciada por la iniciativa privada y aceptada por gobiernos corruptos de cualquier corriente ideológica (el caso Odebrecht es apenas un ejemplo).
Por tanto, el debate está en lo que afirma agudamente Patricio Lepe–Carrion en su artículo académico “Civilización y barbarie. La instauración de la ‘diferencia Colonial’ durante los debates del siglo XVI y su encubrimiento como ‘diferencia cultural’”, publicado en la revista Andamios, de la UACM en 2012: “La idea de civilizar la barbarie, de integrar a las comunidades incivilizadas al proyecto de la Modernidad, es un concepto que atraviesa casi toda la historia de América, y que desde la Colonia y la República (y hasta la actualidad) se ha venido instalando como una columna vertebral en las múltiples estrategias de poder que pretenden clasificar y definir los cánones de lo ‘racional’, de lo ‘cultural’ o de lo ‘identitario’. Idea etnocéntrica –sin duda–, propia de comunidades ‘aquejadas de un localismo estrecho, ignorante y a menudo feroz’ (Fernández Retamar, 1989: 292), y que Europa acuña en su seno del pensamiento invasivo y conquistador (ego conquiro), sólo a partir de su autoconformación moderna como ‘centro’ de la historia universal, esto es, sólo a finales del siglo XV; hasta entonces, Europa sólo era una periferia del mundo árabe (Dussel, 2000)”. Siguiendo esta lógica, en una pandemia como la que nos aqueja, los primeros países en fenecer sepultados por su barbarie y subdesarrollo serían los africanos, los latinoamericanos y los asiáticos, especialmente aquellos que no son potencia económica. Empero, la realidad es totalmente otra.
El supuesto “primer mundo”, civilizado, ordenado, poseedor de lo correcto, ejemplo de virtud y desarrollo, hoy es muestra de lo contrario: su sistema de salud ha colapsado; su soberbia les impidió creer que la pandemia les llegaría y fallaron estrepitosamente en evitarla. Alemania, Gran Bretaña, Italia, España, Francia, Estados Unidos, viven la peor crisis sanitaria de la que se tiene memoria y lo que falta. Lo más simpático del asunto es que hay mucha gente en las redes sociales que comenta “si eso está pasando en Europa y Estados Unidos, imaginemos cómo nos va a ir a nosotros”. ¿Nomás por ser ellos, ipso facto tienen todas las respuestas? ¡Vaya pensamiento colonizado! Quizá sea tiempo de repensar nuestro lugar en el mundo, de agradecer que hubo sectores políticos y sociales que se resistieron a mermar del todo al Estado y que hoy haya posibilidades de dar respuesta desde nuestras universidades públicas y un sistema de salud público –decadente, pero que todavía existe– a la crisis que ya tenemos encima. Nuestro ingenio y capacidad no sólo está en hacer memes y chistes simpáticos; está en nuestros grupos científicos, médicos, de asistencia (enfermeros y enfermeras), en muchos políticos y personas del común que han tomado con entereza el problema y lo enfrentan, justo en la “barbarie” que se nos atribuye. Y mientras su “civilización” observa impávida su propia decadencia.