Miércoles, abril 24, 2024

Agonizan las novilladas

Destacamos

Que de las novilladas depende el futuro de la fiesta es una verdad de Pero Grullo. Y que la camada más reciente de matadores mexicanos se forjó fundamentalmente en España –algunos sin siquiera pisar la México de novilleros–, otra certeza incontestable. Las excepciones a tan novedosa regla se llaman Fermín Rivera y José Mauricio, ambos con alternativa en 2005 y, en realidad, los últimos que no viajaron a la península como aspirantes, pues aunque precariamente, el coso de la delegación Juárez aún era el escenario fundamental para la formación de toreros en México.

El dato anterior da la clave para establecer, así sea por aproximación, cuándo dejó la Monumental de tener influencia en la forja de nuevos valores. Llevamos, pues, siete años sin temporadas chicas dignas de ese nombre. Aunque en realidad son más, porque un verano novilleril de diez–doce festejos –cifra usual para la actual empresa capitalina– nada tiene que ver con las evidencias históricas del siglo XX mexicano, cuyas series novilleriles invariablemente contaban con mayor número de festejos que la temporada grande. Razón, entre otras cosas, del dicho aquél según el cual, en México, podían encontrarse toreros hasta debajo de las piedras.

Una expresión evidentemente pasada de moda. Hoy hay que buscarlos con lupa, perdidos entre las noticias llegadas de ultramar.

 

Puros pretextos

 

Cuando alguien tiene el atrevimiento de preguntar hoy por la temporada chica, si los  voceros de la empresa se dignan responder dirán, con tanta incomodidad como suficiencia, que dar toros en tiempo de aguas es, comercialmente hablando, poco menos que un suicidio. Y que de por sí se pierde mucho dinero en las novilladas, que la gente prefiere quedarse en casa a ver futbol por televisión, que los novilleros no se arriman, que las autoridades no colaboran, que los taurofóbicos amenazan con armar borlote, que la vida está cada día más cara, que los pobres animalitos podrían resfriarse en la humedad de las corraletas…

Para terminar recurriendo al aviso económico, con la súplica de que quienes aún aspiren a la gloria taurina deberán presentarse en las oficinas de la empresa, llevando copia filmada de sus actuaciones más recientes.

Hasta ahí podíamos haber llegado.

 

Ni afición ni interés

ni imaginación

 

La verdadera diferencia entre las empresas abocadas al cultivo del frondoso bosque de nuestra tauromaquia, y quienes actualmente administran, en dosis homeopáticas, la actividad (?) taurina del país, estriba más en el estilo de hacer negocios que en las razones y sinrazones aducidas por todos esos empresarios enfermos de victimismo que hoy pululan. Y es que no es lo mismo invertir en un negocio que, de permitir que se fuera a pique, arrastraba consigo el patrimonio del inversionista, que contar, como los que dominan nuestro neoliberal presente,  con una amplia cartera de inversiones, entre las cuales la organización de corridas de toros es una de tantas, seguramente el paria comercial de un abultado complejo empresarial.

Semejante dispersión de intereses se presta, incluso, a la sospecha de fines inconfesables; pero aun en el mejor y más santo de los casos, resulta normal que el nivel de atención dedicado a las cosas del toro se relaje y pase a segundo término, dando lugar a la letanía de excusas que nos hemos aprendido de memoria, mientras dedicamos nuestros domingos veraniegos al cumplimiento del perverso propósito alegado por la pasividad empresarial: ver la tele, salir al cine, preparar la agenda semanal…

Es decir, alejarnos irremediablemente del esplendor de aquellas tardes y temporadas novilleriles que refrescaban nuestro compromiso de aficionados con la juventud pujante y nueva, con toda su inevitable cauda de insuficiencias, su novedosa estética y la puntual carga de emociones ligadas a la ilusión y la gozosa incertidumbre, esos dos pilares fundamentales de la afición taurina.

Y del gusto por la vida, en cualquiera de sus facetas.

 

A las pruebas me remito

 

¿Que cómo eran la primavera y el verano del aficionado y de la fiesta en México algunas décadas atrás? Pues terminada la temporada grande, la puesta en marcha de los festejos menores apenas demoraba unos cuantos domingos. A veces empezaba con festejos de selección que, con el aliciente de alguna revelación inesperada, la gerencia utilizaba para satisfacer recomendaciones de los influyentes de rigor. Pero como, al margen de ese vicio, toda empresa seria, capitalina o provinciana, contaba con veedores atentos a las novedades del momento, en el campo y en las plazas menores y mayores del interior, el paso siguiente consistía en ir entreverando en las primeras ternas a punteros de la temporada anterior con los triunfadores, aun desconocidos en la capital, de Guadalajara y Monterrey, plazas que desarrollaban temporadas propias, basadas en un sistema parecido. Hacia las dos últimas décadas del siglo pasado, otros cosos se sumaron al carrusel novilleril –Aguascalientes, Puerto Vallarta, Puebla– y fueron cobrando similar protagonismo.

Naturalmente, la presentación de cada uno de estos triunfadores foráneos era anunciada con mucho ditirambo desde el domingo anterior. Previsto se tenía para el acontecimiento algún encierro de buena nota y, durante la semana, la prensa aireaba los méritos y logros del debutante, comentaba las virtudes de su estilo y sopesaba con optimismo sus posibilidades. Desde luego, la empresa no era ajena a este tipo de promociones. Por lo demás, nunca se le ocurriría quejarse de pérdida de vocaciones, desinterés del público, falta de colaboración oficial o de las típicas perturbaciones climáticas. De hecho, varias de las presentaciones más esperadas y triunfales que se recuerden se dieron bajo copiosos aguaceros, a plaza llena y entre un entusiasmo desbordante.

Así ocurrió, simplemente para citar un caso, en la tarde de presentación de Manolo Martínez.

 

El imperio perdido

 

Si uno repasa la historia del siglo XX en la capital del país, comprobará que la temporada chica empezaba en primavera y podía prolongarse durante los 25–30 domingos comprendidos entre el mes de abril y la alborada del otoño. Ni que decir tiene que el aficionado capitalino, que veía toros durante las cuatro estaciones del año, llegó a convertirse en el más competente del orbe (aseveración que, referida a mediados del siglo XX, no es ninguna broma, aunque hoy pueda parecerlo). Naturalmente, los precios eran accesibles lo mismo para el público popular que para las clases adineradas, algo ya también se esfumó, alejando a grueso de la gente de lo que fue su espectáculo favorito.

Se comprenderá perfectamente que hayan dejado huella imborrable las temporadas chicas que encumbraron a Armillita, Heriberto García, Balderas, Solórzano, Carmelo Pérez, Esteban García y David Liceaga a finales de los años 20; a Garza, El Soldado, Ricardo Torres, Fermín Rivera, Gorráez, Silverio y El Calesa en la siguiente década; en los 40’s al Talismán Poblano, los luises Briones y Procuna, Gregorio García, Juanito Estrada, Lalo Liceaga y, ya en la México, a los efímeros Fernando López y Joselillo y, desde luego, a Rafael Rodríguez, Chucho Córdoba y Manuel Capetillo, los famosos Mosqueteros de 1948.

En la segunda mitad del siglo, la Monumental siguió alimentando la pasión del capitalino por la sangre joven de la fiesta, lo mismo en las temporadas de El Loco Ramírez y José Huerta que en las de El Callao y Luciano Contreras, Rangel y De la Peña, Chuchito Solórzano y Calesero Chico, Martínez, Cavazos y Lomelín y poco después Curro Rivera… y Villanueva–Ponce de León, Mariano y Rafaelillo, El Pana con Majano y César Pastor, Jorge Gutiérez y los hermanos Capetillo –Guillermo y Manuel–, los hijos de Garza y de El Calesero y David Liceaga. Y tras el seco parón impuesto por los apetitos del regente Ramón Aguirre por controlar la Monumental, a fines de los 80, iban a llegar, con jóvenes como Gilio, Del Olmo, Pizarro y Luévano, las últimas temporadas novilleriles que –lloviera o tronara– sacudieron a fondo el ambiente taurino de la capital.

Hasta que la empresa actual decidió que dar novilladas es ocioso, y velar por la continuidad de la afición y el provenir de la fiesta un empeño romántico muy poco acorde con el realismo globalizador y aculturizante del siglo XXI.

 

Botón de muestra

 

No vayamos muy lejos. Un simple vistazo a la hemeroteca nos muestra que hace 26 años, el domingo 8 de junio de 1986, y coincidiendo con la celebración de la Copa del Mundo de futbol, y compitiendo con el horario vespertino de varios partidos (Alemania–Escocia en Querétaro, BélgicaIrak en Toluca y Dinamarca–Uruguay en neza y por la tarde) la México registraba una gran entrada al partir plaza Antonio Lomelín, El Capea y Jorge Gutiérrez. Mientras tanto, se celebraron en provincia otras tres corridas y cinco novilladas.

Y si viajamos un poco más atrás, hasta, digamos, al 28 de junio de 1964, nos encontraremos con la México completamente llena para ver la repetición de Caleserito que, con la televisión transmitiendo como cada domingo en proyección nacional, alternó con Mario de la Borbolla y Rodolfo Acacio, para cuajar memorablemente a “Orientador” de Javier Garfias. Esa tarde se dieron corridas en Tijuana, Ciudad Juárez, Zacatecas y Torreón, además de ocho festejos novilleriles.

Evidentemente, a nadie –empresarios y prensa incluidos– se le ocurrió considerar disparatada la organización de todos esos festejos con la tele de por medio y en pleno mes de junio.

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