Hace tiempo ya, en una agradable conversación con Geovanny Mota, colaborador de este diario, surgió la idea de estructurar esta entrega centrada en lo que comúnmente se denomina “los algoritmos”, esas “cosas” extrañas que nos predeterminan la información que hemos de recibir en internet, especialmente en redes sociales y que aparentemente se guían por nuestros “propios” intereses. De acuerdo con el texto “Entender qué son y cómo funcionan los algoritmos”, publicado en el portal de la Agencia de Gobierno Electrónico y Sociedad de la Información y Conocimiento de Uruguay, “Los algoritmos son una serie de instrucciones que permiten hacer y resolver diferentes operaciones. Aunque están ampliamente asociados al ámbito de la tecnología, la construcción de una secuencia de pasos para realizar una tarea, no es ajena. Ejecutar una receta de cocina, indicar una dirección, hasta pensar cómo armar o desarmar algo, todo sigue un orden, una secuencia para obtener un resultado. (…) La Inteligencia Artificial (IA) reúne técnicas que habilitan a un dispositivo a concretar acciones que requieren cierto nivel de razonamiento o aprendizaje. La IA utiliza algoritmos para procesar datos. Estos algoritmos permiten resolver problemas y realizar tareas complejas. Siguiendo una serie de instrucciones (como en una receta), simulan los procesos de la inteligencia humana a través del aprendizaje, el razonamiento y la autocorrección. Así transforman una información de entrada (input) en un resultado útil (output). (…) …son algoritmos los que anticipan la respuesta antes de que terminar de escribir una pregunta en una búsqueda o los recomendados de los sitios de películas, acordes a los intereses de la persona. (…) Distintos sistemas y plataformas utilizados en la vida cotidiana cuentan con IA y algoritmos para ‘facilitar’ la toma de decisiones y ofrecer, en base a lo que han aprendido, aquello que le gusta, le interesa o que tiene que ver con el estilo de vida de la persona que lo utiliza. Pero la forma en la que operan los algoritmos y el uso que las compañías hacen de esa información, genera una serie de controversias y dilemas éticos”. Esto significa que cada vez que indagamos algún tipo de información en los motores de búsqueda, estos algoritmos se ponen a trabajar y nos envían posteriormente no sólo publicaciones, artículos y páginas relacionadas con aquello que investigamos, sino, quizá lo más molesto, y en ocasiones, peligroso: publicidad. Por ejemplo, si por alguna razón se nos ocurre checar en un buscador como Google información sobre hoteles en Cancún, acto seguido, en Facebook o en Instagram nos aparecerán anuncios con ofertas de todo tipo. Es bastante fastidioso, la verdad. Hay quien me ha dicho que ha platicado con alguien sobre un tema y de inmediato les aparece información en las redes sobre ello. ¿Nos escuchan las agencias vía el teléfono? Me parece que no, pero suena interesante para una teoría conspirativa.
Ficciones aparte, al navegar en la red nos sentimos cada vez más vigilados y manipulados por oscuros personajes con intereses igualmente oscuros. Sin embargo, he de decir que el presente es el momento donde más información puede encontrar alguien, si sabe qué, dónde y cómo buscar. Hace tiempo reflexionaba con mis alumnos sobre las diferencias entre su generación, la mía (nacido en los años 70) y el acceso a la información. Por ejemplo, la manera de enterarnos de las bandas de rock que nos interesaban era a través de revistas especializadas difíciles de conseguir, de programas de radio que no abundaban (casi todas las estaciones de radio musical tocaban las porquerías del momento en español o inglés) y de redes orales que hacíamos con amigos que veíamos en reuniones o fiestas o a través del intercambio de discos o grabaciones en casete. Hoy no hay más que entrar a un motor de búsqueda o buscar en las aplicaciones de música o video para explorar la vastedad de ofertas musicales que da el orbe. Sin embargo, pareciera que para muchos jóvenes no hay más que reguetón, banda y los artistillos de moda. Eso responde al círculo vicioso de los algoritmos y a una construcción del conocimiento cada vez más pobre. Leí un reporte especial publicado en 2020 en el portal de la BBC en español titulado “Los ‘nativos digitales’ son los primeros niños con un coeficiente intelectual más bajo que sus padres”, en el que se entrevista al neurocientífico francés Michel Desmurget -quien publicó un libro llamado “La Fábrica de Cretinos Digitales”- para explicar qué es lo que está sucediendo con nuestras generaciones nacidas con el mundo virtual a su alrededor. De acuerdo con su investigación, basada en países europeos, el coeficiente intelectual de los nativos digitales ha disminuido considerablemente en relación con generaciones anteriores. Esto es un problema en sí, pues la idea es que, si se piensa de manera “evolutiva”, dicho coeficiente debiera aumentar o al menos mantenerse a través del tiempo, máxime si ahora contamos con tanta información. A la pregunta expresa de ¿qué está provocando esta disminución del coeficiente intelectual?, Desmurget afirma que “Varios estudios han demostrado que cuando aumenta el uso de la televisión o los videojuegos, el coeficiente intelectual y el desarrollo cognitivo disminuyen. (…) Los principales fundamentos de nuestra inteligencia se ven afectados: el lenguaje, la concentración, la memoria, la cultura (definida como un corpus de conocimiento que nos ayuda a organizar y comprender el mundo). (…) En última instancia, estos impactos conducen a una caída significativa en el rendimiento académico”. Y claro, uno pensaría que, al tener acceso a cantidades ingentes de información, los infantes y jóvenes tendrían mayores posibilidades de incrementar conocimiento y desarrollar mejor su cerebro. Sin embargo, como afirma el neurocientífico, la cosa es muy diferente: “Las causas también están claramente identificadas: disminución en la calidad y cantidad de interacciones intrafamiliares, que son fundamentales para el desarrollo del lenguaje y el desarrollo emocional; disminución del tiempo dedicado a otras actividades más enriquecedoras (tareas, música, arte, lectura, etc.); interrupción del sueño, que se acorta cuantitativamente y se degrada cualitativamente; sobreestimulación de la atención, lo que provoca trastornos de concentración, aprendizaje e impulsividad; subestimulación intelectual, que impide que el cerebro despliegue todo su potencial; y un estilo de vida sedentario excesivo que, además del desarrollo corporal, influye en la maduración cerebral”. El asunto quizá no sólo es la cantidad de información, sino su calidad y la interacción con otros individuos para contrastarla. El problema se agrava cuando verificamos que buena parte del tiempo que dedican niños y jóvenes frente a la pantalla no necesariamente está dirigido a la lectura, sino a los video juegos y al consumo y elaboración de contenidos para redes sociales (Instagram, Facebook, Tiktok, etcétera). Si a eso le añadimos que los algoritmos nos van a “analizar” y de ahí nos van a proponer qué ver/leer/ consumir, bueno, el círculo vicioso se cierra. Un ejemplo: gracias a que me intereso constantemente en periódicos, revistas académicas, y portales de divulgación de la historia, la antropología y la arqueología, recibo constantemente materiales de este tipo en Facebook e Instagram, principalmente; no obstante, de pronto se me cuelan publicaciones de páginas de “alienígenas ancestrales” y teorías conspirativas bobas que debo ignorar. Aunque yo busco otras cosas, la basura se puede colar igualmente. Otro ejemplo: en un país tan polarizado en torno a la figura de nuestro presidente, quien lo deteste recibirá páginas, memes y todo tipo de mensajes en contra de AMLO; pero quien lo adore, recibirá igual número de mensajes a su favor, sin que en ambos casos existan discursos intermedios que busquen más que escandalizar y distraer, formar. Revisen sus cuentas de redes sociales para que vean que no me equivoco.
Como vemos, la información no es suficiente, se requiere de la interacción con otros para poder transformar dicha información en conocimiento. Pero también debemos ampliar de manera considerable nuestras pesquisas porque si confiamos solamente en los algoritmos, tendremos una visión extremadamente sesgada y reducida del mundo. He de decir también algo que me parece fundamental: el asunto no se queda exclusivamente en la red y sus bifurcaciones pues ello también se encuentra en la información que obtenemos por otros medios, tanto en la vida cotidiana, como en la educación. Esto es que, lo mismo en medios de comunicación -electrónicos o impresos-, que en publicaciones académicas o científicas -no importa si son libros o revistas científicas-, también hay agendas y manipulaciones. No sólo porque aparece en un medio impreso o digital una nota, reportaje u opinión es enteramente veraz, objetiva y contundente. Es necesario realizar una revisión crítica de todo lo que leemos, vemos y escuchamos, no importa si se trata de un libro, un documental o un podcast. Recordemos que ha sido a través de estos materiales que tradicionalmente las academias, los gobiernos y ciertos intereses han transmitido sistemas de pensamiento y estructuras morales. Recordemos que, desde la ciencia, no hace mucho, se afirmaba que la homosexualidad era una patología (aparecía tipificada así en manuales de siquiatría todavía a finales del siglo pasado); se afirmaba que hay tipologías de seres humanos superiores -curiosamente centradas en Europa-, y otras inferiores -convenientemente de la periferia-; los ires y venires de información pseudo científica y científica en torno a la pandemia que recién termina y que, con un barniz de ciencia, provocaron caos, desinformación y hasta discriminación y violencia. Y qué decir de las corrientes negacionistas de la Conquista, la colonización y sus atrocidades y consecuencias para nuestros pueblos originarios y el mundo de hoy, sustentadas en trabajos científicos, por supuesto, nada objetivos. Bueno, hay quien todavía afirma hoy que el mundo virtual y las redes sociales son la respuesta para todo lo que hace el ser humano. Creo que, a través de lo escrito aquí nos damos cuenta de semejante falacia. Es necesario repensar qué entendemos por información y cómo nos relacionamos con ella; es necesario a su vez, vigilar, cuestionar, analizar y denunciar todos aquellos abusos que encontremos en la red. El mundo virtual es maravilloso, necesario e importante, pero debe ser usado con cuidado y responsabilidad, tanto por los usuarios, como por aquellos que se sirven de él para depredar o lucrar.