Sábado, febrero 8, 2025

Año de la mujer indígena

En diciembre pasado, la edición nacional de esta casa editorial reportó una noticia interesante: “Al dar a conocer detalles de lo que será, en 2025, el año dedicado a las mujeres indígenas, el director del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Diego Prieto Hernández, informó que el propósito del gobierno de la primera presidenta en el país, Claudia Sheinbaum, es resaltar el papel que tiene la mujer en la humanidad, toda, pero en particular en la lucha por la emancipación y por los derechos de los pueblos indígenas, y por eso, se ha dedicado a la mujer indígena el próximo año”. Muy bien, en principio estaría de acuerdo con tal decisión, siempre y cuando tenga en realidad una repercusión en la vida de las mujeres que pertenecen a alguna de las comunidades originarias que forman parte de la enorme diversidad que tiene nuestro país. Pero también, hay que decirlo, será necesario atender las necesidades de las mujeres en general y trabajar con hombres y mujeres en la construcción de relaciones de género más lejanas del patriarcado y sus diversas violencias, tanto sociales como estructurales. ¿Pido demasiado? Puede ser, pero es necesario. No obstante, en este espacio me centraré en otro aspecto que se presentó en la conferencia de la que da cuenta la nota de La Jornada: “Prieto explicó lo que será el logo oficial del gobierno dedicado a la mujer indígena: se escogieron cuatro mujeres que van a aparecer en el emblema, una mujer mexica, en este caso Tecuichpo; una mujer maya, Tz’ak-b’u Aha, también conocida como La Reina Roja; una mixteca, la Señora Seis Mono (señora mixteca de Huachino) y por último, en representación de la mujer tolteca, Xiuhtzatzin, que significa Flor de la tierra tolteca. Ella refleja serenidad y seguridad”. Al parecer, tal decisión ha generado numerosos comentarios negativos y positivos en redes sociales, como suele suceder con cualquier iniciativa presentada por el Ejecutivo. Sin embargo, uno en particular me pareció no sólo agudo y ácidamente sabroso, sino trágicamente acertado: las mujeres ahí presentadas no eran indígenas, por más contradictorio y erróneo que suene.

Lo anterior lo leí de una publicación en el caralibro del Suplemento Ojarasca que recoge la opinión de Yásnaya Aguilar, activista ayuujk (mixe) de Oaxaca. De acuerdo con ella, “ninguna de las mujeres que presentaron como parte del emblema del año de la mujer indígena es una mujer indígena. Las mujeres representadas existieron en un contexto histórico en el que la categoría indígena no existía y no tenía sentido. En un mundo sin colonización, las mujeres como la llamada Reina Roja nunca fueron categorizadas como ‘indígenas’ (un vocablo proveniente del latín) y nunca sufrieron los efectos estructuralmente injustos y racistas asociados a esa categoría. La mujer maya, mexica y mixteca a las que hace alusión el emblema del gobierno nunca fueron, por fortuna, mujeres indígenas”. Tiene toda la razón. Tal palabra, como muchas otras más que se encuentran en nuestro vocabulario, no sólo responden al castellano traído desde España, sino que representan conceptos claramente europeos y que fueron ocupados en la Colonia para designar al “otro”, sus costumbres, vida, religión y un largo etcétera. En el México independiente y el construido después de la Revolución Mexicana, tales conceptos siguieron siendo utilizados tanto por el poder, como por las academias y la sociedad en general, para nombrar, categorizar y, con demasiada frecuencia, discriminar a todas las poblaciones originarias de nuestro territorio. “Con todo esto de fondo, es muy interesante cómo el gobierno federal esencializa una vez más el rasgo ‘indígena’ -continúa Aguilar- y se le presenta como un rasgo que no puede separarse de la historia de nuestros pueblos, de los pueblos que existían en este territorio miles de años antes de 1492. El historiador Sebastian van Doesburg proponía el siguiente ejercicio: si contamos la historia del pueblo mixteco y los demás pueblos otomangues a partir del comienzo de la domesticación del maíz, tendríamos como resultado que la historia de las mujeres mixtecas tiene aproximadamente 10 mil años, de los cuáles, los últimos 500 años han sido consideradas indias y sólo los últimos 200 años han sido llamadas indígenas; hay que recordar que la categoría indígena se comienza a usar con su significado actual hasta el siglo XIX, en otras palabras, para la Corona Española fuimos indias, para el Estado Mexicano somos indígenas”. Para ella, tal concepto es apenas un momento en una larguísima historia y marca no sólo opresión sino resistencia también.

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Lo mismo adoradores de la cuarta transformación (ahora en su segunda etapa) y detractores de esta, podrán decir que a gente como Aguilar “nada les acomoda”, que el haber dedicado el año a la mujer “indígena” es más que suficiente, con independencia de que, al elegir tales mujeres del mundo anterior a la invasión como imagen de esa iniciativa hayan colaborado a refrendar conceptos coloniales. Imagino que la decisión de ocupar mujeres del pasado previo a la colonización respondió a la idea de que con ello se evitaba entrar en controversias con mujeres y comunidades del presente y, de paso, otorgarles un merecido reconocimiento histórico. Sin embargo, como ha puntualizado Aguilar, es necesario construir otras categorías. De hecho, como sucede en el presente, es necesario denominar a las comunidades con el nombre que ellas deciden para llamarse a sí mismas, como rarámuri, en lugar de tarahumaras o wixárika en lugar de huicholes. Otro aspecto para considerar es que, al elegir estos cuatro grupos representados por esas mujeres, se están dejando fuera numerosos otros cuyas historias, estén o no reconocidas por las academias o los gobiernos, han formado parte de la historia de este país. Es muy común que tanto dentro, como fuera del país, se piense que mexicas (mal llamados aztecas) y los mayas (así, sin distingos entre identidades tojolabales, tzeltales, yucatecos, mam, chuj y un largo etcétera) fueron los únicos grupos habitantes de este territorio; acaso los olmecas asoman la cabeza desde la antigüedad, pero son vistos como un curioso y lejano antecedente de estos pueblos. Se dejan de lado los numerosos grupos de Oaxaca, de Guerrero, de Michoacán, de Tlaxcala, Veracruz, Tabasco y ni qué decir de los del norte, trágicamente colocados como cazadores recolectores y, por ende, sociedades inferiores en el esquema académico dispuesto para explicarlos. Y me surge una pregunta: ¿por qué no consultaron a los pueblos de hoy sobre el particular?, es decir, ¿quiénes podrían ser aquellas mujeres que las y los representen? Juzgo que se buscó construir desde la academia categorías, rostros e imágenes para definir al otro, en este caso a la otra, desde la verticalidad, como es costumbre desde hace más de 500 años. Aguilar concluye diciendo que como “ha sucedido siempre, se honra a los pueblos y a las mujeres del pasado mientras la opresión continua en el presente. ¿Qué sucede con las mujeres indígenas que resisten al Tren Maya y a los megaproyectos? ¿Qué sucede con las mujeres como María de Jesús Patricio que plantean otros modelos sociopolíticos posibles? ¿Qué sucede con las mujeres nahuas y mixtecas defensoras del territorio? ¿Qué sucede con las mujeres mixtecas, mixes o nahuas a las que nos sucedió ser indígenas?” Sin duda, queda mucho por reflexionar, pero también mucho ego por reconocer y eliminar, desde el poder y desde la academia, para poder en verdad establecer un diálogo con esas comunidades tan importantes con la historia de nuestro país y con el presente que habitamos.

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