El estudio de la región que se conoce como Mesoamérica, como he comentado en muchas otras entregas de esta columna, conlleva numerosas incógnitas, pese a que ya contamos con años y años de exploración e interpretación arqueológica, lo mismo que su contraste a través de la historia, la lingüística y la labor antropológica, por mencionar acaso las disciplinas tradicionalmente más conocidas. Es necesario, por tanto, ir desechando desde ya, la generalización de ideas o la universalidad conceptual y categorial. El tema que nos ocupa en esta entrega, el Chacmool, es estupendo para ejemplificar lo que comento. Hace poco, un grupo de arqueólogos del INAH descubrió en Michoacán un ejemplar de este enigmático personaje. El doctor José Luis Punzo Díaz, arqueólogo líder del equipo, afirmó en entrevista con BBC Mundo que “El hallazgo de este chac mool es la punta del iceberg que nos va a permitir realmente entender estas piezas. Eso es lo que me parece sumamente emocionante de este hallazgo”. Pues, como afirma, indudablemente habrá de arrojar más luz con respecto al conocimiento de esta emblemática figura. Sin embargo, de acuerdo con la misma nota, “Los Le Plongeon [matrimonio de exploradores francoestadounidenses] encontraron y nombraron la escultura en 1875, pero esa pieza –que es la más conocida– fue solo una de las muchas que se han hallado y que datan desde aproximadamente el año 600 a.C. hasta más allá del 1500 d.C. (…) A pesar de ser una escultura notable, que ha sido encontrada en puntos relevantes de los palacios y pueblos prehispánicos, el chac mool nunca fue representado ni explicado en documentos históricos de las culturas tolteca, mexica, maya, purépecha u otras de las grandes de Mesoamérica”. Esta entidad y su representación en múltiples espacios mesoamericanos, puede ser símbolo de la transmisión de conocimientos diversos, de manera transversal, entre muchas culturas mesoamericanas y entre épocas muy diversas. Todas las etapas del pasado mesoamericano están repletas de símbolos, motivos arquitectónicos, representaciones, prácticas sociales y rituales, que nos hablan de continuidades interesantes. No obstante, como afirman Alfredo López Austin y Leonardo López Luján, en su artículo “El chacmool mexica” (2001), publicado en la revista Caravelle, esto “nos conduce a lo que hemos afirmado de las sociedades mesoamericanas en trabajos anteriores: su carácter paradójico al presentar una gran homogeneidad en los elementos culturales nucleares (muy resistentes al cambio y a las modalidades tradicionales) y una notable variedad en elementos culturales menos profundos (mismos que reflejan no sólo su pertenencia a las distintas tradiciones mesoamericanas, sino sus transformaciones a través del tiempo)”.
Es mucho lo que no se sabe y mucho lo que se especula con respecto al Chacmool; incluso han existido controversias por la numerosa cantidad de hipótesis sobre su origen o función: que si es procedente del Altiplano Central o del Norte; si se remonta al Preclásico, es producto del Clásico o del Epiclásico; si fue piedra sacrificial, depósito de corazones o retrato de dioses, militares, sacerdotes o gobernantes. Según Alfredo López Austin y Leonardo López Luján, en el artículo arriba mencionado, estas “polémicas se justifican cabalmente cuando consideramos que el chacmool pocas veces ha sido encontrado en su contexto arqueológico original; que nunca fue plasmado –o, cuando menos, no en forma incontrovertible– en la iconografía prehispánica; que las posibles menciones a esta imagen son tan lacónicas como oscuras en los documentos históricos, y que los casos de continuidad histórica son inexistentes en la etnografía moderna”. En efecto, poca o nula claridad. Destaco lo que mencionan al final, el asunto de la continuidad histórica, visible o no a través de estudios etnográficos, es decir, de su presencia en rituales, manifestaciones materiales (textiles, pictóricas, escultóricas) o en la oralidad en comunidades originarias en el presente, tanto en el centro de México, como en la zona maya. Mucho de lo que sabemos sobre cosmovisión, ritual, religiosidad, organización social, es gracias a las comunidades del presente y a estudios antropológicos realizados en todo el siglo XX. Y ahí, no se menciona la escultura o la imagen. “Para colmo –continúan López y López–, las varias docenas de esculturas descubiertas desde Michoacán y Querétaro hasta El Salvador presentan una inusitada variabilidad. Si bien es cierto que el Chacmool se distingue por su posición corporal insólita, los ejemplares conocidos difieren entre sí en cuanto al lado hacia donde está girada su cabeza (a la izquierda, a la derecha, hacia arriba; con cabeza movible); la posición del abdomen en relación al pecho y las rodillas (al mismo nivel o hundido); el punto de apoyo sobre la base (el dorso o un costado del cuerpo), y la postura de las extremidades y el tronco (flexionados o semiflexionados). Además, pueden yacer o no sobre bases rectangulares (éstas lisas o decoradas), y carecer o contar con aras ceremoniales sobre el vientre (éstas planas, realzadas o abultadas; de planta circular o rectangular; lisas o decoradas)”. Más adelante, en ese artículo, relacionan a los once Chacmool encontrados en contextos diversos del Templo Mayor de Tenochtitlan con la deidad Tláloc, tanto por varios atributos que contienen, como por su posible utilización como mesa de sacrificio. No obstante, no podemos decir lo mismo de los que se encuentran en Tula o en Chichén Itzá, no al menos con la misma certeza. Me refiero concretamente a su vinculación con la deidad de la lluvia. Que haya estado relacionada con el sacrificio humano, bueno, eso es muy posible.
Lo cierto es que existen numerosos fenómenos que podemos caracterizar como “panmesoamericanos”, es decir, que podemos encontrarlos en diferentes espacios y en diferentes tiempos de Mesoamérica. Un ejemplo de lo anterior lo brinda Simon Martin en su capítulo “El Templo Rojo y los mayas: arte, mitología y contactos culturales en las pinturas de Cacaxtla” del libro “La pintura mural prehispánica en México V | Tomo III” (2015): “El uso de la serpiente emplumada como base para que otras deidades caminen sobre ella refleja un concepto panmesoamericano, que en el área maya data al menos del Preclásico tardío (400 a.C.–250 d.C.). El primer ejemplo aparece en los murales de San Bartolo, Guatemala, donde su cuerpo se encuentra marcado con huellas que forman una vereda que sale de la caverna (Saturno, Taube y Stuart, 2005: 21-25). Esta cueva se dirige a la Montaña Flor, la versión maya de la ‘Montaña de Sustento’ conocida como tonacatépetl entre los hablantes de náhuatl del México central (Taube, 2004). Cubierta de plantas verdes y vida salvaje, esta roca mítica esconde una caverna acuática del inframundo de la que forman parte elementos clave del ciclo de la fertilidad. En este contexto, la serpiente es vapor encarnado, la brisa refrescante que emana de las cavernas percibida como el ‘aliento de vida’”. En efecto, el culto a la serpiente emplumada que para finales del Epiclásico y principios del Postclásico, especialmente en el Altiplano Central, ya implica el culto a Quetzalcóatl y sus diversas advocaciones con la deidad del viento Ehecatl, Naxit, con Xolotl o con Tlahuzicalpantecuhtli, entre otras manifestaciones. Su alcance llega hasta la época colonial en textos coloniales mayas, como el Popol Vuj. Otro ejemplo de ello es el culto a ciertas deidades como aquellas relacionadas con los ámbitos de fertilidad, especialmente deidades de lluvia. Aquí y allá encontramos representaciones de Tlaloc o de Cháak, deidades de la lluvia para el Altiplano Central y la zona maya, respectivamente. Incluso, como señalan López y López en el artículo arriba mencionado, vemos que los Chacmool de Tenochtitlan comparten atributos con la deidad de la lluvia. De estos fenómenos tenemos suficiente información a nivel arqueológico, iconográfico y en fuentes coloniales para poder construir un discurso más o menos consistente. No obstante, en cuanto al Chacmool, como hemos comentado, no tenemos esa claridad, con independencia de que se encuentra representado constantemente. Lo que sí podemos verificar a través de manifestaciones como ésta, es el contacto constante entre las múltiples sociedades que habitaron territorio mesoamericano desde épocas muy lejanas. En el Preclásico, la influencia olmeca en zonas tan lejanas como Kaminaljuyú en Ciudad de Guatemala, el Soconusco en Chiapas, en Morelos o Guerrero; lo Teotihuacano en Copán, Honduras, en Yucatán o en Tikal en el Petén guatemalteco durante el Clásico; lo tolteca y mexica en la zona k’iche’ o en Chichén Itzá, con expresiones como el Chacmool, Quetzalcóatl y otras. Como dice Punzo Díaz, el “punto es que las migraciones han sido el motor que explica muchas de estas cosas en Mesoamérica. Pareciera que hay migraciones del norte al centro y al occidente que traen este tipo de esculturas”. Punto aparte para reflexionar en torno a estas migraciones, considero, es el intercambio cultural que se produjo entre los diferentes pueblos de los que hablamos. No es tan fácil identificar esto, pues sólo contamos con fuentes arqueológicas en muchos casos y, como se ha visto, algunas coloniales tanto de los cronistas como de los propios pueblos originarios. Sin embargo, me surgen preguntas interesantes a partir de irme despojando de estructuras mentales propias de mi formación occidental, en específico, aquellas destinadas a comprender las ciudades, las “naciones” y su formación. ¿Eran estas poblaciones monolingües o se hablaban múltiples lenguas?; de igual manera, es evidente el intercambio constante y la construcción de identidades múltiples, como en Cacaxtla, por lo que me pregunto si todas las ciudades eran entidades “corporativas” y multiétnicas como lo podría haber sido Teotihuacan. Es decir, que independientemente de si se trataba de ciudades con elites gobernantes identificables, como sucedía en buena parte del área maya, ¿sería posible que las sociedades fueran multiétnicas? Imagino que habrá quien lea esto y diga “¿para qué preguntarse esto si ya está resuelto haciendo una proyección desde Tenochtitlan al pasado?” Bueno, hacerlo implica quizá caer en el mismo problema de tomar como eje al pueblo mexica, para explicar a todos los demás, lo que es terriblemente reduccionista. Lo dicho, a raíz de estos descubrimientos y muchos otros que he leído en recientes fechas, me surgen cada vez más preguntas y la necesidad de contestarlas desde los pueblos mesoamericanos y no desde los modelos occidentales conocidos. El reto es difícil, pero abordarlo, fundamental.