El trágico accidente ocurrido en el kilómetro 27 de la carretera Cuacnopalan–Oaxaca, donde un tractocamión impactó contra un camión de pasajeros y una camioneta tipo van, dejando 21 muertos, nos enfrenta brutalmente con una realidad que ha sido ignorada por demasiado tiempo: las vías poblanas son rutas de alto riesgo, muchas veces sin vigilancia, con infraestructura deficiente y sin condiciones mínimas para garantizar la vida.
Cada siniestro de esta magnitud destapa las múltiples fallas estructurales de un sistema vial abandonado por décadas: transporte de carga sin regulación eficaz, caminos con señalización precaria, escasa presencia de la Guardia Nacional, y una permisividad criminal frente al sobrepeso de unidades y la fatiga de los conductores. Las autoridades reaccionan con condolencias, pero no con planes concretos.
La Cuacnopalan–Oaxaca, como muchas otras rutas federales y estatales, ha acumulado una lista de tragedias que podrían haberse evitado. La falta de mantenimiento, las obras inconclusas y el nulo control sobre unidades de transporte público y carga convierten a estas vías en campos minados para quienes, por necesidad, las recorren a diario.
No basta con peritajes y promesas post mortem. Puebla necesita una política integral de seguridad vial: inversión sostenida en infraestructura, regulación estricta al transporte pesado, formación continua de operadores y un sistema de vigilancia permanente que no funcione solo en fechas festivas.
La muerte de 21 personas no debe quedar sepultada bajo el polvo de la costumbre y el olvido. Si la vida humana no es razón suficiente para transformar el modelo de movilidad y seguridad en nuestras carreteras, ¿qué lo será?
La tragedia de Cuacnopalan debe ser un punto de inflexión. Lo contrario sería aceptar que este dolor colectivo se vuelva rutina.