Jueves, diciembre 5, 2024

19S. Lo que se cayó y lo que se sostiene

 

Un mes después, la policía ya mutiló más vidas, esta vez la de estudiantes de la Normal Rural Vasco de Quiroga, en Michoacán. A Gael Solorio, normalista de 22 años, le alojaron una bala en el cuello, una bala disparada por la Policía Estatal. Las autoridades juraron que sólo utilizaron balas de goma, como si de suyo tal cosa fuera, en lo real, exculpatorio. A esos políticos, quienes inundan sus vientres con alcoholes cuyos precios cubrirían las becas solicitadas por los normalistas michoacanos –punto de partida de la protesta–, el concepto de vida parece no tener relevancia, de ahí esas asignaciones de cargos policiacos, de ahí los mandos de represión, de ahí que los grupos especiales policiacos no sólo vayan con armaduras sino con pistolas.

Menos de un mes fue demasiado tiempo a los ojos de las autoridades como para mantener ese estado de excepción que el terremoto del 19 de septiembre produjo, un estado donde parecía que ya no sólo era uno y sus cercanos quienes confiaban, sino muchos desconocidos más. La normalidad en México ha sido, desde mucho tiempo atrás, el no confiar. No sólo no se confía en los investidos, sino que no se confía en la calle, ni en los taxis, ni en la oscuridad ni en el día, ni en la soledad que otro puede irrumpir, ni en las ventanas sin barrotes, ni en el patrón. No se confía en el padre porque viola, en el maestro porque viola, en el novio porque mata. No se confía en los coches sin birlos extra y nadie debería haber creído en las inmobiliarias; sin embargo, a veces, vivir sin creer es demasiado cansado.

Una grúa sostiene la linternilla de la cúpula de la iglesia de San Francisco de Asís en Tepeyanco, como parte de los trabajos de prevención y corrección que se realizan en el templo a los daños que generó el sismo del pasado 19 de septiembre. Foto:Alejandro Ancona/La Jornada de Oriente
Una grúa sostiene la linternilla de la cúpula de la iglesia de San Francisco de Asís en Tepeyanco, como parte de los trabajos de prevención y corrección que se realizan en el templo a los daños que generó el sismo del pasado 19 de septiembre. Foto:Alejandro Ancona/La Jornada de Oriente.

Se cree mucho en cosas que no están a nuestro lado o en promesas a futuro. Al chofer del microbús le es más importante el tablero con estampas de santos que saber manejar.  El número de veces que los delanteros mexicanos se persignan sin duda es mayor al número de goles que anotan. Las contemporáneas tiendas de raya, como Elektra o, en su versión oficinista, El Palacio de Hierro, viven de la creencia de los clientes incautos de que algún día podrán terminar de pagar los meses a plazo o que en las ofertas se paga menos. Los alumnos de las universidades privadas siguen creyendo que asistir a éstas es la garantía de convertirse en la élite económica mexicana al graduarse y, por ello, invierten todos los fondos familiares en las colegiaturas. Pareciera que en México se cree, y mucho, en eso que no es inmediato; se cree en el porvenir.

Tampoco es raro que así sea. Cuando el entorno es ese lugar agreste en el que se nació sin beneficio alguno, sin que nada haya tocado en la repartición, no es posible crecer sobre un principio de comunidad. Arriba hay más o menos 10 millones de privilegiados que gastan al mes lo mismo que los ricos de París, mientras que el resto no ve para cuándo. ¿Quién en este mundo tendría el bruto arrojo de permitirse reclamarle a esa población mayoritaria que no busquen sus medios para tener algo? Contaba Emiliano Monge en una conferencia que, investigando sobre migración para la realización de una de sus novelas, encontró que muchos de los secuestradores de este país eran personas que se habían ido a Estados Unidos a pretender un mejor ingreso y que allá no la habían armado, por lo cual regresaron a hacer lo último a lo cual se les arrojó, lo último donde tuvieron cabida.

Es de obviar que de quienes abren esas cabidas no podamos hablar como hablamos del migrante y sus circunstancias, que ni en el país norteño halló modo, pero tampoco podemos pronunciarnos como si desde Santa Fé o Las Lomas hablásemos argumentando que la pobreza es una cuestión de falta de empeño. Las pequeñas cabezas de esos beneficiados que representan el 10% de la población mexicana y que concentran más del 50% de la riqueza nacional, todavía están ocupadas por los principios éticos del protestantismo calvinista y justifican su barbarie económica desde la base de ser elegidos, aunque contemporáneamente lo llamen ser exitosos, emprendedores o triunfadores, identidad que suelen construir en función de señalar a esos otros, nacos, que no le echan ganas, que tiran basura en la calle, que cierran las calles con sus manifestaciones en lugar de ir a trabajar.

En este escenario de plena precariedad, con una clase alta no sólo voraz sino con tan mal gusto (simples pruebas de ello son Santa Fé y el Museo Soumaya de Polanco, por hablar de casos conocidos), no es incomprensible que vivamos el desarraigo que vivimos. Entenderlo no requiere hacer especulaciones sobre nuestros antepasados ni psicoanalizar la mexicanidad para asumirnos hijos de un padre violador que dejó abandonó a nuestra madre y nos hizo huérfanos. No hay un diván histórico que nos reciba a todos por igual, sino una realidad de despojo que férreamente se actualiza en cada esquina y cuyas condiciones de posibilidad son menester interrogar para la mejor comprensión de esto que no debería seguir pasando. En este escenario, que es el regular, sin duda sorprendió lo que nos pasó el 19 de septiembre.

En su centro retumbó la tierra y sacudió, al menos por un momento, al menos parcialmente, ese infame estado de violencia con el que se habita la Ciudad de México. Cuando por la mañana nos burlamos del histórico simulacro, con esa sorna que solemos desplegar ante la incredulidad en el riesgo, algo se molestó y decidió regañarnos con un terremoto de verdad. Para efectos narrativos, es más divertido explicar el 19 de septiembre en función de fuerzas oscuras que mediante argumentos de coincidencias y azar. Además, no cabe duda que para nuestro país, al menos para la Ciudad de México, los 19 de septiembre serán una fecha no de guardar (cuestiones de seguridad), sino de respeto, hasta veneración. Sin que llegue al nivel del 12 de diciembre ni del 2 de noviembre, seguro será guardada por varios años como la fecha de la que habremos de protegernos. ¿Estaría mal que se convirtiera en día de asueto?

Podríamos conmemorar los 19S apagando todas las luces de la ciudad y saliendo a la calle a compartir cenas entre vecinos, asistiendo a los que haya que asistir, regalando lo que haya que regalar. Cualquiera de estas ideas ridículas podrían ser la muestra nostálgica de lo vivido hace un mes en la Ciudad de México, cuando salimos en bicicleta a repartir víveres de un albergue a otro. Recuerdo iniciar por la colonia Del Valle, llevando las vituallas que pudimos juntar con Julia y Fernanda. El gran número de personas en el CUM me hizo sentir que debía buscar otro punto donde ayudar, así que me desplacé hacia la Condesa, un poco también –he de confesar– por el morbo de ver cómo había quedado ese lugar. Para acceder por Nuevo León lo más cercano posible al Parque España, tuve que ir detrás de un camión de la Marina. No estaba seguro de estar donde estaba, no podía reconocer un sitio tan familiar entre las nubes de polvo que las luces de los camiones redondeaban. El fondo no iba más allá de diez metros, donde una cortina cegaba la vista y generaba esa tensa sensación de ignorar lo que ocurría detrás.

Subí a Polanco y luego regresé con víveres a la Roma, acompañado de desconocidos que, sin hablar, nos organizamos para rodar juntos hacia la Glorieta de las Cibeles. Otra vez la oscuridad a penas rota por algunas luces paradas en tres patas, mucha gente chocando como hormigas, una rotonda de autos que descargaban cualquier tipo de donación y cargaban paquetes ya distinguidos por las brigadas que en suelo de las Cibeles administraban lo donado. El grupo con el que llegué se desintegró porque la tarea estaba hecha y, entonces, cuando otra vez vi que sobraba, me fui albergue del Pushkin. Ahí me encontré con una mejor organización, orquestada por bicimensajeros chilangos que bien saben cómo hacer las cosas. El primer encargo fue irse todos juntos a Chimalpopoca. Yo, torpemente, me tardé en llenar mi mochila y el grupo me dejó. Le pregunté al compa que estaba dirigiendo el asunto si los alcanzaba y me dijo que no, que solo no podía ir; se rumoraba que estaban asaltando.

Entonces la normalidad volvió. Estaban asaltando. Me acordé de las crónicas de mi padre sobre los militares que en el 85 hurtaban cosas de los edificios caídos. Esa es la normalidad, la de encontrar cualquier rincón para aprovecharse de él, en este caso la oscuridad, la angustia, la donación. También fue normalidad esas señoras cubiertas con rebozos que, con un mascullado español, pedían repetidamente comida a quienes gestionaban los víveres. Un irritante señor, de esos protagonistas que dan ganas de callar a bofetadas, empezó a negarles a las señoras la alimentación sobre el argumento de que ya habían pedido mucho y que ni siquiera eran damnificadas del terremoto, claro, porque no tenían casa que se les cayera, porque son damnificadas de otro desastre mucho más viejo y profundo: el mercado mundial.

En el sesgo que intenta poner de un lado lo natural y de otro lo artificial, un juego de espejos genera recurrentes engaños. Es como los letreros en las carreteras que anuncian “Fallas geológicas”: en un primer plano, es absurdo pensar que un cerro puede tener fallas “naturales”, cuando lo que hay son cortes artificiales (mal hechos) por donde pasan las carreteras. Sin embargo, en un segundo plano, la frase no es tan errada si pensamos que lo geológico no es la tierra sino el dispositivo científico que dice conocerla; entonces sí el derrumbe carretero es una falla, porque se conoce mal, porque no se hace bien el trabajo. El terremoto también lo es, obviamente no en sí mismo, sino en quienes lo viven, para quienes terremoto, más que un choque, desplazamiento o rotura de placas, es el derrumbe de casas, el enterramiento de los cercanos, el desahucio. En ese sentido, el 19S no puede pensarse desde el infortunio, sino desde el abuso y la corrupción.

¿Será que a algún constructor o especulador inmobiliario se le haya caído su casa? Sé que la casa blanca de la Gaviota sigue en pie y sé que, en el otro extremo, están quienes tenían puesto un mayoritario porcentaje de su salario oficinista en la hipoteca y que ahora se han quedado, como propiedad, con puro escombro. Como en el desastre también hay clases, el grado de afectación debe medirse correlativamente al índice del poder adquisitivo. En ese sentido, para pensar el 19S, lo correspondiente será reconstruir eso que a partir de la tarde de aquel día ocurrió en términos sociales, de tal modo que pueda mantenerse latente otra forma de socialización, una en la que no sólo se dé la cooperación urgente, sino que sepa detener los proyectos que estructuran en México la infamia. En este terremoto, quedó claro que los empresarios y los políticos (otra forma del ser empresario) son el problema y los que habilitan las condiciones de posibilidad de la crisis socioeconómica de este país.

Sismo 1985. Foto: commons.wikimedia.org
Sismo 1985. Foto: commons.wikimedia.org

En la Ciudad de México, nuevos edificios inician su erección a un costado de los que fueron dañados con el sismo. El capital, que ante nada cesa su reproducción, crece entre los escombros de una ciudad que de suyo estaba fracturada. Frente a los derrumbes, lo urgente sin duda es levantar casas y juntar dinero para ello. Las palabras no reconstruyen viviendas, ni en Morelos, ni en Oaxaca, ni en Puebla ni en la Ciudad de México. Sin embargo, sí están aquí para reconstruir eso invisible que posibilitó la emergencia de una sociedad digna y flamante, esa que habremos de mantener, recordar, recuperar y volver a activar para hacer frente a los beneficiarios de una población enfrentada entre sí. Si de palabras se trata, no es esperanza la que debemos mentar, puesto que redispone ese sentido teleológico que tanto daño ha causado; lo que deja el 19S es la posibilidad de creer –conjugando en presente– en los que están al lado.

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