En el Centro Cultural Universitario Tlatelolco de la UNAM, en la otrora Secretaría de Relaciones Exteriores en la Ciudad de México, está el Memorial del 68 que exhibe en sus salas cientos de imágenes, folletos, volantes, videos testimoniales, fragmentos de cintas filmadas en la época del movimiento… un excelente tributo a la verdad y una demostración de la ignominia más grande en la que ha quedado semejante pasaje en la historia de nuestro país. Al caminar por sus salas captamos no sólo fracciones de tiempo, sino que respiramos sin duda un espíritu de época; da la sensación de adentrarnos a un lapso indeleble en la memoria de los que recordamos y que hoy, a la fuerza de la tenacidad de activistas, funcionarios y ciudadanos del común, se sigue transmitiendo a nuevas generaciones de jóvenes que escuchan el dolor en conversaciones familiares, que ven en documentales y películas la esperanza y terror –todos contenidos en un año terrible–, o que visitan este tipo de exposiciones en diversos lugares del país. Siempre lo he dicho, yo soy un producto del 68. Mi niñez estuvo marcada por los discursos de mis padres y amigos suyos, por las lecturas que de pequeño hojee en casa; más adelante, ya con una conciencia más entrenada, me asumí no sólo de izquierda, sino contrario a todo pensamiento fascista, retrógrado y conservador. He sido sensible a los grandes momentos de la historia latinoamericana, muchos de los cuales se dieron en torno a las décadas de los 60 y los 70; en efecto, golpes de estado, represión, guerrilla, injusticia social, revolución, pobreza y marginación casi infinitas. No obstante, con demasiada frecuencia se opacaron por volteretas ideológicas provocadas por la mezquindad y la consecución del poder a como diera lugar.
Mientras caminaba por los pasillos del Memorial un cierto dejo de desencanto me iba invadiendo, no por la exposición misma, sino por la constatación de la aparente futilidad de los sacrificios y los avances que semejante movimiento trajeron para generaciones posteriores. Es evidente que no hubiéramos llegado a donde estamos a nivel de participación ciudadana y de cultura democrática sin que se hubiera suscitado ese despertar que ocurrió durante y a raíz de ese enfrentamiento que se venía gestando años atrás. Sin embargo, las preguntas que me asaltan nomás recordar la jornada electoral de este domingo es, ¿realmente tanto sacrificio ha valido la pena?, ¿tenemos el presente que nos heredaron los caídos en ese movimiento? Hoy la libertad democrática se ve opacada por el mercachifleo vil de votos, conciencias e ideologías en un festín escatológico –de inmundicia, pues– donde lo mismo vale ganar con vales de despensa, tarjetas de descuento y materiales para la construcción, que con amenazas y contubernios. Hoy vemos participando codo a codo ideologías que se vieron encontradas hace años, que fueron irreconciliables y que se ubicaron en polos opuestos (PAN–PRD); podría argumentarse, con cierta ingenuidad, que es excelente que lo hagan pues por fin ven que los hermanaba la lucha contra el sistema opresor representado por el histórico Revolucionario Institucional. Sin embargo, nos damos cuenta que los mueven otros intereses, que el conseguir el poder por el poder mismo es su meta, tan roñoso como suena. Vemos, por supuesto, que el poder de gobernadores y liderazgos dudosos sigue intacto pese a que tenemos institutos electorales supuestamente autónomos y legítimos; y vemos, con vergüenza, que los Institutos Electorales Estatales contratan compañías para operar los programas de resultados preliminares (PREP) y que terminan modificando los resultados al mejor postor inclusive cuando cobran carretonadas de dinero para operar –el PREP de Puebla costó la friolera de 16 millones de pesos.
El entonces rector de la máxima casa de estudios de la nación, Javier Barros Sierra, dijo que en el discurso previo a la famosa marcha del silencio: “Sin ánimo de exagerar, podemos decir que se juegan en esta jornada no sólo los destinos de la Universidad y el Politécnico, sino las causas más importantes, más entrañables para el pueblo de México. En la medida en que sepamos demostrar que podemos actuar con energía, pero sólo dentro del marco de la ley, tantas veces violada, pero no por nosotros, afianzaremos no sólo la autonomía y las libertades de nuestras casas de estudio superiores, sino que contribuiremos fundamentalmente a las causas libertarias de México”. Y pregunto: ¿que no cualquier decisión política, educativa o social, tiene consecuencias en la sociedad? Porque, indudablemente, al tratar con la vida de decenas, cientos, miles o millones de mexicanos, estamos jugando un porvenir fundamental para el crecimiento del país. No hay decisión pequeña en una nación que está tan requerida de personas con los arrestos necesarios para hacer su trabajo más allá de intereses de grupo. La pregunta sigue en el aire, lastimosa, incómoda: ¿realmente nosotros, como mexicanos de hoy, como políticos, como estudiantes, como profesionistas, como ciudadanos… estamos a la altura de semejante sacrificio? La respuesta, aunque incomode, es un rotundo no. ¿Es pertinente recordar el 68? Sí, pero con campañas electorales como la pasada y días como el domingo, paupérrimo homenaje hacemos.