La salida de Pierre de Coubertin del COI provocó una serie de cambios en general benéficos para los Olímpicos. Las ideas del fundador del movimiento pertenecían al siglo XIX, y no al XX. Para Ámsterdam 1928, por ejemplo, se consiguió que, por primera vez, las mujeres compitieran en atletismo, algo a lo que el barón francés siempre se había opuesto.
Pese a la férrea oposición de Guillermina, la reina protestante de Holanda, quien consideraba a los Juegos Olímpicos como “una demostración de paganismo”, Ámsterdam logró obtener la sede para la IX edición. En la misma hubo varias innovaciones que hoy constituyen elementos cuya ausencia en la fiesta olímpica sería impensable. Por primera vez, la llama olímpica ardió día y noche en el estadio durante el desarrollo de las competencias. También por primera vez, Grecia encabezó el desfile de las delegaciones en la ceremonia de apertura, y el mismo fue cerrado por el país local, Holanda –hoy Países Bajos.
El diseño del italiano Guiseppe Cassioli para las medallas, con Nike, la diosa de la victoria, al frente, y con un atleta llevado en hombros al reverso, hizo su debut en estos juegos, y se mantendría sin cambios hasta 1968.
Después de 16 años de ausencia, Alemania volvió a los Olímpicos. El detalle es importante debido a que esta nación fue la que más se acercó a Estados Unidos en el medallero final, ocupando la segunda posición con 31 preseas (10 de oro, siete de plata y 14 de bronce), por 56 de los estadounidenses (22 de oro, 18 de plata y 16 de bronce).
Ámsterdam 1928 no contó con ninguna figura en particular que explotara en el certamen. Los competidores que más destacaron fueron quienes ya lo habían hecho en justas anteriores: Paavo Nurmi, quien sumó otras tres medallas a su cuenta (una de oro, en los 10 mil metros); su compatriota Vilho Ritola, ganador de cuatro preseas doradas en París 1924, lo superó por solo 12 metros en la final de los 5 mil metros, con lo que obtuvo una de sus dos medallas (la otra fue de plata, en los 10 mil metros); Johhny Weissmüller, y –por supuesto– el equipo uruguayo de futbol.
Bicampeón olímpico
El éxito de los charrúas en París 1924 motivó la participación, en Ámsterdam, de otros tres países latinoamericanos: Argentina, Chile y México. Este último envió a una inexperta selección que hasta ese momento solo había jugado con Guatemala. El resultado dio inicio a una larga cadena de fracasos mexicanos en el futbol olímpico que se prolongaría por casi una centuria: en su presentación fue arrasada por España por 1–7, anotando el solitario gol Juan “Trompito” Carreño, ídolo del Atlante de la época, y quien también fue el encargado, dos años después, de anotar el primer gol nacional en Copa del Mundo.
Chile tampoco tuvo una actuación destacada: fue eliminado por Portugal (2–4) a las primeras de cambio, y luego se desquitó, cual mujer del borracho con el niño, con nuestro desmoralizado representativo, ganándole por 3–1 en el torneo de consolación (el gol mexicano lo anotó Ernesto Sota, del América).
Una historia muy distinta escribieron Uruguay, el campeón defensor, y Argentina, su acérrimo rival. Predestinados a dirimir la supremacía olímpica, ambos llevaron un paso arrollador hasta la final: los argentinos vencieron, sucesivamente, a Estados Unidos (11–2), Bélgica (6–2) y Egipto (6–0) para llegar a la final. Uruguay, por su parte, derrotó a Holanda (2–0), Alemania (4–1) e Italia (3–2). En la final, los dos conjuntos rioplatenses igualaron a un gol, por lo que fue necesario un desempate, en el cual Uruguay se impuso por un apretado 2–1. Los celestes, con este equipo que era casi idéntico al que triunfó en 1924, ganarían también la I Copa del Mundo en 1930, coronando así su era dorada en el balompié.
Además, luego de muchos años de investigación y análisis, el que esto escribe ha concluido que el de Ámsterdam 1928 fue y sigue siendo el mejor torneo de futbol olímpico que se ha efectuado. Habrá otra ocasión en esta columna para argumentar por qué.